Ofelia Gronlier Lamar, mi esposa durante treinta y cinco años, fue secretaria de Lezama cuando éste trabajaba en el Palacio de Bellas Artes, en La Habana. Gracias a Lezama la conocí y hasta la muerte del maestro mantuvimos con él una estrecha amistad... “Lezama en mi memoria” fue escrito por Ofelia durante nuestro exilio en Cádiz... Manuel Díaz Martínez
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Nota preliminar: Aparte de sobresalir por su sobriedad, lucidez, sensibilidad y elegancia literaria, esta semblanza trazada por Ofelia desde el exilio clasifica sin lugar a dudas, merced a una singular mezcla de afecto y critica, entre los retratos más humanos y veraces de Lezama.
Amén de ser uno de esos raros escritos que el lector exigente siempre puede releer con deleite y provecho. Porque al tiempo que ensalza al poeta, que era para ella ante todo un ser querido y un modelo artístico digno de admiración, "madame Gronlier" se las ingenia para desmitificarlo, vale decir, para ubicarlo "en su justo tiempo humano". Y al hacerlo, inevitablemente la autora, que no en vano había estudiado pintura en la Academia de San Alejandro, se retrata de alma entera a sí misma. [Foto: Ofelia en Sevilla, 1992.]
Aprovecho, pues, la primera ocasión, en este caso el XIII aniversario de la muerte de Ofelia en 1995 (pinche aquí para leer lo escrito al respecto por el poeta hoy 27 de diciembre) para reproducir un texto que, a diferencia de esos panegíricos de la UNEAC donde apenas se reconoce al difunto, debería hacer escuela.
Tradutora de francés e inglés --a través de ella trabé amistad con el hombre que en la primavera del 91 me exhortara a firmar la Carta de los Diez--, "Ofe" fue mi colega entrañable durante años en el Ministerio de la Industria Básica, más conocido por "El Convento debido a su santurronería. Sin exagerar ni mucho ni poco, considero "Lezama en la memoria" una auténtica joya del género brotada del recuerdo de una discípula capaz de inspirar al celebérrimo autor de Paradiso el exergo que sirve de subtítulo a este post. Siento ahora mismo aletear en mi cuarto de trabajo a esa ángel lezamiano de vuelo original...
El Abicú
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Lezama en la memoria
Por Ofelia Gronlier Lamar, La Habana, 1931 / Las Palmas de Gran Canaria, 1995
José Lezama Lima
—Adelante, joven. Tome asiento.
Había llegado allí temprano en la mañana, subiendo una mal iluminada escalerilla de madera que crujía a cada paso. El piso estaba dividido en varios cubículos mediante tabiques de cristal y madera. Se accedía a los mismos a través de un pasillo penumbroso, apenas alumbrado en algunos trechos por luz artificial. Era un lugar desagradable donde todo sonaba, las maderas, los cristales, el teclear de las máquinas. Yo debía haber tomado a la izquierda, como se me indicó, pero me equivoqué y caminé hacia mi derecha, quizás atraída por la claridad que proyectaba sobre el pasillo la única puerta abierta.
El torrente de luz que se colaba por las ventanas bajas de la habitación me golpeó el rostro haciéndome cerrar los ojos mientras aquella voz daba los buenos días. Un hombre, que me pareció enorme, se incorporaba lentamente, con la majestad de un pope, y me saludaba inclinando la cabeza. Hice un rápido recorrido con la vista: el cubículo era muy modesto. Había un horrendo archivo metálico pintado de gris, una máquina de escribir norteamericana de los años 50 y algunas pocas sillas de madera junto a su buró —”para visitantes”, pensé—. También había dos señoras que, sentadas a sus respectivas mesas, parecían trabajar para él. Eso era todo.
Yo seguía en la puerta a pesar de la invitación. Estaba muerta de miedo y aferrada a mi carterita blanca de vestir, pero emperifollada y decidida a encontrar trabajo, mi primer trabajo.
—¿Es éste el Departamento de Teatro, Música y Danza? —pregunté.
—No, pero pase y siéntese, señorita —dijo el hombre enorme, que continuaba de pie, indicándome una de las supuestas sillas para visitantes.
Se sentó y casi inmediatamente inició, con la mayor naturalidad, como si me conociera de toda la vida, una charla de horas y horas —que en nada se parecía a la entrevista de trabajo de que me habían hablado— y en la que mi participación se limitó a contestar algunas preguntas ocasionales acerca de mis preferencias en lecturas, música y artes plásticas, y otras preguntas sorpresivas como, por ejemplo, si era gatófila o perrófila, amante del mamey o de la piña. Le dije que pintaba, que dibujaba gatos, y esto parece que le agradó, pues él era evidentemente profelino. Me habló de Chagall, y ello le sirvió de puente para llegar a los gatos egipcios, sobre los que me dio una larga disertación que me pareció muy divertida. Su voz era agradablemente cálida, abaritonada y marcada por una respiración jadeante que le daba una extraña cadencia. Por fin se puso de pie y me despidió:
—Mañana a las ocho aquí, jovencita. Mandaré traer un buró especial para usted.
Me tendió la mano con cortesía, después de haberme presentado a las señoras que, en efecto, trabajaban para él.
Cuando salí del Palacio de Bellas Artes a la calle, era mediodía. La deslumbrante luz de Cuba me sacó del encantamiento de aquel casi monólogo tan desconcertante.
¿Quién era ese individuo que no se parecía a nadie? En aquellos momentos, lo importante para mí era que comenzaría a trabajar al día siguiente. Y, ¡mi Dios!, con aquel singular personaje.
2. La revolución
Era el año 1959. No creo que nadie pueda describir fielmente aquel primer momento de la revolución cubana. Los que estaban fuera, por no haberlo vivido; los que estábamos dentro, por haberlo vivido con una intensidad que anulaba todo razonamiento. En aquel teatro todos éramos actores, actores ebrios de felicidad. Nos movíamos entre continuas sorpresas y revelaciones. Era la época en que todo el mundo vivía enamorado todo el tiempo. La época de la dignidad, de la risa, de los planes descabellados, del optimismo. Y ese optimismo se respiraba en el aire. Se era optimista hasta el delirio. La Habana resplandecía. La gente se lanzaba a la calle en busca de amigos. Y los encontrábamos por todas partes. A veces se producían encuentros sorprendentes. Veías avanzar hacia ti a un joven barbudo, con su traje verde olivo, la pistola al cinto y las botas de monte, la camisa abierta y los preciosos collares de cuentas, de semillas de peonía, de piedras de río, blancas y grises, rojas y negras. Con los brazos abiertos gritaba tu nombre, y entonces, cuando lo tenías delante, lo reconocías. Era aquel amigo dado por muerto, llorado. Y ahora te abrazaba, se abrazaban, “cuéntame cómo fue, cómo estás aquí”. No había día en que no encontraras a alguien conocido, alguien con quien trabajaste en la clandestinidad. Había tal cantidad de gente en las calles que se diría que nadie quedaba en casa. Los barbudos invadían La Habana: llegaban en camiones, volvían a sus casas o venían a visitar familiares y amigos, o simplemente a conocer la capital y, de paso, buscarse una novia habanera. Regresaban también los exiliados. Venían otros, desde países lejanos, a conocernos. Intelectuales y artistas de todo el mundo nos visitaban. No era extraño tropezarse con Errol Flynn, Jean-Paul Sartre o Simone de Beauvoir. ¡Ah, la añorada revolución, todos queríamos hacer algo por ella! Crecía la generosidad. Sabíamos que ese momento sería irrepetible.
3. Los días se sucedían
Regresé al día siguiente al Departamento de Literatura y Publicaciones, de la Dirección General de Cultura, como habíamos convenido, para encontrarme con dos sorpresas. El hombre enorme, vestido con un traje color café con leche, me saludó con un bellísimo e improvisado poema que me dejó absolutamente muda. Luego, con un gesto, y aguantando la risa, que de eso me di perfectamente cuenta, me señaló mi buró, que estaba a mi espalda y que, por lo tanto, no había visto. Esa fue mi segunda sorpresa. Nunca supe, ni puedo imaginar, de dónde había sacado aquel horripilante artefacto al que se entraba por una estrecha hendidura lateral, pues era completamente cerrado como un baño de vapor de caja. Creo que ése es el origen de mi claustrofobia. Una vez adentro, te sentías atrapada por aquel monstruo espantoso.
Comenzaba a sudar a cántaros cuando sentí su voz:
—¿Y qué tal de resonancias?
—¿Qué debo hacer? —le contesté.
—Tú no has venido aquí a trabajar, sino a cultivarte.
Y comenzó una de sus disertaciones. Yo quería morirme, pero me propuse aguantar a ver qué pasaba. Además, necesitaba desesperadamente el trabajo y me consolaba pensando que siempre podría irme cuando lo quisiese. Al principio no lo escuchaba. “Está completamente loco”, pensaba. A media mañana mandó pedir refrescos y empanadas de guayaba. Le trajeron un cartucho descomunal de olorosas empanadas recién hechas.
—Ya puedes salir. Te invito a degustar este delicioso manjar.
Compartió con las señoras y conmigo la merienda, pero, como esa mañana no tuvo visitas y nosotras éramos de poco comer, él acabó engulléndose más de la mitad del cartucho, mientras explicaba algo acerca de la gravitación de la harina.
Los días se sucedían, y yo empezaba a escucharlo. Ya sabía quién era y hasta había leído algunos de sus poemas.
Me recibía con las invocaciones de la mañana, que fueron siempre sus saludos, y después me hablaba de algún autor que yo debía conocer, Góngora, Claudel, Martí, Eliot, Juan Ramón, y me comentaba algún libro antes de entrar en profundidades mayores. Muchas veces, sin embargo, pasaba directamente de las invocaciones al plato fuerte. Hay que señalar que Lezama hablaba como escribía, con la misma exuberancia y el mismo torrente metafórico. Yo no conversaba todavía con él, sino que lo escuchaba atentamente.
Me iba acostumbrando a aquel otro idioma que, si bien no entendía del todo, entraba en mi oído como la mejor música, despertaba mi imaginación y suponía un constante desafío a mi sensibilidad y a mi inteligencia. Casi nunca entendía sus referencias ni sus asociaciones culturales —y esto divertía al muy maligno—, de modo que aprendí a seguirlo como se sigue a un mago por los más imprevisibles caminos. Su conversación llegó a ser para mí como una fiesta. [Retrato de abajo: Lezama visto por el pintor cubano Mariano Rodróguez, óleo sobre cartón, 1941.]
Me presentó a sus mejores amigos, gentes que lo visitaban con frecuencia y que yo escuchaba con mucho respeto. Conocí a pintores notables: Mariano Rodríguez, Cundo Bermúdez, René Portocarrero, Mijares, Abela (a Víctor Manuel y a Servando Cabrera ya los conocía); a los escultores Estopiñán y Francisco Antigua; a poetas relevantes del grupo Orígenes: el Padre Gaztelu, Cintio Vitier, Lorenzo García Vega, Octavio Smith. Me prestaba libros con la condición de que los cuidara, los leyera, los devolviera y los comentara con él en sesiones que llamaba de “valoraciones”. Me regaló la colección casi completa de Orígenes, una de las más importantes revistas literarias del mundo hispánico. Me regaló sus libros La Fijeza, Analecta del reloj, La expresión americana, Dador, Enemigo rumor, todos dedicados. Aprovechaba el préstamo o el regalo de libros para dar algún valioso consejo. Cuando me regaló su libro Enemigo rumor me dijo:
—Primero lee la poesía, luego lee en la poesía.
Cuando me prestó En busca del tiempo perdido y El tiempo recobrado, de Marcel Proust, me sugirió con picardía:
—Si usas todos tus sentidos podrás oír la melodía de Swan.
Un día, mientras me extendía La expresión americana, me advirtió con una sonrisa maliciosa y dándole, como a todo lo que decía, esa entonación de puntos suspensivos, de final abierto:
—Recuerda este consejo, jovencita: sólo lo difícil es estimulante.
Como se verá, para entonces ya me tuteaba.
4. El Café América
El Café América era un lugar modesto y popular, con cierto aire bohemio. Pero, sobre todo, era un sitio muy auténtico, muy cubano. Estaba en un edificio viejísimo, al fondo del Palacio de Bellas Artes, donde, como ya he dicho, trabajábamos. El establecimiento era un salón grande, de paredes blancas y azulejeadas en las partes bajas. En él corría siempre el fresco, pues al exagerado tamaño de sus puertas y al elevado puntal se sumaban aquellos ventiladores antiguos de aspas enormes que colgaban del techo como grandes murciélagos. Las mesas y las sillas eran de madera rústica, pulidas por el uso y por el tiempo. Las sillas eran los típicos y cómodos taburetes cubanos, con asiento y respaldar de piel de chivo claveteada en la madera. Lo más bello del café era el largo mostrador de caoba con tapa de mármol blanco. Detrás del mostrador colgaba un gran espejo ya manchado por los años. Entre ese espejo y una de las puertas que daban a la calle había una especie de cuadro de honor y esquela mortuoria donde aparecían los nombres de los más conocidos borrachos habaneros fallecidos, quienes en tiempos más felices habían sido fieles al lugar. El café agradecía “a los difuntos su preferencia”. Pero la cortesía del Café América también se extendía a los vivos: en Navidades adornaban el salón con cordeles de donde pendían banderitas de colores con nuestros nombres.
Se servían en el América café, licores y saladitos cubanos; no faltaban los chicharrones y los camarones rebozados. Y se hacían allí las más sabrosas tertulias, mientras desde la victrola la voz trasnochada y sensualísima de Vicentico Valdés, sobre un background de violines al estilo Frank Pourcell, cantaba una y otra vez ese cabalístico bolero que concluye diciendo “que está de fiesta la imaginación”. ¡Qué bien se estaba allí! Al principio era Víctor Manuel, que llegaba acompañado de mi buena amiga y estupenda pintora Lourdes Gómez Franca, quien lo sonsacaba. Pero creo que se nos creó un reflejo condicionado, porque a las diez de la mañana caíamos en el América, sin remedio.
Víctor Manuel, Abela, Lezama y yo ocupábamos siempre la misma mesa. El disparo de arranque era la voz de Víctor con su “a tomarnos un láguer bien frío”. Se charlaba con frecuencia de pintura. Abela era el teórico en la materia y en cualquier momento caía en su gran obsesión, la Escuela de Arte Libre que, no recuerdo por qué, no pudo llevar adelante. Lezama, como siempre, era imprevisible y podía comenzar hablando de La jungla, de Wifredo Lam, y terminar tranquilamente, “por esos sesgos del mundo”, en Góngora. Víctor no era capaz de hilvanar un discurso y se limitaba a rociar la conversación con sus desfachatadas y desconcertantes observaciones, que, de momento, nos dejaban pasmados para después reventarnos de risa. Yo, hoy la única superviviente de aquel grupo, recogía como una esponja.
Hay que decir que en aquellas mesas apasionadas, a las que iban sumándose los amigos, no se especulaba únicamente con temas elevados, sino que se “viboreaba” de lo lindo —que no sólo de pan vive el hombre—, y que la carga de veneno aumentaba sensiblemente cuando se acercaba la víbora por excelencia, Mariano, el pintor, quien tenía una fuerte afición por el cotilleo, que sazonaba con chistes verdes que a mí me ponían más roja que un tomate. Allí no se perdonaba ni a los muertos. Hay que ver las historias de Mariano sobre Diago (el notable pintor cubano, ya entonces fallecido, cuya Silla apreciaba Lezama más que la de Lam) y su gran amor, María Luisa Gómez Mena, la notoria y bellísima millonaria cubana que fue esposa del gran poeta español Manuel Altolaguirre. O sus versiones del triángulo Alejo Carpentier (el francés, como le llamaba Lezama)-Eva Frejaville-Carlos Enríquez. Lezama había rebautizado, además, a otros escritores, lo que es una práctica muy común en el medio intelectual cubano. A Nicolás Guillén, por ejemplo, lo llamaba “el mulato sabrosón” y, a Retamar, Trepamar. Ahora bien, en honor a la verdad, debo decir que Lezama era irónico pero nunca grosero como Mariano ni corrosivo como Virgilio Piñera. Era un hombre esencialmente refinado e ingenioso. En política, que de eso también se comentaba, Lezama era ciego, sordo y mudo. Y si hablaba, era para decir las cosas más insólitas, como aquello de acabar con el desempleo en Cuba obligando a cada dirigente a contratar como chófer de su coche particular a un desempleado. Esto, que hoy pudiera resultar irónico, entonces, cuando todavía nuestros dirigentes eran hombres modestos, con tierra colorada en las botas, era la más absurda de las ingenuidades. Y es que también hablaba en serio cuando decía que si los norteamericanos se decidían a invadir a Cuba, ya lo encontrarían a él con su revólver forifai (forty five) por las azoteas de La Habana. Yo tengo la impresión, aunque nunca me lo dijo, de que consideraba la política como algo superficial y, por ende, peligroso. No me lo imagino afiliado a ningún partido político.
5. Realismo socialista vs. Paradiso
En aquellos primeros momentos del proceso revolucionario me consta que Lezama no era hostil al mismo. Nunca le oí rechazar la revolución y creo que la veía más bien con simpatía. Le escuché hablar con admiración y respeto de algunos de sus héroes. Se entusiasmó —como todos— con la alfabetización. Y si bien criticaba algunas insensateces y le preocupaban ciertos extremismos y la presencia en el mundo de la cultura de algunos personajes oportunistas, se sentía estimulado por las buenas cosas que se estaban haciendo en el campo intelectual y artístico. Y no era raro verlo, a pesar de su habitual sedentarismo, en cuanta actividad intelectual se diera, ya fuera en los conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, en la Feria del Libro o en el teatro aplaudiendo a Bertolt Brecht. Estaba encantado con la Ópera de Pekín y el Ballet Bolshoi. De éste último dijo exaltado:
—Lo que más me impresionó fue la forma en que saludaban los bailarines rusos, con la misma majestad con que paseaba Catalina la Grande por los malecones del Neva.
Estaba ilusionado con los nuevos planes editoriales y muy animado con la estupenda exposición retrospectiva de pintura cubana, magistralmente montada en la Universidad de Villanueva.
Un día llegó Mariano con la noticia. Habían destruido salvajemente, en nombre del realismo socialista, el hermoso mural de Amelia Peláez que cubría todo el frente del Hotel Habana Libre. Fue ésta la primera vez que vi a Lezama indignarse. Esto fue algo que no entendió y que lo llenó de pavor. A estas alturas, ya yo sabía que la alta dirigencia de la Dirección General de Cultura no veía a Lezama con buenos ojos y que algunos, me consta, hasta se burlaban de él.
¿Pero qué estaba sucediendo realmente en la Cuba de entonces? Hoy está claro que los años 1959 y 1960 no fueron en realidad tan risueños como los veíamos Lezama y todos, sino que fueron años convulsos y definitorios para el carácter y el rumbo que tomaría la revolución cubana. Baste saber que en esos años ocurrieron hechos tan trascendentes como la presencia del primer disidente interno de importancia (el comandante del Ejército Rebelde Huber Matos, hasta entonces reconocido héroe de la revolución), las expropiaciones a cubanos y extranjeros, la nacionalización de empresas, el rompimiento con Estados Unidos, el consecuente bloqueo y el consecuente abrazo de Nikita Jruschov con la también consecuente sovietización progresiva de Cuba. Estos hechos, de rotundas repercusiones en la economía y en la vida política y espiritual de nuestro país, se reflejarían muy dramáticamente en nuestra cultura. Ahora bien, en el momento en que los vivíamos, el 59 y el 60, eran indudablemente para la mayoría años de optimismo, de euforia y, sobre todo, de exaltación nacionalista, aunque se sintiera en el país algo así como un olorcillo feo, un cierto grado de descomposición.
Desde luego, los que estaban dentro de las cosas sabían que había habido un giro y que se producirían desplazamientos. Comenzaba el hormigueo de la lucha por el poder. Los estalinistas de adentro, algunos hasta con buenas intenciones, y los que venían de afuera se atrincheraban en sus posiciones estratégicas. Los anticomunistas se sentían traicionados, desplazados, y se defendían furiosamente. La guerra estaba declarada, pero era aún subterránea. En medio del campo de batalla, Lezama, que no tiene ambiciones de poder ni tampoco la menor idea de lo que está sucediendo, él, que no pertenece a ninguno de los dos grupos, es atacado por unos y por otros. Todos ven en este hombre de espíritu libre un elemento disonante, una especie de ruido en el sistema. De los ataques soterrados no creo que se diera mucha cuenta y a los otros solía responder con una frase ingeniosa y su risa de asmático. Siempre incomprendido, soportaba con magnífica dignidad la indiferencia oficial y el ataque envidioso. Contaba con un arma excelente: su don de imaginar. “Navego en mi biblioteca. Tengo ojos de lince para la imaginación” —decía este hombre que temía al desarraigo, mientras se iniciaba en Cuba el éxodo de intelectuales que dura hasta hoy. Y escribía, escribía con tinta verde en su cuadernillo esa novela fundadora y desafiante que es, además, su gran catarsis. Escribía Paradiso.
—Ya lo verán pasar. Ya verán pasar mi ladrillo cuneiforme por encima de sus cabezas como un zeppelin —me dijo un día.
6. Las valoraciones
Muchas veces me pregunté cómo pudo surgir una amistad tan hermosa entre dos personas separadas entre sí por diferencias tan abismales. En mi habitual frivolidad de entonces me decía que quizás como sagitarianos que éramos respondíamos precisamente a ese reto. Otra pregunta que yo me hacía, y que continúo haciéndome, es ¿qué lo movía a insistir en mi tan particular educación? ¿Se repetía quizás la historia de Pigmalión? ¿Era yo un ejemplo más de su generosidad cristiana? ¿Experimentaba conmigo acaso? ¿Querría saber si su poesía, tan combatida por hermética, podría revelarse a un ser absolutamente limitado desde el punto de vista intelectual, pero capaz de intuir por el manejo de los sentidos?
Pasaban los meses, y los días comenzaban siempre de igual forma: él me obsequiaba las invocaciones de la mañana y yo le regalaba mi mejor sonrisa. Luego yo me sentaba en medio de aquel baño de vapor-instrumento de tortura, especie de cepo de campaña, y él comenzaba a hablarme. Pero a veces esto no ocurría de inmediato. Mi delicado pero exigente maestro se tomaba su tiempo. Fijaba su vista en el infinito, es decir, en ninguna parte, y se estaba algún rato en ese estado de trance. Yo pensaba si no tendría el don de la mediumnidad. De pronto, iniciaba una charla maravillosa sobre cualquier tema. Me hablaba de Paul Klee o del barroco americano. Conocía mi afición por la pintura y me animaba para que volviese a ella. Estas charlas eran serias y en ellas me iba introduciendo en el mundo de la plástica, con paciencia, como si me llevara de la mano. Yo adoraba esas conversaciones tranquilas en las que aprendía sin sobresaltos.
Ah, pero otras veces… Me lo encontraba ya preparado para el ataque. Hoy trae ojillos chispeantes y la sonrisa sarcástica de Mona Lisa, ¡prepárate! No había terminado de prepararme cuando escuchaba ya su entrée en matière: “¿Y qué tal de resonancias, jovencita?” ¡A correr!, decía yo, y se me helaban las manos, y estoy segura de que él lo sabía.
—Hoy vamos a hablar del azar concurrente.
Ante esta manifestación de absoluto sadismo yo no podía echar mano ni a mi sonrisa. No tenía armas para su artillería pesada. No sé si por instinto de conservación o porque mi orgullo me impedía escapar al reto, me incorporaba al juego, es decir que me dejaba envolver y arrastrar por aquel torrente metafórico peor que un ciclón del trópico, pasando del vértigo a un estado de hipnosis, o quizás de encantamiento, del que me era difícil regresar.
No estoy segura de haber entendido a Lezama, como tampoco de entender a Mozart, no leo música y no tengo la menor base teórica musical, pero estoy segura de haberlos disfrutado mucho a los dos. (Siempre encuentro semejanzas entre estos dos genios iluministas, quizás por el carácter lúdico y a la vez algebraico de sus composiciones.) En todo caso, si algo aprendí de aquellos desiguales combates fue, primero, a entrar en el juego y, después, a disfrutar el deslumbramiento. Llegué a aceptar su retórica como algo natural y si se le iba la mano, la acabábamos con una estruendosa carcajada. En aquellas charlas me iba de maravilla. [Foto de arriba: Lezama leyendo en su oficina; al fondo su esposa María Luisa]
Pero otra cosa eran las “valoraciones”, que podían empezar en cualquier instante y que siempre venían precedidas por un odioso silencio. Estas pausas se producían en algún momento crucial de la conversación, que él aprovechaba para rociarse la garganta con su inhalador de asmático o para encender un habano. Lo segundo, por cierto, constituía un rito. Comenzaba tomando el tabaco entre el índice y el pulgar, en seguida le daba vueltas, como tanteándolo o acotejándolo, luego lo olía lentamente, lo despuntaba y lo encendía, inhalando el humo como un verdadero sibarita. Indudablemente aprovechaba estos momentos para reflexionar y cargar sus baterías; lo cierto es que emergía revitalizado y con nuevos bríos para el ataque. Nunca, nunca me sentí más miserable que en esas valoraciones. Dios mío, me hacía pagar por todo mi disfrute anterior. Comenzaba el interrogatorio inquisitorial. Sólo me salvaba de aquel martirio la llegada de algún visitante. Es cierto que nunca me interrogó delante de extraños. Solía presentarme como “la señorita Ofelia Gronlier, muy inteligente y sensible”. Pero, con o sin presentación, siempre venía la coletilla:
—No creas que te salvas. Mañana continuaremos.
7. Claustrofobia
Yo reconocía que le debía mucho y hasta le iba cogiendo cariño. Pero aquel hombre implacable y absorbente se estaba apoderando de todo mi tiempo, hasta de los fines de semana. Me sentía colonizada por aquella especie de hechicero y estaba perdiendo mi valiosa libertad. Se había vuelto cada vez más exigente. En los últimos tiempos había estado hablándome de Claudel durante días, y me había prestado, con las condiciones de siempre, tres libros de éste: La anunciación a María, La partición del mediodía y Le soulier de satin, éste último en francés, idioma que entonces yo estudiaba. Los leí, y llegó el día de las valoraciones. Era un lunes por la mañana, un día soleado, un día para irse a la playa de Santa María del Mar.
Después de las invocaciones, miré mi cepo de campaña, y armándome de valor le dije:
—No puedo más, tengo claustrofobia. Quisiera otro buró.
—Sólo lo difícil es estimulante —me respondió—. ¿Sabes que la verdadera voluntad no está en hacer lo que se quiere, sino en hacer lo que no se quiere?
Y comenzó a decirme algo acerca de la mortificación según Claudel.
—¡Claudel es un fanático! —le grité con toda mi fuerza y, poniéndole los libros sobre la mesa, le espeté: —Así es que yo me voy.
8. Ricardo
Justamente tres días después de haber dejado el Departamento de Literatura por el de Teatro, Música y Danza, que dirigía el crítico y dramaturgo español Luis Amado Blanco, apareció en el umbral de mi nuevo despacho Ricardo Vigón:
—No le hagas eso al gordo. Está desolado —me dijo a modo de saludo.
Ricardo era muy querido por los dos. Era un muchacho muy joven y talentoso que soñaba con hacer cine y que, por el momento, tenía una columna de crítica cinematográfica que compartía con Caín (Guillermo Cabrera Infante) en el periódico Revolución. No sé qué edad tendría Ricardo, pero no representaba, de ningún modo, más de veinticinco años. Era de mediana estatura, delgado y pálido.Tenía los cabellos oscuros y lacios, las cejas negras y espesas, y unos hermosos ojos grises. Hablaba bajito, con una voz apagada que me llamaba mucho la atención porque no parecía pertenecerle, era como si le viniese de lejos. Yo se lo había presentado a Lezama y en poco tiempo hicimos una rica amistad, de ésas que son para siempre. Ricardo, por sus problemas de estómago, no era dado a la cerveza ni a los saladitos y ya sólo Ricardo, Lezama y yo visitábamos el América cuando venía a vernos Víctor, verdadero aficionado al espumoso láguer. Por lo de Ricardo y porque ya no nos inspiraban confianza aquellos grupos en los que inevitablemente aparecía algún personaje siniestro al que llamábamos “el lleva y trae”, habíamos sustituido las tertulias de café por reuniones discretas, más tranquilas y sustanciosas, en el despacho de Lezama, a las que, por supuesto, yo había dejado de asistir, pensando cortar por lo sano.
–Prefiero la vida a la literatura —me defendí.
—Creo que eres injusta y que debes reflexionar. No se trata de que vuelvas, sino de que lo visites todos los días un ratico.
—Se ha apoderado de todo mi tiempo. Me tiene presa en un baño de vapor.
Sentía la mirada inteligente de Ricardo:
—Él nos ha dado mucho de su precioso tiempo. Recuerda todo lo que hemos compartido juntos —atacaba ahora por el lado de la nostalgia. Pacifista convencido, paciente y gran mediador, Ricardo me hacía añorar los buenos tiempos. Habíamos visto juntos la bellísima película brasileña Orfeo Negro, que tanto nos impresionara por su plasticidad y osadía. Al día siguiente, Lezama, más locuaz que nunca, se apoderaba del tema mientras engullía, como el goloso que era, una tras otra, sus sabrosas empanadas de guayaba, estimulado por la atracción que ejercía sobre él la figura ambigua del músico que adormecía a las fieras con la cítara y que había sido capaz de atravesar el gran puente hacia la otra orilla. Lezama había desarrollado toda una teoría acerca del destino equívoco del personaje condenado a debatirse entre la realidad y la mitología, lo visible y lo invisible. Atribuía la imposibilidad de probar la existencia de Orfeo a la maldición de un Apolo comido por los celos ante “los devaneos de Calíope con el fluvial Eagre”. Y esto lo decía con la más absoluta naturalidad, y seriedad. Quisiera señalar que Lezama trataba los dioses como si fuese un contemporáneo de éstos, con total familiaridad y desenfado. Sin inhibiciones aplicaba conjeturas y lógicas tan osadas como desconcertantes. Pero hay que agregar también que el desconcierto se producía porque su lenguaje y su lógica no eran los habituales y esto exigía un acomodo de la inteligencia a ese otro lenguaje y a esa otra lógica lezamianos, esencialmente poéticos, pero implacablemente convincentes porque había un orden de cosas, un todo brillantemente ordenado, en su desorden aparente.
Ricardo logró conmoverme y además convencerme. Le prometí que iría a ver al gordo al día siguiente, y se fue agradecido. Dos meses más tarde moría Ricardo inesperadamente. En nuestra charla de Orfeo nuestro joven amigo había dicho de la muerte, quizás como un presentimiento:
—No le temo a la muerte, pero me angustia el momento de morir.
Su desaparición fue tan desgarradora e incomprensible para nosotros, que dejamos de nombrarlo.
Ricardo, según muchos, es el Fronesis de Paradiso.
9. La encefalitis vigílica
Ricardo había logrado ponerme a mal conmigo misma. Mi malestar iba más allá del remordimiento y me hacía pensar en pasado situaciones presentes. Me di cuenta de que al cerrar aquella puerta dejaba atrás lo que podría seguir siendo mi presente, privándome así de algo que yo no encontraría jamás en ninguna parte. Y sentí una pena muy grande. Fue la primera vez que padecí la ausencia de Lezama.
Con él se iban la vivencia oblícua y el súbito, el potens, el tokonoma, la imago y su resistencia en el tiempo, las asombrosas coincidencias que llamaba azar concurrente. Pero también los gatos egipcios y la Grecia clásica, el reflejo del Taj Majal en el agua del estanque, las catedrales góticas y el hermoso mobiliario de María Antonieta, el barroco americano, las alucinaciones del Aleijandinho, la casa de Trocadero que huele a natillas y anís, doña Rosa, la madre que acaricia los pies a la hora de la siesta, los cerezos japoneses a la entrada del zoco oriental, Tin Fan So robando los melocotones de la lengevidad… [Casa Museo de Lezama en la calle Trocero, Habana Vieja.]
Con esa pena, pero firme en mi decisión de no retractarme, segura de que yo no era lo que él esperaba y decidida a no prolongar el equívoco en el tiempo, me acerqué a su despacho.
Estaba solo, sentado y sumido en su cuadernillo. No se percató de mi llegada. Yo busqué conscientemente con la vista mi buró, esperando que me diera ánimo para llevar a cabo mi tarea. El odiado artefacto estaba aún en el mismo lugar como si esperara mi regreso, y, visto de lejos, no me parecía ya tan inquisitorial, sino más bien viejo y abandonado. No me dio ánimo alguno, sino remordimiento y tristeza. Pensé que acabaría por ablandarme, así, obviando los buenos días, dije de un tajazo:
—¿Cómo está?
—Más viejo, es decir, más sabio.
Sonriendo, se irguió como el primer día y acto seguido inició, con su particular cadencia, sus invocaciones matinales: “Cuando Ofelia Gronlier se acerca, una nube se aligera”… Yo no sabía qué hacer, trataba de sonreír. Parmanecíamos de pie. Él me indicó la silla de los visitantes y nos sentamos.
—¿Paradiso? —le dije señalando el cuadernillo.
—Trato de vencer el tiempo.
—No pude dormir en toda la noche —le dije justificándome y, a la vez, en tono de súplica.
—Tú vas a morir de encefalitis vigílica —sonrió.
Y esa mañana recuerdo que me habló de Lao Tzé, el viejo-sabio-niño.
10. La comilona
Yo no le dije que no volvería. Al contrario, le aseguré que iría todas las mañanas de mi vida un ratico a la hora de las invocaciones. Los dos sabíamos, sin embargo, que eso sería por poco tiempo. De todos modos, decidimos celebrar la reconciliación y Lezama propuso una cena en el Miami, un restorán reconocido internacionalmente por su alta cocina y sus deliciosas frutas, y que entonces conservaba todavía, a pesar de su nombre extranjero, un aspecto sencillo y agradable de restorán criollo.
La cita era a las siete de la tarde. En Cuba amanece y anochece temprano. El sol sale espléndido entre seis y siete de la mañana, al mediodía el país parece hervir, la tarde es luminosa y entre seis y siete se produce un crepúsculo fugaz de una belleza mágica donde fulguran todos los colores, amarillo dorado, naranja, rojos del púrpura al magenta, dados como a brochazos sobre un cielo de impecable azul turquesa. Hay un momento en que La Habana se enciende con el crepúsculo y entonces todos somos de esos colores. Luego el magenta se apodera de la tarde, se hace más violeta y se vuelve noche, una noche negrísima de estrellas enormes.
Salí de mi casa a las seis, acicalada con esmero para la celebración. Tomé el ómnibus en la esquina de mi casa de El Vedado, en la calle Línea, y me bajé en la parada más próxima al Parque Central. Atravesé en diagonal el Parque, que a esa hora del crepúsculo está lleno de pájaros que vienen de todas partes a dormir en esos árboles, y luego crucé la calle Neptuno y la calle Prado, desembocando justo en la puerta del restorán. Yo estaba muy nerviosa, el corazón me latía como si acabase de subir una escalera muy alta. Entré por la puerta principal y lo vi por el espejo. Estaba sentado frente a una de las ventanas laterales que daban a la calle. Me pareció distraído. Se había acicalado con su traje café con leche y sobre su voluminoso pecho lucía la corbata que le habíamos regalado Ricardo y yo. No sé qué me pasó, pero me arrepentí de la cita y salí casi corriendo por la puerta por donde había entrado. No me detuve hasta la parada del ómnibus y allí estuve un rato pensando.
Volví al Miami, pero no entré inmediatamente. Me puse a ver una de sus vidrieras donde exponían los preciosos cestos de frutas. Me detuve en una impresionante piña. “Es cierto que es la reina”, pensé. Y decidí cenar con él.
No me preguntó qué quería comer. Aquel gourmand-gourmet ya había ordenado el menú del cóctel al postre y fui servida ceremoniosamente apenas me hube sentado. Lo primero fue un barroco y deslumbrante cóctel que tenía, entre otras cosas, piña, ginebra y granadina. El tinte de la granadina le daba a la aparatosa copa de globo un aire de amapola. Luego, pastel de ave servido en una fuente ovalada y muy larga, adornada con frutas. A esto siguió una suculenta langosta termidor y una ensalada. Para finalizar, un postre de almendras. Yo estaba segura de que moriría. Mi preocupación por mantener la línea me llevaba a observar una dieta de pajarito. No me cabe la menor duda de que tenía la capacidad de mi estómago reducida. De pronto pensé en el cepo de campaña y en la mortificación según Claudel y dudé del carácter de la celebración. Hoy prefiero creer que quiso halagarme con uno de sus placeres favoritos.
Me levanté con esfuerzo y temiendo vomitar allí mismo. Él me llevó en un taxi hasta la puerta de mi casa. Se había hecho la paz. Esas Navidades, como siempre, nos intercambiamos regalos.
11. El Bois de Noël
No me gustaba halagarlo con la palabrería fácil y traída con que habitualmente era tratado por todos. Jamás le llamé, en vida, maestro ni poeta, ni mucho menos me atreví a darle ninguna opinión mía sobre su obra. Siempre lo traté con la más absoluta naturalidad. Lo respetaba y lo quería. Y nada más.
Así que pensando y pensando se me ocurrió hacerle un regalo exquisito. Fui a una pastelería francesa muy famosa entonces en La Habana y, después de curiosear minuciosamente los mostradores donde se exhibían los dulces más sabrosos y delicados que pudiera imaginarse, pedí hablar con el dueño, un francés entrado en años y muy amable llamado Sylvain. Le expliqué lo que quería: un dulce exquisito para un ser exquisito. Un Bois de Noël, me dijo y añadió que justamente tenía uno hecho para la embajada de Francia. Le pedí verlo y me lo mostró. Era realmente precioso: el leño recién cortado de un árbol, lleno de brotes de hojas, de florecillas, de pequeños frutos, de setas, todo esto hecho con menta, frutas abrillantadas, nueces, almendras y otros frutos secos, sobre una cubierta muy fina de crema chantilly, y la masa que hacía el cuerpo del tronco era de chocolate. Le dije que me hiciera el mismo dulce, pero con la masa de café y que le añadiera granitos de anís. El pastel me costó un dineral y estuvo listo al día siguiente. Me lo envolvieron para regalo y me dieron una tarjetica donde escribí: “Para la señora Rosa Lima. Con admiración y respeto”. Lezama nunca olvidó ese gesto. Su madre era la persona a la que más amaba en el mundo.
A fines de 1961 me casé con el poeta Manuel Díaz Martínez.
Fue Lezama quien me lo presentó un día en su despacho. Testigo de mi boda, Lezama me regaló un fino plato de porcelana china primorosamente decorado con mariposas. El plato está hoy en una pared blanquísima, junto a la puerta del patio de mi casa de La Habana, rodeado de helechos y bañado todo el día por la bonita luz de nuestra Cuba. [Boda de Ofelia y Díaz Martínez en 1960; a la izq. de la pareja el escritor Roberto Branly; a la der.: cuñada del poeta.]
Poco después de mi matrimonio dejé el trabajo. Vivimos un tiempo en el extranjero y a mi regreso me fui complicando con la casa y los hijos de tal modo que sólo volví a verlo ocasionalmente a principios de los años 70, en la embajada de la India, en cuyo patio la esposa del embajador de entonces, la querida Gloria Kisha, también poeta, celebraba unas inolvidables tertulias que eran una suerte de oasis en la irrespirable atmósfera de aquellos tiempos y a las que invitaba a los más connotados poetas “conflictivos” del momento. Allí, en el frondoso patio, bajo las estrellas, nos reunimos, creo que más unidos que nunca, los conflictivos, los apestados, los “flojos” José Lezama Lima, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández y Maruja, César López, Armando Álvarez Bravo y Tania, Enrique Labrador Ruiz, Salvador Bueno, Pepe Triana y Chantal, Juan David, Martínez Pedro, Manolo y yo. Lezama se veía muy envejecido. Su madre había muerto en el 64, y desde entonces llevaba en el bolsillo de su pantalón el rosario de doña Rosa dejando la cruz afuera para que la viéramos todos, como una reafirmación; o, quizás, como un desafío a la intolerancia estalinista que en ese momento estaba en su apogeo. (Lezama termina Paradiso después de perder a su madre y el libro es publicado en el 66, para ser inmediatamente recogido por obsceno, y sólo vuelve a las librerías dicen que cuando Fidel le da la luz verde después de una reunión en la Universidad de La Habana en la que los estudiantes trataron el tema. Sin embargo, el libro no fue promovido como se merecía y circulaba un poco clandestinamente, digamos que con sordina. Eran avances de lo que se avecinaba.)
Contrariamente a lo que se cree, la década del 60 al 70 fue muy dramática para nosotros. Se inició con la prohibición del free cinema de Sabá Cabrera Infante PM. Yo asistí a la proyección de esta película documental de veinticinco minutos de duración en la Casa de las Américas y a la farsa que se montó allí para descalificarla y condenarla a muerte. La película, como dice Guillermo Cabrera Infante, sólo “recoge las maneras de divertirse de un grupo de habaneros un día de fines de 1960” y estoy de acuerdo con Guillermo en que el pecado imperdonable del filme es el sabor nostálgico que nos deja. Luego clausuraron el semanario cultural Lunes de Revolución. 1968 fue el año de la invasión de Checoslovaquia por los tanques soviéticos. Todos nos identificamos con el pueblo checo. Todos esperábamos, estábamos seguros de ello, una rotunda condena a aquella infamia. Pero ocurrió todo lo contrario. Cuba, en la voz de nuestro líder, justificaba y aplaudía el crimen. Quedamos petrificados. Recuerdo que escuché el discurso en el televisor de la Unión de Escritores y me parecía imposible, creía estar soñando. Pero no estábamos soñando; al contrario, estábamos despertando y era inútil prolongar el sueño cerrando los ojos. Se nos despertaba sin piedad, y el sueño amado se alejaba y se perdía sin remedio. Abríamos los ojos al estalinismo. Es la época de las recogidas de libros, de las recogidas de hippies, de las recogidas de homosexuales, de las sanciones, de las delaciones, de los registros y las autocríticas, de la “ofensiva revolucionaria”, de los suicidios: de la histeria estalinista.
El quinquenio siguiente fue bautizado por la intelectualidad cubana como “el quinquenio gris” y también como “la larga noche”. 1971 es el año del “caso Padilla”. De los tres jurados cubanos que premian junto con los extranjeros el libro de Heberto Padilla Fuera del juego, Lezama y Manuel Díaz Martínez caerían en desgracia. De paso se hizo un gran escarmiento en el que todo intelectual cogería su ramalazo. Lezama cesó en su cargo de vicepresidente de la UNEAC. Había aparecido en el escenario cubano el nombre de Villa Maristas, sede de la policía política cubana. Apareció también una nueva frase para designar a los sancionados, los que no podían publicar, ni firmar ningún trabajo: en adelante serían “los intelectuales del silencio”. Lezama se retrajo y casi se enclaustró en su casa de Trocadero, donde había vivido desde la edad de 19 años. A la muerte de su madre se casó con su prima María Luisa, que lo apoyó y lo quiso con un amor admirable. En su casa de Trocadero recibía a sus amigos. Allí recibió de nuevo, después de un distanciamiento de años, a ese gran poeta y dramaturgo que fue Virgilio Piñera, otro “intelectual del silencio”, reanudando con más fuerza que nunca la vieja y valiosa amistad. [Foto: Escritorio de Lezama.]
En 1976 muere Lezama.
13. El sol, la muerte y el silencio
Una tarde de agosto de 1976 recibí una llamada de teléfono:
—Ha muerto Lezama —me decía mi esposo desde la funeraria de Calzada y K. —Falleció anoche, me lo acaba de comunicar Belkis (se refería a nuestra amiga la poetisa Belkis Cuza Malé).
Sentí un dolor muy fuerte en el pecho. No sabía que estuviera enfermo, no esperaba eso. Nunca había pensado en la muerte de Lezama.
Esa tarde subía con mi esposo en el ascensor de la funeraria y, no sé por qué, tenía miedo, estaba temblando por dentro y luchaba en vano contra un fuerte sentimiento de angustia. Lo velarían en la sala grande, la principal, la destinada a la oficialidad, a los héroes y a los personajes importantes. ¿Por qué? Manolo me había dicho que a las dos de la tarde sólo estaban dos funcionarios del Instituto del Libro. Ni siquiera había visto a María Luisa y el salón estaba prácticamente vacío. Abajo, en la sala donde se viste y prepara a los muertos, le estaban haciendo una mascarilla. Uno de los dos funcionarios del Instituto se había apresurado a advertirle a Manolo: “Se hizo lo que se pudo por salvarlo”.
Todo esto pensaba cuando el ascensor se detuvo en el último piso y la puerta se abrió. Nuestra sorpresa fue grande al ver el salón repleto. Mientras caminábamos muy juntos, nos percatamos de que todos nos miraban en silencio. Realmente todos nos mirábamos en silencio, asombrados de que, sin que hubiese habido ningún acuerdo previo, de la forma más espontánea y a pesar de nuestra vida retraída, casi de exilio interior, todos, absolutamente todos los conflictivos, los apestados, los “flojos” de la intelectualidad cubana estuviésemos allí. Allí estábamos los de La Habana y los del interior de la isla, los que quedaban de Orígenes, los de la Generación del 50, los “intelectuales del silencio”, los “caimaneros”, los coloquiales, los herméticos, los que hacían o habían hecho poesía social, los más nuevos, los que aún no tenían obra, junto a los músicos, a la gente de teatro, de cine, de televisión, del ballet y la danza…
Apenas nos sentamos se inició un murmullo bajo y cargado de ansiedad, que se interrumpía con la llegada de cada nuevo apestado y que se reanudaba tan pronto el recién llegado se incorporaba al grupo. Esta combinación de pausa-murmullo se repitió toda la noche. El sepelio sería a las diez de la mañana siguiente.
A medida que iba acercándose la hora del entierro, crecía la tensión. La expectación era grande porque aquella enorme cantidad de gente no convocada se había ido agrupando guiada por su instinto y ahora, de un lado, estaban los oficiales y, del otro, los apestados. A las nueve de la mañana empezaron los movimientos habituales para sacar el féretro. Se retiraron las numerosas coronas. María Luisa no lloraba. Algunos tomaron el ascensor; otros bajamos por la gran escalera de mármol que da al vestíbulo. Las puertas de cristal estaban abiertas y salimos a la calle.
Alrededor de las diez ya estábamos todos junto al colosal arco ecléctico que da acceso al cementerio de La Habana, cuyos jardines verdes contrastan con la blancura de los ingeniosos monumentos de mármol, pródigos en esculturas paganas y cristianas, porque allí conviven ángeles y cupidos, madonas y muertos que por sus milagros han merecido pasar a la posteridad. Hacía un espléndido día de agosto, lozano, tranquilo y soleado. Esperábamos la carroza fúnebre, que llegó puntual y silenciosa. Caminábamos a su lado, y sólo se escuchaba el roce de nuestros zapatos contra el suelo asfaltado del sendero y, a veces, el canto de algún pájaro en la arboleda. En la capilla, el Padre Gaztelu ofició el responso. Luego emprendimos de nuevo la marcha en el más total mutismo. La caravana del silencio, bajo la claridad del sol, que lo acompañó hasta el último momento, se detuvo frente a la sepultura abierta. Lezama descendía. Reposaría junto a su madre. Se escuchaba algún sollozo ahogado de Chantal. Entonces habló Cintio Vitier: “Damos sepultura a un cubano intachable…”
Yo me acordaba de algo que pudo ser la respuesta del poeta:
—Ya tengo el tokonoma, el vacío, la compañía insuperable.
5 comments:
Bien lo dices al principio: este texto es una autentica joya que da a conocer a un Lezama terrenal, o lo mas terrenal de Lezama.
(Conoci la obra plastica de Ofelia en 1990, en Carolyn's Gallery, una de las galerias pioneras de Ponce de Leon, en Miami, que no se si existe todavia. Eran unas piezas pequenas y casi infantiles, pensaba en aquel momento, que al darles una segunda "lectura" me ponian irreparablemente nolstalgico. Queria comprar una, pero no podia en aquellos tiempos).
Que delicia comenzar un domingo con esta lectura.
Saludos, Abicu. Y, sobretodo, gracias por este post.
Conocí a Ofelia y Manuel Díaz Martínez en Cuba, brevemente, por los días de la Carta de los Diez. Este texto es una joya. Gracias por colgarlo aquí. En la foto donde Lezama lee no es Eloísa la que aparece en la puerta, es María Luisa, su esposa, a la que conocí y visité, fue una mujer sumamente amable conmigo.
Requetehermoso, Pomar. Gracias.
Zoe no sabe leer. El texto dice clarito que la de la foto es María Luisa, la esposa de Lezama.
¡Y después quiere escribir!
Las pinturas que viste eran de su hermana Hortensia Gronlier, pintora, que vivía en Miami.
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