Monday 12 March 2007

La incómoda lucidez de un suicida

El castrismo a la luz del testamento de Miguel Ángel Quevedo
Por Jorge A. Pomar, Colonia

"Conocerás a los hombres, víctimas de los males
que ellos mismos se infligen. Ciegos a los bienes
que les rodean, que no oyen ni ven, son pocos
los que saben librarse de la desgracia".

Pitágoras, Samos 572-497 a.C.

Agonía de Bohemia

El 12 de agosto de 1969 se suicidó en Caracas Miguel Ángel Quevedo de la Lastra, último director (y dueño) liberal de
Bohemia, otrora el semanario ilustrado cubano de mayor circulación en Iberoamérica. En la Isla llegó a ser tan popular que, pese al descrédito de la versión actual, aún se usa su nombre como sinónimo de revista. Con una tirada anual de 200 mil ejemplares, que en su época de apogeo (1940-1959) alguna vez llegó al medio millón y al millón, Bohemia era de todo: semanario de actualidades, de historia y literatura, de divulgación científico-técnica y filosófica, y revista del corazón, a la vez que prensa amarilla. Fundada en 1908 por su padre, Miguel Ángel la heredó en 1927, siendo su director hasta 1960.

Bohemia daba voz en sus páginas a intelectuales del patio y el extranjero, de todas las tendencias. Único requisito: la calidad. Sus francotiradores le apretaban las tuercas sin falta al gobernante de turno, ponían al descubierto, a menudo exagerándolos, escándalos y corruptelas. Igual se respetaba el derecho de réplica de los aludidos, lo que generaba apasionadas controversias. Por lo general, no había represalias, aunque en épocas turbulentas la redacción veía suspendida alguna que otra edición. Bohemia fue también acosada por los censores de Batista (y Saldívar, Fulgencio, presidente constitucional 1940-44, dictador 1952-1959).

Pero, para que se tenga una idea de cuán laxa era la censura batistiana: en la tirada del medio millón, de 1958, figura una carta de Fidel pidiendo mayor cobertura al accionar de sus guerrillas. En las cárceles no había periodistas y el único intelectual asesinado de que se tenga noticia fue el doctor Pelayo Cuervo (su cadáver apareció a orillas del Laguito), que no lo fue por sus opiniones sino por su militancia activa en la clandestinidad. (Dicen que, al ser informado del crimen, Batista comentó cínicamente: “Está muy bien muerto pero muy mal matado”.)

Bohemia fue la publicación periódica que más influyó en el vuelco de la opinión pública que a fines de 1958 dio al traste de golpe y porrazo con la dictadura y, de paso, con la democracia que Quevedo pretendía defender frente a aquella. Sus sensacionales reportajes con secuencias fotográficas de cadáveres acribillados y cuerpos torturados contribuyeron a inclinar la balanza a favor de la oposición armada.

Tras el triunfo rebelde en enero del 59, retroalimentado por la euforia popular, Quevedo rompe definitivamente el tradicional equilibrio del semanario para emplearse a fondo, de buena fe, en la tarea publicitaria de tejer la leyenda negra del batistato, olvidando la del Movimiento 26 de Julio (M-26-07), cuyos secuestros y atentados terroristas habían sido censurados por Bohemia: en una sola noche los “comandos de acción y sabotaje”, que empleaban también adolescentes como William Soler (14 años) y Urselia Díaz Báez (18), muertos mientras colocaban petardos, habían hecho estallar cien bombas en sitios públicos de la capital porque el país estaba “de luto” y nadie tenía “derecho a divertirse”.

Esa parcialidad histórica, asociada al enfoque antisistémico contra el
ancien régime, haría cortocircuito con la difusión acrítica de otro constructo fatídico: el mito de Fidel Castro como encarnación de un ideario martiano supuestamente frustrado. El poeta marxista Rubén Martínez Villena (1899-1934), marcando la ruptura entre la tradición liberal-conservadora de los “generales y doctores” mambises --que cierra con la caída del machadato-- y la época de la subversión radical y el mito antiimperialista, había resumido en vibrantes versos aquel sueño mesiánico en su famoso poema “Mensaje lírico civil”:

Hace falta una carga para matar bribones,
para acabar la obra de las revoluciones[…]
para limpiar la costra tenaz del coloniaje […]
para que la República se mantenga de sí,
para cumplir el sueño de mármol de Martí.


A todo lo largo del año 59 la revista
Bohemia acentúa la nota chauvinista, respalda a ciegas los decretos revolucionarios y glorifica la gesta guerrillera, editando uno tras otro números hagiográficos anunciados por sugerentes carátulas con retratos de comandantes (Fidel, Camilo, Che) nimbados por halos de santidad. Paralelamente, hace la apología de los incesantes fusilamientos de reales y supuestos sicarios de Batista, al tiempo que apoya o pasa en silencio la atmósfera de “circo romano” prevaleciente en aquellos juicios sumarísimos con testigos de cargo a menudo falsos.

Pero las señales de error y terror van en aumento. Se agudizan los conflictos al interior de las organizaciones revolucionarias y con el primer gabinete burgués de la Revolución, reaparecen las guerrillas y los sabotajes, los sindicatos pierden su independencia y, tras el simulacro de renuncia de Fidel en julio del 59, dimite el flamante presidente Manuel Urrutia Lleó, que enseguida se asila y es sustituido por otro presidente nominal de origen burgués: Oswaldo Dorticós (1959-1976, acabaría suicidándose en 1983 después de haber cedido la plaza a Fidel).

A la estampida de los batistianos siguen el éxodo masivo de la alta burguesía y las clases medias, deserciones y alzamientos de oficiales rebeldes, fugas de intelectuales... Tras el arresto del comandante Huber Matos, acusado de “alta traición”, desaparece misteriosamente el 28 de octubre el más popular de los jefes guerrilleros: Camilo Cienfuegos. Aunque Fidel jura y perjura no ser comunista, es un secreto a voces que la Revolución gira aceleradamente hacia la extrema izquierda.

Pero ya no hay vuelta atrás para la prensa: el otrora poderoso “cuarto poder” ha perdido su autonomía. Se hace sentir cada vez más en la redacción de
Bohemia la labor de zapa del historiador Enrique de la Osa, a quien Quevedo atribuye la “diabólica” invención de los veinte mil mártires, un ardid propagandístico para justificar la orgía de sangre del Che en La Cabaña. Las nuevas autoridades confiscan la revista.

En lo adelante, cada vez que el director pone reparos a algún texto tendencioso, el comisario voluntario De la Osa lo chantajea: “Eso ya lo leyó Fidel”. Quevedo saca sus conclusiones: o se tira a tiempo del tren en marcha del castrismo o lo apean a la fuerza rumbo a la cárcel o al paredón, entre cuyos huéspedes menudeaban los “traidores”. El 18 de julio de 1960 se asila en la Embajada de Venezuela.

“Culpables fuimos todos”

En lo sucesivo, sufriría como pocos los avatares de una de las diásporas más denostadas de la historia universal después de la hebrea. “Me mato porque Fidel me engañó”, confiesa en su testamento. En verdad, lo hacía porque, como tantos compañeros de viaje del castrismo, más bien se había dejado engañar, y otros no menos culpables que él le estaban pasando la cuenta en el exilio. Ante la crueldad de esta nueva ironía del destino, opta por el suicidio. He aquí como describe su estado de ánimo justo antes de poner fin a su existencia:

Yo no niego mis errores ni mi culpabilidad, lo que si niego es que fuera “el único culpable”. […] Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en día muy difíciles.

A partir de ahí inicia un demoledor análisis de la causas históricas y psicosociológicas del triunfo castrista, enumerando los factores humanos que coadyuvaron a la debacle republicana hasta llegar a una conclusión irrefutable:

Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores […] Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad. […] Por acción u omisión. […] los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. […] los curas de sotana roja que mandaban a los jóvenes para la Sierra Maestra a servir a Castro y sus guerrilleros. […] El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo.

Paradojas del destierro

Aparte del ostracismo, pesaron en su fatal decisión otras dos paradojas del desterrado reacio a los condicionamientos de la política local y a las eternas querellas de la Diáspora: 1) el dolor de sentirse estigmatizado por ex colegas y amigos; 2) la tenaz campaña de deslegitimación orquestada en su contra por correligionarios extranjeros a quienes sarcásticamente llama:

…titanes de esa "Izquierda Democrática" que tan poco tiene de "democrática" y sí de "izquierda". Rótulo Betancur [sic., Rómulo Betancour, presidente de Venezuela], Figueres [José, presidente de Costa Rica], Muñoz Marín [Luis, gobernador de Puerto Rico]. Cuando se convencieron que yo era anticomunista, me demostraron que eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del tercer mundo”. El mundo de Mao Tse Tung.

La alusión al Gran Timonel en relación con la izquierda democrática es el quid del análisis retrospectivo de Quevedo, quien establece nexos causales entre esa difusa amalgama de izquierdismo-culto a las armas-mesianismo-antiimperialismo que, como hemos visto, desde la época de la resistencia clandestina contra el dictador Gerardo Machado configuraba un imaginario revolucionario latente, de una parte, y el riesgo de deriva totalitaria, de la otra. Con todo, siendo la segunda paradoja del demócrata exiliado en Occidente la menos dolorosa, se desquita de esos ingratos líderes extranjeros con un par de frases de despecho.

En cambio, frente al ataque de sus compatriotas, que no sólo lo desarmaba moralmente sino que --a su juicio, aplicado a distintas categorías de exiliados, impedía la expansión del movimiento anticastrista-- el ex magnate mediático reacciona arremetiendo contra todos aquellos diletantes que, al igual que él, habían empujado desaprensivamente a la Isla a la catástrofe. Como aprendiz de brujo revolucionario, él tampoco le había visto, o querido verle, la carta en la manga al antiguo pistolero del “bonche” estudiantil metamorfoseado en instancia moral de la nación a raíz del controvertido (los comunistas del PSP lo condenaron en su momento como “aventurerismo blanquista”) asalto al Cuartel Moncada. Sin embargo, sobraban datos biográficos para distanciarse a tiempo de aquel joven demagogo de perfil griego, y Quevedo insiste en recordárselo a título póstumo a sus desmemoriados ex colegas:

Los periodistas conocieron la hoja penal de Fidel, su participación en el Bogotazo comunista, el asesinato de Manolo Castro, y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.

Lucidez suicida

El aspecto más sobresaliente en su arranque de lucidez suicida es el reconocimiento de que el poder de seducción del discurso de la violencia castrista estribaba en el dato incontrovertible de que, en el fondo, Fidel no había hecho otra cosa que traducir al lenguaje bélico las moralinas de tribunos como Eduardo Chibás, José Pardo Llada, Manuel Bisbé, Agustín Camargo, Raúl Roa, Pelayo Cuervo, etc. ¿No había sido el inefable Bisbé aplaudido a rabiar por los ortodoxos cuando exclamó en 1947 aquello de que “Si en 45 años de República nos ha ido tan mal con los cuerdos, vale la pena que probemos con un loco”? Bisbé se refería a la candidatura del siempre truculento Chibás, cuyo espectacular suicidio radiofónico cinco años después (por no haber podido cumplir la promesa solemne de probar una acusación suya que jamás ha sido corroborada) dejaría el escenario listo para la aparición de un émulo violento mucho más eficaz: Fidel Castro.

De Fidel, por tanto, se puede decir lo mismo que de Hitler: no inventó nada que no estuviera ya inventado. A lo sumo, acertó a ensamblar las piezas dispersas de una maqueta subversiva previamente diseñada. Llama la atención el detalle, aparentemente fuera de contexto, de que Quevedo incluyera entre los ídolos del pueblo a Antonio Guiteras (1909-1935), el “tiratiros” por antonomasia de la Revolución del 33, bestia negra de Batista y precursor de Fidel. Históricamente, el triunfo castrista era en buena medida el coletazo del Leviatán de la violencia revolucionaria, enquistada en la Universidad de La Habana (UH) y extendida al resto de las escuelas de enseñanza media y superior en casi toda la Isla.

¿Cómo explicar, si no, que sendos grupos de estudiantes asaltaran la segunda fortaleza militar del país en Santiago de Cuba y el fortificado Palacio Presidencial en la capital? Detrás de ambos estaba --se sabía y denunció ya entonces-- el gansterismo político de derecha e izquierda. El de derecha quedó acéfalo a resultas del fallido asalto a la sede presidencial; el de izquierda, encabezado por el astuto Fidel, se haría fuerte en la Sierra Maestra y, a la postre, gracias a una mezcla de suerte y habilidad, se ceñiría en exclusiva los laureles de la victoria.

Pero, a pesar de la posesión de armas de combate y el hábito de las prácticas de tiro en el estadio de la UH, posibilitados por la perversión del concepto de autonomía universitaria, ninguno de aquellos dos comandos suicidas (ni el desembarco del yate “Granma” en 1956), habría sido concebible sin las prédicas delirantes de los tribunos catastrofistas, quienes pintaban invariablemente a la Segunda República como un gigantesco establo de Augias que urgía limpiar de manera drástica (Cuba era, según el socorrido aforismo, “una puta a la que hay que meter en cintura”) y glorificaban al llamado “hombre de acción”, sugiriendo de manera explícita o implícita el recurso a las armas.

Un factor concomitante, efecto del descrédito de la clase política, sería el apoliticismo, la desidia de las clases dominantes, confiadas en que Estados Unidos no permitirían un triunfo subversivo en su traspatio latinoamericano. Tarde comprendieron este otro axioma de la época: “La política es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos”. Mucho menos para dejarlo al arbitrio de sus propios hijos imberbes, que en la práctica fue lo que, para su mal, hicieron.

Así las cosas, todas las premisas estaban dadas para que lo que vendría después. En fin, lo que no debió haber ido más allá del usual rito de paso generacional de la pubertad a la edad adulta, más o menos aparatoso (discursos, mítines, manifestaciones callejeras, gestos simbólicos como desfiles de antorchas, entierro de la Constitución, etc.), de la nueva hornada estudiantil, acabó degenerando en revuelta antisistema. Faltaba el líder carismático. Por desgracia, apareció en el momento adecuado. Lo demás hay que anotárselo a las circunstancias, y a la buena estrella de Fidel Castro.

Aquellos profetas de la subversión, colaboradores asiduos de
Bohemia (y de una docena larga de periódicos de primera línea en un país de apenas 6 millones de habitantes con una de las redes mediáticas más densas del planeta), se regodeaban en describir la política republicana empleando un vocabulario cloacal. He aquí cómo los caracteriza Quevedo:

Los periodistas […] llenaban mi mesa de artículos demoledores contra todos los gobernantes, buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme de los 'oposicionistas sistemáticos'. Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos.

“Fecalización mesiánica”

Esa retórica capciosa congeniaba con las metáforas escatológicas de una influyente pléyade de escritores progresistas. Sin hablar ya de los Luis Felipe Rodríguez, Onelio Jorge Cardoso, Dora Alonso, Nicolás Guillén, Samuel Feijóo o Félix Pita, que eran claramente de izquierda, hasta un Miguel de Marcos (1892-1954) --de cierto el narrador más bonachón de la República, de la que traza una sátira autocomplaciente-- hiperboliza en su novela
Papaíto Mayarí (1946) las lacras republicanas bajo la presidencia de Ramón Grau San Martín (1944-1948). Leamos un pasaje

Grau se defeca en la Constitución todos los días, y nadie hasta ahora muestra inquietud por esa disentería persistente y en abanico. Tal vez sea tarde cuando se adviertan los estragos de esa fecalización mesiánica. […] Olvidemos esa diarrea apostólica sobre la Carta Fundamental. […] quiero decir, esas supermojonadas. […] todo tiende a la podredumbre en un país podrido.

El tiempo le daría, trágicamente, la razón a De Marcos en cuanto a los efectos nefastos de aquella “fecalización mesiánica”, de la que se hacía eco. Pero lo interesante al objeto de este artículo es que el novelista pinta en términos insuperablemente sórdidos el período auténtico anterior al batistato. De que exageraba los desfalcos del primer gobierno auténtico, sirva de botón de muestra el siguiente dato: el ex presidente Grau murió en Cuba en 1969 sin más fortuna que su auto y su mansión, no habiendo sido jamás molestado por la draconiana justicia castrista. En fin de cuentas, aquellas corruptelas, escándalos e inestabilidades eran fiel expresión política de la mentalidad criolla.

La hipertrofia naturalista en literatura, que tenía su correlato lúdico en la simulación masoquista del antihéroe del bolero “de bares y cantinas”, se da de la mano en los años 50 con la imaginería efectista de un John Dos Passos, la autocompasión existencial a lo Camus-Sartre, el patetismo neorrealista italiano y la boga marxista de posguerra, para que nuestros narradores, siempre en pos de las últimas corrientes occidentales, pinten el lienzo lúgubre del pasado que aún sirve de telón de fondo a la propaganda castrista.

Pero el leimotiv de la “Cuba que sufre” cuadraba mal con la alegría de vivir del criollo durante el período republicano. Justamente en virtud de ese rasgo hedonista del ambiente insular un Ernest Hemingway deposita su medalla del Nobel en el santuario de El Cobre en 1954, o sea, en plena dictadura batistiana. Lejos de irse “a bolina” como quería Raúl Roa, las conquistas sociales de la Revolución del 33-39 habían inaugurado el lapso de mayor prosperidad en toda la historia de la Isla hasta nuestros días.

Sin embargo, la metáfora del muladar nacional será el eje del imaginario con que nuestros intelectuales encaren la rebelión antibatistiana. Que la llamada “seudorrepública” distaba mucho de ese diagnóstico de terapia intensiva, lo demuestra, amén de una simple ojeada a los anuarios estadísticos de la época, cualquier lectura de la nada parcial enciclopedia
Historia de la Nación Cubana (1952), de Ramiro Guerra, Emeterio Santovenía, et allii.

La mentira se confirmaría después de la victoria castrista. Entre otros sucesos reveladores, con la censura oficial del cortometraje
P.M., donde Sabá Cabrera Infante, el hermano del célebre Guillermo, rueda a cámara alzada un día cualquiera a fines de 1960 secuencias de la animada vida nocturna habanera, que aún no había perdido su encanto prerrevolucionario: personajes humildes, en su mayoría negros y mulatos de solar, de cuello y corbata, estanterías bien surtidas, modales civilizados, música y baile, desenfado... Escenas que, según el cristal con que se miren, pueden interpretarse como felicidad o decadencia. Nuestros literatos, al menos en sus libros, aún afectan creer lo segundo.

El pudoroso Lisandro

A modo de ejemplo, he aquí cómo Luis Dascal, el protagonista burgués de la novela del entonces pudoroso Lisandro Otero
La situación (1963), sumando mojigatería lacrimosa y autocompasiva al bufo fecalista de De Marcos, describe el ambiente habanero de cara al golpe de estado del 10 de marzo recién consumado:

Nada realmente importante ha pasado hoy, pensó Dascal, nada importante, nada que pueda alterar esta isla florecida de caña, sumergida en un mar de mierda, flotando hacia la nada, cubierta de relajo, orgasmo y fetiches, devota del azar, quebrada por la ineficacia, sucia de ansiosa violencia… Nadie se siente bien y esto que es lo otro, es lo mismo: con su Prío [Carlos, presidente 1948-52] de todos los días y su Batista para amanecer y siempre un Machado [Gerardo, 1925-33], un Grau, un Zayas [Alfredo, 1921-1925] para romperlo todo y gastarnos la vida que se nos va. Aquí no ha pasado nada.

En efecto, “nada realmente importante” para los intelectuales (y para el pueblo llano y las más bien muertas “clases vivas”) había ocurrido. Tanto que los siete años de dictadura subsiguientes serían la época dorada de la literatura contemporánea en la Isla con una floración de talentos nunca antes vista. El cambio “realmente importante” se produciría poco después del ansiado triunfo revolucionario. Aplicándole al pie de la letra a aquella decadencia sociopolítica las recetas de convento insinuadas por el autor de La situación, el Comandante en Jefe optó por una terapia intensiva de doble carril: por un lado, se declaró a sí mismo autócrata vitalicio, suprimiendo para siempre aquella, para Lisandro, irritante alternancia de mandatarios venales.

Por el otro, acabó con el “relajo” documentado en
P.M. y proscribió los “fetiches” (léase orishas afrocubanos) y el “azar”, reemplazándolos por el ateísmo y la planificación central. En suma, logró que los plebeyos se sintieran al fin “bien” marchando en los batallones de milicia o haciendo trabajo voluntario. Tras la equívoca luna de miel entre pueblo, intelectualidad y castrismo, vendría el desencanto. Pero para entonces ya Fidel tenía a todo el mundo “atado y bien atado”.

Todos revolucionarios

Cualesquiera hayan sido los móviles personales de Batista en 1952, lo cierto es que, al hacerse con el poder manu militari, respondía él también --si bien no en clave antisistémica, como un septenio más tarde haría Fidel-- a esa cultura de la queja inculcada a la población como un reflejo condicionado frente a una decadencia nacional más virtual que real. Un constructo fabricado por periodistas, tribunos y literatos, y esgrimido por casi toda la clase política, incluido el propio Batista.

En su primer mandato constitucional (1940-1944), pese a abusar de la retórica nacional-revolucionaria, Batista demostró que dominaba el difícil arte de aliarse con los comunistas manteniéndolos a raya. (Irónicamente, sucumbió junto con la República cuando sus antiguos aliados marxistas del PSP se pasaron súbitamente al bando castrista, arrastrando consigo al reticente movimiento obrero. Como los militares, la mitad larga de ellos pagarían caro aquel cambio de casacas a última hora.)

De hecho, el general tenía sus razones para considerarse a sí mismo un revolucionario: bajo su égida la Constitución del 40 le había conferido a la Segunda República un cariz socialdemócrata que los dos gobiernos auténticos siguientes apenas desvirtuaron. Por lo demás, el nombre del “Partido Revolucionario Auténtico” denotaba una presunta traición al ideario martiano de la Revolución del 33. Bien mirado, todo el espectro político cubano desde Machado, que era nacionalista y también concebía su régimen despótico como una revolución, reclamaba para sí esa dudosa tradición. Sin embargo, Cuba, a pesar de su creciente prosperidad, decadente y dependiente según la realidad virtual al uso, estaba urgida de un cambio radical, cambio que en buena ley no podía ser muy distinto del que trajo consigo el castrismo.

Digresión germánica a modo de comparación

Pero, ¿requería una revolución social, por ejemplo, la pujante Alemania del “milagro económico”? Vaya ocurrencia, pensará el lector. Sin embargo, así lo pregonaban filósofos de la Escuela de Francfort como Marcuse, Adorno, Horkheimer, Habermas… Bajo su tutoría, los estudiantes de la revuelta del 68 se propusieron seriamente la meta de derribar el “estado de derecho social” nada menos que durante la fase de consolidación los gobiernos socialdemócratas de los cancilleres federales Willy Brandt y Helmut Schmidt para instaurar… ¡un socialismo de corte maoísta! El “realmente existente” de Europa del Este había sido declarado obsoleto por aburguesamiento.

Fotografías de la época muestran a cantidad de mozos melenudos con barbas grecorromanas a lo Che Guevara. Líderes juveniles como Daniel Cohn-Bendit, alias “Dani el Rojo” y Rudi Duschke, alias “Rudi el Rojo”, predicaban vehementemente la violencia revolucionaria. Balbuceaban para ello el mismo abstruso galimatías marxistoide en versión deconstructivista del que salió el título de la famosa monografía de Régis Debray
Revolución en la revolución (1968).

Según la tesis de ambos, la universidad debía ser el centro motor de la “revolución anticapitalista”. Aquellos iracundos chicos burgueses partían de una realidad virtual en la que creían a pies juntillas. La orden “¡Ahora golpeen!” impartida a la gendarmerie por Charles De Gaulle le dio el tiro de gracia en cuestión de semanas a la revuelta estudiantil en París, marcando casi al unísono su declive en Alemania y el resto de Europa Occidental.

Años más tarde la llamada Fracción del Ejército Rojo (RAF en alemán) pondría bombas, secuestraría y mataría en Alemania en nombre de aquel ilusionismo juvenil. Por suerte para la clase social de la que provenían sus belicosos militantes, a diferencia de nuestro estudiantado rebelde de 1952-1959, fracasaron en su demencial empeño. Cohn-Bendit aprobó suma cum laude su agresivo rito de paso generacional: copresidente por Los Verdes en la Eurocámara. Duschke, el más noble de los dos, moriría asesinado por un fanático. Sus últimas palabras al caer abatido: “¡Mamá, mamá!” Los cuatros dirigentes de la RAF se suicidaron (o “los suicidaron”, según la versión alternativa) simultáneamente en la prisión.

En suma, admitiendo de antemano que la RFA no es Cuba y abundan las diferencias, todo lo que pretendemos decir con tan sorprendente comparación se reduce a esta perogrullada: mayo del 68 prueba que para que prospere un movimiento anticapitalista no es imprescindible la existencia de un régimen dictatorial o ultraconservador, de desigualdades sociales o corrupción generalizada. (La prueba irrefutable de que esto es así es nuestra propia Isla donde, a pesar de la ruidosa bancarrota del castrismo, no hay señales de rebelión.) El éxito o fiasco dependen más bien de una concurrencia de fenómenos psicosociales colectivos con circunstancias favorables.

En Alemania no se dio tal concurrencia; en Cuba, sí. Por lo demás, la ideología tercermundista de la sesuda Escuela de Francfort era un calco de la matriz castrista. El factor decisivo es de orden subjetivo. Es decir, como en el caso cubano, tiene mucho que ver con la activación de un imaginario subversivo latente susceptible de activarse en ciertas coyunturas muy concretas del país en cuestión, lo cual refuta la tesis central del determinismo histórico.

Sangriento ciclo macbethiano

Con su golpe del 10 de marzo Batista simplemente propició la activación del imaginario nacional cubano, luego hábilmente instrumentado por Fidel. La tez del dictador --a quien la progresista
Bohemia y el conservador Diario de la Marina, entre otros, caricaturizaban como el “mono encaramado en la mata” o el “Reyecito Criollo”, bembón y aindiado, para más señas--, su indudable carisma, su condición de self-made leader de una mulatocracia en ascenso en país mestizo de élite blanca ancestralmente recelosa del negro, su origen humilde y su programa socialdemócrata, el hecho de venir precedido por una fama de hombre fuerte (no lo habían sido ni Grau y Prío) y buen administrador (lo habían sido también Grau y Prío), el descontento popular con la corrupción generalizada, el apogeo del gansterismo durante los dos gobiernos auténticos precedentes (al que pondría fin) y, a modo de colofón, el absurdo suicidio de Chibás, entre otros factores, todo se conjugó para que el cuartelazo del 10 de marzo de 1952 dejara indiferentes a las masas populares.

Así, pues, no las luego sobreañadidas causales sociopolíticas, que existían en la Cuba de entonces, en la de hoy y en cualquier otro país, sino la ruptura del orden constitucional, talón de Aquiles de Batista, sería la baza de triunfo en manos de un Fidel que planea a largo plazo. Según la estrategia oculta del jefe guerrillero, el derrocamiento del dictador es sólo la primera etapa de su lucha. Su meta final desde el principio consiste en destruir el sistema. Con todo, el castrismo jamás habría logrado inclinar a su favor la balanza de la opinión pública sin la consistente instrumentación mediática del sangriento ciclo macbethiano de acción y reacción generado por el cuartelazo del 10 de marzo del 52.

Aquí jugaría un papel determinante la leyenda del “comportamiento ejemplar” (falso, pues practicaron el terrorismo y “ajusticiaron” a numerosos chivatos y “traidores”, menores de edad incluidos) de las guerrillas urbanas y rurales, que Guillermo Cabrera Infante contrasta con la sádica crueldad (cierto, torturaban y asesinaban, arrojando los cadáveres de las víctimas a la cuneta de las carreteras) de las fuerzas represivas en su novela Vista del amanecer en el trópico, Premio Seix Barral 1964. Significativamente, el más famoso de los renegados literarios del castrismo, quitándose la venda de los ojos, no tardaría en repudiar la obra como un “libro políticamente oportunista”.

Estados Unidos inclina el pulgar

Ante la galopante pérdida de popularidad del régimen de facto a mediados de 1958, el Gobierno norteamericano reacciona como de costumbre cuando la subversión parece no poner en peligro sus intereses o no huele a comunismo: inclinando el pulgar o, lo que venía a ser lo mismo, cortándole sin más los suministros a unas Fuerzas Armadas ya desmoralizadas, cuya plana mayor prestaría enseguida oídos a las añagazas de Castro. La suerte estaba echada.

Los norteamerianos pagarían caro aquel cambio de casacas a última hora. La suerte estaba echada… En retrospectiva, tal vez a modo de desagravio por las injurias de Bohemia, Quevedo se identifica con aquellos militares, traidores a su vez traicionados. Su alegato contra Estados Unidos descarta el axioma fundamental de la historiografía castrista, que presenta al batistato como una tiranía --recordemos que eso mismo se decía de todos los gobiernos constitucionales precedentes-- impuesta y protegida por Washington:

Fue culpable Estados Unidos de América, que se incautó de las armas destinadas a las Fuerzas Armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros. Y fue culpable el State Department, que apoyó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.

La frase final es un dislate: imposible que una administración tan conservadora como la de Eisenhower-Nixon apoyase semejante conjura a sabiendas. Sencillamente, el Departamento de Estado apostó por lo que, a juzgar por las evidencias, era ya la voluntad mayoritaria de los cubanos. Siguiendo la actual divisa de Bush en el sentido de que el futuro de la Isla “está en manos de los propios cubanos” --lo cual es otro soberano disparate, pues los aludidos no están condiciones de decidir nada--, los dejaron hacer y deshacer a su antojo. Por desgracia para los “gringos” (por una plaza en cuyas fábricas se desvivía el proletariado criollo, del mismo modo que hoy vota con los pies por el “norte revuelto y brutal”) y para nosotros, se cumplió el viejo refrán: el bueno por conocer salió peor que el malo conocido.

¿Se arriesgarán a jugar la misma carta con Raúl Castro? Es probable, sobre todo si el Hermanísimo se lo propone. El resultado sería, irónicamente, una vuelta al batistato en versión totalitaria, con la ventaja para la Casa Blanca de poder apoyar al nuevo déspota y asegurarse de paso --para nuestro bien y el de ellos, que al menos pagarían el trabajo de los petroleros cubanos mejor que el estado castrista y los consorcios chinos o españoles-- el control las enormes reservas de hidrocarburos en la costa norte de la Isla, sin exponerse a las críticas de la izquierda. Retruécanos del destino o “al que no quiere caldo le dan tres tazas”…

Quienes, en cambio, ya sea por pura novelería o prejuicios doctrinarios, sí actuaron por motivaciones parecidas a las que Quevedo atribuye al Departamento de Estado, fueron la mainstream de la prensa y la intelectualidad norteamericanas, y desde luego el ala “liberal” (izquierda) del Partido Demócrata. De hecho, la exaltación mediática del castrismo arranca con la famosa entrevista concedida el 17 de febrero de 1957 a Herbert L. Mathew, el editorialista del New York Times que se dejó embaucar por la ficción de ejército guerrillero escenificada por Fidel (a quien retrata como “el Robin Hood de las Américas, un joven y valiente líder que lucha en defensa los pobres y oprimidos”) y alcanza su apoteosis después del triunfo rebelde en 1959. Aún hoy en su lecho de muerte está lejos de amainar por obra y gracia de la idolatría de la farándula hollywoodense, encabezada por halalevas de Oliver Stone.

Por tanto, la diferencia esencial entre la Casa Blanca y la prensa “progresista” norteamericana con respecto a nuestra Isla apenas ha experimentado algún cambio. La primera, demócrata o republicana, sigue siendo más bien obsecuente y tiende a querer para la Isla lo que nosotros: vivir como personas bajo un gobierno y un sistema a nuestra medida. O sea, con democracia hacia dentro y, hacia fuera, independencia relativa (nunca total, aspiración que, aparte de indeseable, sería ilusoria en un mundo globalizado).

En cambio, la segunda, masoquistamente “progre”, quiere lo que entiende que, dado nuestro bajo nivel civilizatorio, hemos de añorar los cubanos: un líder carismático al frente de alguna versión ligera del “mundo de Mao Tse Tung” que sirva de contrapeso regional a la --para esos filantrópicos periodistas “anti-anticomunistas” de un imperio vergonzante-- aborrecible hegemonía de Estados Unidos.

Catastrofismo histórico

El legado de nuestro ilustre suicida resulta profético de cara al exordio biológico de un régimen que ni siquiera ante la agonía de su creador prescinde del show publicitario. Quevedo dio en el clavo: el castrismo nació y sobrevive como una solución totalitaria a los males de una realidad imaginada. Como tal, en esta era de altas tecnologías digitales, de desaforada manipulación mediática de la realidad “objetiva”, de Babel posmoderna de los metalenguajes derridianos con sus malabarismos conceptistas, no es un anacronismo histórico sino una tendencia fuerte reflejada en el auge de la demagogia populista.

Consecuentemente, el subtexto de su carta de despedida a Ernesto Montaner se lee como un esfuerzo póstumo por corregir en los sobrevivientes esa fatídica combinación de visión unilateral de la Segunda República e imaginario subversivo, de factura mediática, que el autor ayudara a forjar cuando era un príncipe de la prensa.

Esa imagen catastrófica del pasado y ese inconsciente colectivo seudorrevolucionario, coartada principal del totalitarismo, son aún compartidos por la historiografía castrista y, lo que es peor, por un sector del exilio y la oposición interna. Sustenta, en perfecta retroalimentación recíproca, la visión edulcorada del régimen castrista en los medios de difusión occidentales, con los cuales --como hemos visto en el caso de Alemania-- interactúa.

De ahí la coherencia de la crítica-autocrítica quevediana como dolorosa, pero ineludible fórmula para superar las divisiones y coincidir en un programa democrático desprovisto de imaginarios lastres históricos y etiquetas político-ideológicas que, sin aspirar a la utopía, apenas excluya a recalcitrantes y criminales de ambos bandos.

Por desgracia, la reacción de los más ante su suicidio confirmó los temores de Quevedo: no sólo se ha arrojado su persona al desván de los engorros históricos sino que se ha puesto en duda la autenticidad del testamento, atribuyéndolo a la falsificación de un supuesto batistiano. La acusación sigue el clásico patrón conspirológico, habida cuenta de que, por un lado, entre Batista y Castro existe una relación secuencial, no así de causa y efecto.

Es absurdo acusar al segundo de haber desvirtuado los ideales originales de la Revolución y al mismo tiempo achacarle ese brusco cambio de agujas al primero. Sobre todo sabiendo que el núcleo duro del castrismo ocultó su credo comunista hasta que se sintió lo bastante fuerte como para poder proclamarla a los cuatro vientos. Si bien es verdad que el texto quevediano no demoniza a Bastista, no lo es menos que tampoco lo exonera. De hecho, aplica a Castro idéntico tratamiento, asignando el peso de la carga acusatoria al imaginario nacional y a la ingenuidad de los medios de difusión republicanos.

Ya hemos visto que Quevedo mide su propia falta personal con la misma vara. Pero, al ir más allá y aplicársela al pueblo entero, abandona la senda de lo “políticamente correcto”, transgrede el tabú maniqueísta inmanente al romanticismo histórico, trizando la piedra angular de todas las teorías populistas: las masas populares como tabla rasa, víctimas inmaculadas de un sistema intrínsecamente perverso, y el supuesto rol positivo de la intelectualidad en el proceso de liberación.

El veredicto quevediano de “culpables fuimos todos” presupone la imperfección de toda sociedad, recoloca de lleno la culpa donde aún hoy muy pocos quieren verla: en nuestra idiosincrasia nacional, en una conciencia y un inconsciente colectivos que aspiraban, aspiran aún, a la perfección utópica. Quevedo pone ex profeso el dedo en la llaga al concebir de manera implícita al batistato como parte de la continuidad republicana, haciendo énfasis en la viabilidad de una solución electoral a la crisis:
Fueron culpables Gobierno y la Oposición, cuando el Diálogo Cívico, por no ceder a llegar a un acuerdo, decoroso, pacífico y patriótico. Y los infiltrados por Fidel Castro en aquella gestión, para sabotearla y hacerla fracasar, como lo hicieron.

El reproche de sabotaje a la solución dialogada no es ninguna exageración: el electoralista ortodoxo Carlos Márquez Sterling salió ileso milagrosamente de varios atentados. Si Quevedo estaba en lo cierto, y había en efecto una salida pacífica razonable al conflicto, entonces la continuación de la lucha armada fue un acto irreflexivo que, en caso de victoria, a lo sumo sólo podía justificarse en parte post factum con el retorno a la legalidad constitucional o, en su defecto, implantando un nuevo orden superior a la dictadura y la República a la vez. No ha sido así en cerca de medio siglo, y no vale la pena gastar bitios intentando demostrárselo a quienes se niegan a comprenderlo.

A la luz de ese colosal fracaso, ¿cómo seguir considerando un mérito personal cualquier participación en la saga castrista antes o después de la victoria? La leyenda heroica de la resistencia contra Batista y la pretendida “fase romántica” de la Revolución Cubana sigue siendo hasta el sol de hoy el Arca de la Alianza gubernamental y el parteaguas de la oposición. Cuestionar ese mito equivale a privar al castrismo, y a más de un veterano anticastrista, de la Cruz de Hierro en su expediente patriótico.

Aquelarre en la UNEAC

El debate público suscitado por la prohibición de P.M. a principios de 1961 terminó el 6 de noviembre con la abrupta clausura oficial del suplemento literario Lunes de Revolución, donde Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante y el propio Lisandro, entre otros intelectuales de la izquierda liberal, intentaban poner en práctica los sueños originales de libertad civil y apertura cultural de la Revolución Cubana.

El lema de Fidel en junio de ese año a propósito de la polémica, “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, plagio de un discurso de Mussolini (de quien es también la manía de llamarle batalla a todo: “batalla del trigo”, “batalla de la lira”, “batalla de los nacimientos”, etc.), presagiaba, después del de la prensa libre, el “fuera de juego” también para los escritores. Al cabo de múltiples desencuentros, llegaría el ucase definitivo con el arresto del poeta Heberto Padilla en 1971 y el inicio de lo que Ambrosio Fornet bautizara, a su aire viciado, como el “Quinquenio Gris”.

A 36 años de aquel intervalo de represalias relativamente benignas (los castigos más fuertes para los intelectuales eran no poder publicar y/o ser obligado a laborar en una fábrica en una época en que, compárese, aún se fusilaba a diario y millares de presos políticos se podrían en la cárcel), gracias al cual los afectados se han ceñido a perpetuidad la corona de espinas del martirio, se vuelve a poner de manifiesto que pensamiento lógico, coraje civil y sentido autocrítico no son necesariamente virtudes de los más cultos. La intelectualidad cubana ha tocado fondo. Peor aún, se regodea a voz en cuello en los meandros de su propia abyección.

La servil cursilería de la carta a Fidel del recién celebrado Festival de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) --“Querido Gigante… Recupérese. Le queremos… Lo abrazamos con fervor revolucionario…”-- y el intercambio de emails de protesta entre escritores veteranos de la Isla (¡e incluso del exilio!) a propósito de la reaparición televisiva de los defenestrados policías culturales del “Quinquenio Gris” Luis Pavón y Carlos Serguera, indican cuán difícil le será exorcizar los fantasmas del castrismo a nuestra casta letrada, tan acostumbrada como está a patear hacia abajo y postrarse hacia arriba.

Notoriamente, no tocan a Lisandro, brazo derecho de Pavón en el Consejo Nacional de Cultura (CNC), el órgano que dirigió la represión contra los intelectuales entre 1971 y 1976. Tampoco mencionan el papel del hoy presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Carlos Martí, otrora segundo al mando en el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) del Partido del tronado Carlos Aldana, cuyo posible retorno como hombre fuerte de Raúl dicen temer. Por otra parte, el manejo de los conceptos en la disputa digital revela ignorancia supina o fanatismo consciente. Por ejemplo, el oxímoron “pensar desde la izquierda y la revolución”, que Arturo Arango dice preferir en su email del 6 de enero, encierra in nuce toda la dogmática estaliniana, gulag incluido.

Y es que nuestros escritores habitan, de oficio, en el reino estanco del mito y la prestidigitación verbal. Defienden sus intereses creados, no la libertad del creador, que en su concepto se reduce al derecho a la experimentación manierista, hueca, divorciada de todo mensaje inconformista. El escritor ya no es para ellos el “enemigo del estado”, como en la República, sino el cantor conforme, el cronista dócil del feudo castrista.

Por falta de un mínimo distanciamiento hacia el objeto de sus loas (la élite castrista), cumplen demasiado ramplonamente su misión de glosadores-racionalizadores-sublimadores del mundo virtual forjado por Fidel. Las reformas pragmáticas al estilo realpolitik china del sucesor que por fuerza deberá poner los pies sobre tierra podrían requerir como legitimación estética el enfoque más balanceado de la nueva generación literaria.

No obstante, a fin de sosegar a la alarmada grey cultural, que reclama la prórroga de su jaula dorada durante la sucesión, la dirección de la UNEAC fue, como era de esperar, oportunamente autorizada a cortar la resbaladiza polémica. Y lo ha hecho con frases que son toda una profesión de fe castrista: “La política cultural martiana, antidogmática, creadora y participativa, de Fidel y Raúl, fundada con el discurso ‘Palabras a los intelectuales’, es irreversible”, “agenda anexionista”, “trabajando obviamente al servicio del enemigo”, etc. Fraseología legible como un rotundo “Amamos las caenas” que a estas alturas da vergüenza ajena: el lenguaje jineterizado para decir justo lo contrario de lo que es y de lo que se siente.

Para que nadie se llame a engaño en el exilio, otra de las víctimas eternas del llamado “pavonato”, Miguel Barnet, diputado a la monocorde Asamblea Nacional del Poder Popular, ha dejado claro lo que entienden en la UNEAC por “unidad de la cultura cubana de las dos orillas” al dictaminar: “Los que estamos aquí y hemos vivido estos años, somos los indicados para lavar nuestros trapos, sean cuáles sean”. Dicho en otras palabras, los colegas del exilio, o se suman a la coral wagneriana de la UNEAC, o pierden su derecho a opinar en un debate exclusivamente reservado a los incondicionales. Barnet no deja un nicho honorable ni siquiera para la llamada “solidaridad crítica”. Tan intolerantes son estos burgueses conversos al marxismo.

No queda, pues, más remedio que concederles un sitial destacado en el “culpables fuimos todos” de Quevedo. Con la circunstancia agravante de que, a salvo de cualquier reproche de mediocridad intelectual (se la achacan rutinariamente a todo aquel que no comparta su fidelidad a la causa) no pueden alegar inocencia. Si no, cotejándolo con la cita anterior del mismo autor, juzgue el lector por este delirante panegírico de la cosecha del Lisandro reivindicado a golpe de mandarria antiimperialista de
La jiribilla:

Fidel Castro es uno de los grandes genios políticos de América. Es una figura que puede compararse a estadistas de la talla de Roosevelt, de Gaulle, Churchill […], o sea, el conductor de pueblos que tiene una clara idea de una estrategia a seguir y de un destino diáfano adonde debe dirigir a la nación. Fidel ha sabido comportarse con un decoro cívico y una dignidad en su cargo que nunca antes habíamos tenido en nuestra historia republicana. […] Entró en la vida cubana como un vendaval y su impronta renovadora será imborrable en la historia. […] Como decía el Che para ser revolucionario hay que ser estimulado por considerables impulsos de amor.

Ad maiorem gloriam Dei... O sea, donde antes, bajo la República se podía decir en principio no a todo, ahora lo saludable es proclamar lo contrario. Y se hace con entusiasmo. De ahí que la paradójica pataleta leal de las vacas sagradas de la literatura cubana apenas refleje su temor a que de pronto, en busca de legitimación fresca, al heredero y su cohorte de tecnócratas se les ocurra la malhadada idea de abrir la jaula de oro del castillejo cultural de 17 y H y ordenarles alzar el azaroso vuelo de vuelta a una libertad perdida que los más viejos usaron mal bajo Batista y ya es demasiado tarde --y sobre todo peligroso, lo intuyen-- para reaprender lo desaprendido. Se juegan el sustento y la bovina paz espiritual de las ovejas de lujo.

Por lo pronto el comunicado de la UNEAC ha disipado sus angustias, pero en tiempos de cambio que no acaban definirse podría suceder lo imprevisto. Algo se cuece en las alturas del Buró Político, y nadie sabe a ciencia cierta qué será. En todo caso, algunos creadores jóvenes, salvando el honor del gremio, manifestaron su desacuerdo con el extraño aquelarre de los veteranos. Otros, la mayoría silenciosa de la cultura inconformista, guardan un silencio prudente, a la espera de poder entrar en el ruedo por causas más altruistas. Son los convidados de piedra del banquete retórico uneacista. Entretanto, en la calle los cubanos de a pie, ajenos a una disputa gremial que no les da ni frío ni calor, ansían el cambio. Hay esperanza…

Conclusiones

Por analogía por el tratamiento que da al batistato, la incómoda lucidez del más didáctico de nuestros suicidas echaba abajo premonitoriamente la que, una vez muerto y enterrado el sucesor de Batista, será sin duda la coartada de los sobrevivientes tan pronto se apague el eco de los llantos rituales: Fidel a su vez como el único culpable. Y vuelta a empezar… Esa genial anticipación explica el rencor contra el antiguo director de Bohemia.

Por último, al destacar el carácter transgresivo del testamento quevediano, no pretendemos atribuirle al difunto todas nuestras deducciones, sino tan sólo destacar lo más provechoso de su mensaje: el doble acierto de haber cortado sin piedad el nudo gordiano de la historia contemporánea de la Isla y propuesto por primera vez a los cubanos de ambas orillas el recurso implacable del espejo.


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Carta de despedida de Miguel Ángel Quevedo de la Lastra
Miami, Florida 12 de Agosto de 1969
Sr. Ernesto Montaner.

Querido Ernesto:

Cuando recibas esta carta, ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado -!al fin!- sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965. ¿Te acuerdas? Ese día entraste en mi despacho a entregarme un artículo tuyo. Conversamos un rato. Pero notaste que yo estaba ausente del diálogo.

Me viste preocupado, triste, muy triste y profundamente abrumado. Y me lo dijiste. Pensé en mi hermana Rosita, a quien adoro y se me llenaron de lágrimas los ojos [..] Te confesé que en el momento que llegaste a mi despacho, estaba pensando darme un tiro en la cabeza. Y hasta te dije que mi única preocupación era Rosita, que me viera tirado en el suelo sobre un charco de sangre. No quería dejarle esa última imagen, habiendo decidido - y también te lo confesé suicidarme acostado en el sofá para que, al verme, tuviese la impresión que dormía.

Recuerdo la expresión de pena y asombro que había en tu cara. Te levantaste. Fuiste a mi escritorio y le quitaste las balas al revólver. Y allí, sentado en la silla del escritorio me dijiste: "Estás loco, Miguel, estás loco" . Me hablaste de Dios. De la perdición eterna de mi espíritu. De la brevedad de la vida. De la falta que yo le haría a Rosita, dejándola sola en el mundo. Me hablaste de veinte cosas. Y viendo que me resbalaban, me amenazaste con llamar a Rosita y a todos los empleados de Bohemia para enterarlos. Te supliqué que no lo hicieras. Comprendí la responsabilidad que mi confesión te habría echado encima. Y te juré por la vida de Rosita que no lo haría.

Convencido que me habías desviado del propósito - al menos por el momento -, saliste de mi despacho. Te encontraste a la salida con Agustín Alles y se lo contaste. Y tú y Agustín se fueron a ver al doctor Esteban Valdés Castillo. Me llamaron de la casa de Valdés Castillo y me pusieron al habla con él. Un gran médico de excepcional talento. Quiso verme con urgencia, pero no nos vimos. Lo que hicimos fue hablar mucho por teléfono. Cuando no me llamaba él a mi, lo llamaba yo a él. Pero hablábamos todos los días. Con quien jamás volví a hablar jamás fue contigo. Perdóname, pero pensé que habías hecho mal al divulgar algo que yo te había dicho a ti amistosamente, en un momento de flaquezas. Y no volvimos a tener comunicación hasta hoy, en que ni tú, ni Agustín Alles, ni Valdés Castillo, ni nadie me hubiera impedido llevar a vías de hecho mi determinación. Estás, pues leyendo, la carta de un viejo amigo, muerto. Valdés Castillo tenía razón cuando afirmaba que la idea del suicidio pasaba por la mente del paciente en forma de círculos, que cada vez se iba reduciendo hasta convertirse en un punto. Mi punto llegó.

Sé que después de muerto lloverán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como "el único culpable" de la desgracia en Cuba. Yo no niego mis errores ni mi culpabilidad, lo que si niego es que fuera "el único culpable". Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.

Culpables fuimos todos. Los periodistas, que llenaban mi mesa de artículos demoledores contra todos los gobernantes, buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme de los "oposicionistas sistemáticos". Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.

Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos, o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas conocieron la hoja penal de Fidel, su participación en el Bogotazo comunista, el asesinato de Manolo Castro, y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.

Fue culpable el Congreso que aprobó le Ley de Amnistía. Y los comentaristas de radio y de televisión que lo colmaron de elogios. La chusma que le aplaudió deliradamente en las galerías del Congreso de la República. Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió "los veinte mil muertos". Invención diabólica del diplomado Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.

Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones militares en la Sierra Maestra.

Fueron culpables los curas de sotana roja que mandaban a los jóvenes para la Sierra Maestra a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respalda a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar el poder.

Fue culpable Estados Unidos de América, que se incautó de las armas destinadas a las Fuerzas Armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros. Y fue culpable el State Department, que apoyó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.

Fueron culpables Gobierno y la Oposición, cuando el Diálogo Cívico, por no ceder a llegar a un acuerdo, decoroso, pacífico y patriótico. Y los infiltrados por Fidel Castro en aquella gestión, para sabotearla y hacerla fracasar, como lo hicieron.

Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que, como Bohemia, le hicieron el fuego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.

Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión.

Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro que nos faltaba la lección increíble y amarga: que los más "virtuosos" y los más "honrados", eran los pobres.

Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en día muy difíciles. Como Rómulo Betancur, Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa "Izquierda Democrática" que tan poco tiene de "democrática" y si de "izquierda". Todos, deshumanizados y fríos, me abandonaron en la celda. Cuando se convencieron que yo era anticomunista, me demostraron que eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del tercer mundo. El mundo de Mao Tse Tung.

Ojala mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que pueden, aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas, no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para los millonarios no den más sus dineros a quienes después les despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradas de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie a esos voceros del odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.

Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Núñez de Arce, cuando dijo: "Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano"

Adiós. Este es mi último adiós. Y le dije a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal que yo he hecho.

Miguel Ángel Quevedo

El sueño americano: ¿mito o realidad?

Especulaciones sobre el lugar de Cuba en el futuro inmediato

Por Jorge A. Pomar, Colonia

Muerte de un viajante

En Google aparecían ayer 10 de febrero 1 430 000 entradas sobre el sueño americano. No hay forma humana de comprobarlo pero, hasta donde pude surfear antes de aburrirme, la mayoría de los autores anuncian --auguran sería más exacto-- el inexorable, inminente fin del sueño americano. Otros, nostálgicos de su desbocada imaginería, sostienen la lacrimosa variante de que alguna vez existió mejor en Estados Unidos un pasado más equitativo y próspero. ¿Cuándo exactamente, a vuestro parecer --les preguntaría yo a los primeros agoreros, parafraseando al poeta renacentista español Jorge Manrique-- tendrá lugar ese estadounicidio? ¿Cuándo --a los segundos-- se vivió ese tiempo mejor al sur del Río Bravo?

Se me ocurre que, tras haber asistido a la sucesiva caída de ambos totalitarismos del siglo XX y contemplar hoy impotentes la crisis del estado del bienestar, esos agoreros profesionales o voluntarios, influidos por intelectuales izquierdistas, han sucumbido a una añeja falacia puesta de moda en la literatura contemporánea durante los años del New Deal por uno de los grandes iconos de la contracultura occidental: Arthur Miller (1915-2005). En pleno apogeo del más esplendoroso de esos hipotéticos pasados mejores de Estados Unidos por los que los susodichos derraman hoy lágrimas de cocodrilo, este escritor norteamericano escenificó magistralmente la bancarrota hogareña del sueño americano.

Señaladamente, en Muerte de un viajante (1949), el dramaturgo neoyorquino personificó en el trágico protagonista Billy Lohmann, inspirado en la biografía de su padre, el fiasco del mito liberal individualista inherente al sistema norteamericano. Aunque ya se había alejado del marxismo, hasta el final de sus días Miller solía despotricar acerca del “hambre y derroche en el que vivimos, con un proletariado menguante, una clase media que se aburguesa y una creciente masa de indigentes (o de trastornados por el hambre) que vagabundean por las ciudades del capitalismo”.

Se sienten en esa parrafada de desaliento, por un lado, los ecos de las tesis marxistas sobre crisis periódicas del capitalismo y depauperación del proletariado; por el otro, el resentimiento del intelectual progresista en un país que tiene el acierto de tratar a los escritores más bien como “figuras de entretenimiento” y no, a la usanza europea, como conciencia de la sociedad o de la humanidad. De ahí el pesimismo existencial de Miller, que fue siempre un moralista recalcitrante. Creía que “la mayoría de las empresas humanas decepcionan”. Por una de esas ironías del destino, su propio triunfo personal --se casó con la actriz más bella de su tiempo, Marylin Monroe, y murió forrado de dólares, premios y agasajos de todo género-- corrobora la veracidad del sueño americano.

Ya en el ocaso de su vida Miller, quien por sus confesas simpatías con el marxismo fue citado en 1956 a declarar como sospechoso ante el Comité de Actividades Antiamericanas dirigido por el senador MacCarthy --al final salió absuelto--, tendría ocasión de verificar en persona la apoteótica vitalidad del sueño americano al constatar durante una visita a Pekín, entre perplejo y halagado, que en el renaciente Reino del Medio turbocapitalista de Deng Xiaoping millones de chinos emprendedores veían sin más en el personaje de Billy Lohmann un modelo de vida, un héroe positivo digno de imitación. No obstante, a la zaga de Miller, sus émulos occidentales insisten en el error de vaticinar el ocaso del liberalismo.

Equilibrio del sistema presidencialista estadounidense

Por suerte para todos los terrícolas --y empleo este ablativo halagüeño porque, de cumplirse esos pronósticos catastrofistas, sobrevendría una quiebra de dimensiones planetarias--, el incontenible ascenso de la economía estadounidense; la pujanza de las clases medias en ese país; su abismal superioridad en materia de movilidad social, investigación y desarrollo, tecnologías de punta, informática, excelencia universitaria y poderío militar, al igual que en casi todos los restantes campos del saber y quehacer humanos; y en especial su capacidad para absorber mano de obra extranjera calificada y no calificada, indican a las claras que el American way of life está lejos eclipsarse.

Contra los augurios pesimistas, el tradicional equilibrio del sistema presidencial bipartidista estadounidense acaba de salir robustecido de la última renovación parlamentaria, que hace apenas un par de meses dejó tras sí un Congreso dominado por una loable tendencia al centrismo. De tal modo que la progresía occidental, habituada a contraponer maniqueístamente a demócratas (buenos) y republicanos (malos) se ha llevado de nuevo un rotundo mentís. Hoy más que nunca antes rige aquello de que “no hay nada más parecido a un demócrata que un republicano”.

Las discrepancias entre ambos partidos son apenas de matices: los demócratas tienden a apostar más al estado del bienestar; los republicanos se encargan de pisar el freno conservador. Por otra parte, la federación americana no ha vuelto a afrontar conflictos regionalistas de ningún tipo desde el fin de la guerra de Secesión en 1865. Los estados no riñen entre sí por motivos egoístas como fuentes de recursos naturales o desarrollo industrial. Al contrario, rigen los principios de la solidaridad interregional y la representación proporcional (relativa) de los estados en la Cámara Baja, contrarrestada por una de las cláusulas orgánicas de la Federal Constitution: cada estado, con independencia del número de habitantes que tenga, es representado en el Senado por dos senadores.

Los padres fundadores diseñaron la nación partiendo de la maldad intrínseca del ser humano, o sea, maniatando jurídicamente de múltiples maneras a las élites políticas, y de la conveniencia legal de proteger a las minorías contra la tiranía de la mayoría. Esas sabias precauciones, combinadas con una vigorosa moralidad protestante, hacen impensable la dictadura en Estados Unidos. Compárese esa situación con la de Francia, donde impera un centralismo estatal asfixiante. O con la de España, donde al cabo de más de medio milenio de su fundación bajo los reyes católicos aún se debate, e incluso combate, acerca de la identidad nacional; donde el espectro político-ideológico, como en Francia o Italia, está rígidamente atomizado y polarizado. A tal extremo, que los partidos apenas se comunican mediante insultos y reproches; las regiones riñen entre sí hasta por el reparto del agua de los ríos; y verbigracia, un maestro de primaria de Madrid o Segovia, a menos que lo haga en catalán, no puede impartir clases en español en una escuela de Barcelona.

Frente al formidable equilibrio sistémico de Estados Unidos, el desenlace de la guerra de Irak, sea éste cual sea a la postre, y la tan aborrecida administración Bush, sea cual sea su balance final tan pronto como en noviembre de 2008, no pasarán de ser meros accidentes en el devenir de una nación que asombra al mundo por su estabilidad, su increíble habilidad para reinventarse a sí misma, crecer, diversificarse culturalmente y superar en tiempo récord sus conflictos internos. Ninguno de los candidados presidencias en lisa alterará sustancialmente esa situación.


El desafío americano

El sueño americano, única utopía terrenal aún en pie, goza de excelente salud hasta la fecha, y probablemente continuará haciéndolo en el futuro previsible. Hogaño como antaño, el melting pot (crisol) por antonomasia del mundo atrae año tras año a centenares de miles de inmigrantes, tanto de países industrializados como emergentes o subdesarrollados; tanto de Europa como de Asia, África y América Latina; tanto a intelectuales y científicos como a técnicos, obreros, peones agrícolas o empleados de servicios. Y ello, dada la fuerza aglutinadora del sistema, sin los conflictos étnicos que atormentan al Viejo Continente

El monto de las inversiones extranjeras directas en la economía norteamericana asciende hoy, según datos del Bureau of Economic Analysis (BEA) a 4,6 billones (de 12 ceros) de dólares, contra 90 000 mil millones en 1980. El grueso de estos capitales proviene, sintomáticamente, de europeos que consideran más lucrativo invertir en Estados Unidos. A la inversa, de Estados Unidos en el exterior, la cifra apenas supera hoy los 1,7 billones, lo que no es poco crecimiento comparado con los 127 millones del año base. Pero arroja una balanza casi tres veces superior en beneficio de Estados Unidos en una época en que lsa economías nacionales de los países desarrollados sufren los efectos del outsourcing (deslocalización o traslado de capitales y puestos de trabajo hacia el extranjero).

En cambio, mientras que el flujo de capital humano hacia Estados Unidos no cesa de aumentar, habiendo aumentado en 16% en la pasada década, en la dirección contraria, los viajes y estancias son generalmente de carácter turístico, cultural o conyugal: no se sabe de negros de Harlem o del Bronx, ni de indios de las reservas, que hayan optado por emigrar a Europa --donde, por cierto, renace el fantasma de la discriminación racial-- en busca de empleo o mejores condiciones de vida.

En buena medida gracias a esos flujos inmigratorios, a diferencia de Europa Occidental, donde la población envejece a un ritmo inquietante, Estados Unidos sigue siendo una nación joven, esto es, vital, abierta al futuro, muy distante de cualquier fenómeno de decadencia. Prueba de ello son 1) el hecho de que cientos de miles de graduados universitarios europeos de carreras científico-técnicas laboren hoy en empresas, institutos, centros de investigación, colleges y universidades de élite de Estados Unidos; 2) la necesidad de construir un muro en la frontera sur para contener la inmigración latinoamericana; 3) la presencia de millones de indocumentados en su territorio. 3) La firma de cada vez más tratados de libre comercio con países del Tercer Mundo, una tendencia impulsada por los republicanos y, valga la contradicción, refrenada por los demócratas y la propaganda filocastrista en América Latina. Esto contrasta con la política comunitaria: salvo por la ampliación continental, que toca su fin, la Unión Europea (UE) tiende al enroque proteccionista ante la amenaza global.

Al cabo de casi 40 años, la tendencia a la hegemonía norteamericana esbozada por el francés Jean-Jacques Servan-Schreiber en su impactante bestseller El desafío americano (1968) se acentúa exponencialmente. Un estudio reciente de la Asociación de Cámaras de Comercio e Industria de Europa (Eurochambres) alerta sobre el hecho incontrovertible de que, siempre con respecto a Estados Unidos, la UE muestra un atraso de 20 años en rendimiento económico, 23 en investigación y desarrollo, 45 en tasa de empleo, 14 en productividad, etc. Lo que pone en tela de juicio a los postulados socialdemócratas del estado del bienestar

En cuanto al tan traído y llevado Protocolo de Kyoto, es cierto que la Casa Blanca se niega a firmarlo --cosa que hizo también, no olvidarlo, bajo la administración demócrata de Bill Clinton y su vice Al Gore, autoinvestido de la noche a la mañana como paladín mundial del ecologismo--. Pero los países firmantes han incumplido reiteradas veces sus solemnes compromisos. Por la misma razón que los norteamericanos: frenaría el desarrollo industrial. En su defensa, Estados Unidos puede alegar la circunstancia de ser también el productor número uno de tecnologías medioambientales. Por lo demás, la negativa estadounidense responde a una máxima puritana: no se debe prometer lo que uno ya sabe que no va a cumplir.

Otra matraquilla antiamericana es el controvertido tema de la pena de muerte, que aún se aplica en Estados Unidos y ha sido derogada en todos los países comunitarios. En Austria, por ejemplo, la histeria progresista sobre el particular llegó al extremo de humillar a su hijo predilecto (por su renombre como actor y, sobre todo, por ser el austriaco que más alto ha llegado en Estados Unidos) Arnold Schwarzenneger. ¿Motivo? El ex actor y actual gobernador de California se negó a indultar a Stanely “Tookie” Williams, un afroamericano sentenciado a pena de muerte en 1981 por cuatro asesinatos que nunca reconoció.

El protagonista de Terminator vio retirar el letrero con su epíteto, “Roble de Estiria”, del estadio de fútbol de Graz, su ciudad natal, regentaba por una coalición de socialdemócratas y comunistas. Los Verdes propusieron que se le retirara la nacionalidad austriaca. Durante los 24 años que pasó en el corredor de la muerte entre un aplazamiento y otro, Tookie se volvió pacifista y escribió una serie de libros didácticos contra la delincuencia juvenil. Con notable éxito: seis nominaciones al Premio Nobel para un reo directamente involucrado, además, en cerca de un centenar de homicidios.

Aquí la aberración de la progresía se da de la mano con su hipocresía: se premia a un criminal convicto que, además, capitaneó una de las pandillas callejeras más crueles de Los Ángeles, y se castiga a un ídolo universal que no ha cometido otro delito que el de entretener a niños y adultos con sus personajes aventureros y haber triunfado en Estados Unidos donde, según sus detractores de Estiria, debía mantenerse fiel a las costumbres austriacas. Por lo demás, de nuevo las estadísticas desmienten a los antiamericanos. Las encuestas indican que un 60-70% de los canadienses, un 66-75% de los británicos y alrededor de un 50% de italianos y suecos están a favor de la pena de muerte en general.

En el caso particular de Saddam Hussein, la revista alemana Stern efectuó un sondeo que arrojó los siguientes porcentajes en pro de la ejecución del ex dictador iraquí: el 50% de los alemanes a favor, contra 39% en contra. El diario Le Monde hizo otro tanto a escala internacional, con estos resultados: 51% de los españoles, 53% de los alemanes, 58% de los franceses, 69% de los británicos y 82% de los estadounidenses, a favor. Ni qué decir de Asia, África, el Medio Oriente o América Latina, donde menudean los linchamientos de simples rateros. En la práctica, son muy pocos los países donde la pena capital ha sido abolida por sufragio.

En resumen, la pena capital es popular en el mundo entero, dependiendo su mayor grado de popularidad o impopularidad más de la cercanía del condenado al lugar del crimen, o del trabajo mediático con la opinión pública, que de una supuesta bondad humana universal. Es por eso que la inmensa mayoría de sus antiguos vecinos negros nunca perdonaron a Stanley “Tookie” Williams, cuya banda, la de los “Crips”, dejó un extenso rosario de cadáveres juveniles de piel oscura en el barrio. Nada personal contra Tookie, que incluso físicamente se parece a mí (compárese mi foto arriba con la suya en Internet) pero, si su propósito era salvarse, ¿por qué no admitir un asesinato más entre los tantos en que participó, pedirles perdón a los deudos de sus víctimas y facilitarle la tarea de indultarlo a Schwarzenegger, que después de todo era un constructivista como él? Honestamente, creo que el exceso de solidaridad instrumental de las izquierdas, a menudo letal, lo ensoberbeció al punto de nublarle el entendimiento, ayudándolo a bien morir. Pero es un esquema que, como veremos más adelante, se repite.

“Muero porque no soy blanco”, declaró Tookie poco antes de recibir la inyección letal. No era cierto, pues después de él muchos blancos han pasado por los cadalsos de su país. Pero juro que les creería a pies juntillas a sus airados defensores si alguna vez, aunque sea por excepción, los hubiera visto defender a reos menos violentos. Y los hay por millones, hacinados en las cárceles del tercer Mundo. En Rusia, por ejemplo, donde la pena de muerte ha sido suspendida y sustituida por la cadena perpetua pero, dadas las espantosas condiciones de encarcalamiento en la Siberia, algunos condenados reclaman que se les aplique la sentencia a muerte. (Los he visto en un documental de la TV alemana.)

O en Cuba, donde la inefable Cindy Sheehan, madre de un marine muerto en Irak, recientemente atravesó la isla de un extremo a otro, pasando de largo junto a las 250 ergástulas castristas, para ir a pedir la liberación de los talibanes recluidos en la Base Naval de Guantánamo. Ni siquiera se tomó la molestia de escuchar el clamor de las Damas de Blanco.

Otro motivo de alaraca pseudoprogresista es la “arrogancia imperial” de Estados Unidos. Da grima oír hablar tanto de arrogancia en antiguas potencias coloniales que resuellan por la herida del orgullo nacional. Para abreviar, he aquí mi ecuación infalible a la hora de medir aritméticamente este rasgo colectivo tan generalizado en el planeta: arrogancia es igual a poder real partido soberbia verbal. Pues, bien, si se acepta la fórmula, hemos de concluir, en razón de su enorme superioridad sobre el resto del mundo, que Estados Unidos es la potencia más modesta de la historia. Resumiendo: al margen de lo que pueda haber de cierto en todas esas acusaciones contra el “Imperio”, lo esencial es que, como el “criminal bloqueo” impuesto a la Isla por su principal suministrador de alimentos, son otras tantas sublimaciones interesadas.

El dilema iraquí

Falta Irak, claro. Desde mi punto de vista, el US-Army ganó su guerra relámpago propiamente dicha, es decir, ocupó el país en semanas, disolvió el aparato represivo del sultanato saddamita y depuso al gobierno. (A Saddam, a sus dos hijos y a dos de sus generales ya no les podemos preguntar: fueron ahorcados.) La paz, en cambio, le ha estallado entre las manos a Bush junior. Al margen de sus errores de previsión y de los conflictos interétnicos, no puede ganarla por una razón fundamental: Estados Unidos no es un imperio en el sentido tradicional de la palabra, como lo eran la Alemania hitleriana o la Rusia soviética.

Su intención final no es conquistar el territorio iraquí con el fin de colonizarlo o someterlo a perpetuidad, sino modernizarlo para hacer de él un valladar contra el integrismo islámico y evitar el chantaje petrolero a Occidente. Misión que, dicho sea de paso, cumplía ya Saddam Hussein, a quien a ese fin apoyara Ronald Reagan (1980-88) durante su guerra de agresión (la de Saddam) contra el Irán del ayatollah Jomeini. Lamentablemente para él mundo islámico, Saddam lo hacía en forma brutal, totalitaria y expansionista.

Estados Unidos, contra lo que piensan sus detractores, carece de vocación represiva. Y represión es justamente lo que haría falta para doblegar a una insurgencia que, como el Frente de Liberación de Argelia contra la Francia de Charles de Gaulle en los años 50-60, es derrotable pero tiene a su vera un arma no convencional sumamente eficaz en la era de las telecomunicaciones: la simpatía acrítica, incondicional, de la progresía y los medios de difusión occidentales.

Recordemos la pregunta clave que, en el largometraje de Gillo Pontecorvo La batalla de Argel, les hace el coronel francés Matieu a los periodistas que le echan en cara las torturas de sus tropas especiales: “¿Francia debe quedarse en Argel?. Si su respuesta es que sí deben aceptar tales consecuencias necesarias”. Donald Rumsfeld, el depuesto secretario de Defensa, que tenía razón en insistir en no aumentar las tropas, jamás habría podido hacer una pregunta como ésa en público.

Probablemente, el escándalo de las torturas en la prisión de Abu Ghraib --más bien un divertimento morboso de gringos malcriados al lado de las crueldades de la Organisation Armée Secrète, (OAS) en Argelia-- haya sido la respuesta negativa de la opinión pública republicana y demócrata al dilema de Bagdad. Las consecuencias a corto, mediano y largo plazo no las pagarían tanto los galos como los argelinos. En Irak serán, están siendo ya, mucho peores. La retirada intempestiva del US-Army dejaría allí una guerra civil que haría palidecer a las degollinas en las aldeas argelinas. Ahora bien, ¿qué relación hay entre las masacres en mezquitas y mercados iraquíes y la apenas velada alegría por el mal ajeno en Occidente? ¿Es más perverso intentar imponer la democracia por la fuerza que haber dejado a Saddam en sus palacios? ¿Realmente las izquierdas aman tanto a los iraquíes?

Fijémonos en estos detalles reveladores: 1) la opinión de los comunistas iraquíes, que fueron diezmados ante las cámaras por Saddam y están por la democracia, no interesa a la prensa de izquierda, ni siquiera a la de filiación marxista. 2) Los estados eurooccidentales que, junto con la ONU, se oponían con firmeza a cualquier ataque contra Irak, so pretexto de que el clan Bush lo lanzaría por petróleo, bajo cuerda recibían millones de barriles de petróleo de manos de Saddam, en flagrante violación del programa “Petróleo por alimentos”. 3) Mientras proclamaban su rechazo a la guerra ya iniciada, esos mismos estados colaboraban en secreto con el esfuerzo bélico norteamericano, prestándoles sus bases aéreas y demás. 4) Recientemente, trascendió que el gobierno rojiverde de Gerhard Schröder, que se oponía a la reclusión de los talibanes “en el limbo legal” de Guantánamo, rechazó la oferta norteamericana de entregarles al talibán Murat Kunaz. 5) Hubo protestas en Europa y Estados Unidos por la condena a muerte de Saddam y el modo en que fue ejecutada, pero jamás las ha habido contra las masacres de millares de iraquíes inocentes, y tampoco se conoce de un solo caso donde los medios se hayan interesado por la suerte de la parentela de las víctimas, si tenían hijos, esposa, padres, amigos. Los civiles iraquíes están siendo masacrados en un limbo mediático.

Todo esto viene a demostrar un dato que salta a la vista: Irak también está siendo abusivamente instrumentado por la fobia antiamericana (que al mismo tiempo antioccidental, antijudeocristiana, anticapitalista, antiliberal). Así es en todas partes. También en el caso cubano: según un memorando secreto de su embajador en La Habana, para el gobierno socialista de José Luis Zapatero, el enemigo de España en nuestra Isla no son los Castro sino Estados Unidos. Estados Unidos es, pues, invariablemente el enemigo principal, la zorra de cola larga que debe acabar de una vez de cortársela para que las demás --que en sus furores nacionalistas se mutilaron recíprocamente en dos guerras mundiales sucesivas y/o la perdieron a causa de sus propios experimentos totalitarios-- puedan exhibirse sin complejos por la aldea global. Los países del tercer Mundo hacen coro o sirven de caballos de Troya sacrificables. Palestina es el modelo ideal: la progresía está dispuesta a luchar contra Israel hasta el último palestino. Y George W. Bush es el feo mascarón de proa de la nave imperial, el rostro con que afinar la puntería. Cuando no esté él, habrá que inventarse otro igual. Pero, tal como pintan las cosas, a buen seguro que será su sucesor: el primer descendiente de italianos en la Casa Blanca.

“Las comparaciones cojean pero…”

Sigamos con los indicadores. A modo de comparación, el producto interno bruto (PIB) percápita de Estados Unidos supera en un 49% la media europea: 39 700 dólares contra 28 700. En creación de empleos desde 1970 hasta la fecha la ventaja es apabullante: 57 millones en Estados Unidos contra unos 4 en Europa. He ahí el porqué del torrente inmigratorio. Otro índice de desarrollo humano más concreto refleja que el tamaño promedio de la vivienda norteamericana es de 175 metros cuadrados, mientras que en Europa no pasa de 92. Si acercamos un poco más la lupa, comprobaremos que las tan compadecidas familias pobres norteamericanas, negros y latinos incluidos, disponen de un espacio habitacional promedio de 112 metros cuadrados, contra unos 50-60 en, por ejemplo, Alemania, uno de los países más ricos de la UE.

Para que se tenga una idea: según los economistas suecos Bergnstrom y Gidehag, los recortes presupuestarios en ese país escandinavo, hasta hace poco el estado del bienestar ejemplar a nivel mundial, han conducido a que el 40% de los hogares suecos se ubiquen dentro de la franja de bajos ingresos en Estados Unidos. Otro tanto sucede con la sanidad gratuita en Canadá, donde, por ejemplo, se llega al extremo de multar con hasta 20 mil dólares a los cirujanos que acepten sobornos de sus pacientes.

A primera vista, allá como en Cuba, la atención médica es un derecho social y todo funciona a pedir de boca. Sin embargo, según un reciente informe del Instituto Fraser, los canadienses tienen que esperar varias semanas antes de ser atendidos por un especialista. Dado el relativo bajo nivel de los honorarios, cada vez menos bachilleres eligen carreras médicas. Se calcula que unos 10 mil galenos canadienses emigraron en la década de los 90, en su mayoría al vecino del sur. También los pacientes optan por buscar remedio a su dolencias en el exterior. Por ejemplo, en Cleveland, devenida en centro de operaciones de cadera (tiempo de espera en Canadá: aprox. 20 semanas) para pacientes canadienses.

En contraste, la sanidad norteamericana no debe de andar tan mal cuando el FBI se ha visto obligado a crear una Oficina de Vigilancia para luchar contra el fraude masivo a Medicare y Madicaid. Según El Herald (21-06-2006) --copiado enseguida por La Jiribilla, la panfletaria revista digital del Ministerio de Cultura cubano, para mayor credibilidad-- tan sólo en el sur de La Florida esas estafas cuestan a los contribuyentes unos mil millones de dólares al año. Médicos, farmacéuticos y pacientes pobres adscritos a Medicare y Medicaid se confabulan para revender recetas y medicinas, reportar falsos tratamientos, operaciones, aparatos, implantaciones de prótesis, etc. En fin, que los necesitados de los guetos también bisnean al por menor con su miseria. Y no siempre para matarse el hambre (como hacen muchos jubilados de la Isla con el sobre de café Pilón o la botella de ron a granel que no beben) sino a menudo a cambio de drogas duras.

Algo parecido sucede con la educación. Las escuelas públicas de Harlem o el Bronx no están peor equipadas que las de los barrios residenciales de Brodway. Un alumno negro de una high school (secundaria básica) estatal de Boston, por ejemplo, le cuesta al fisco unos 15 000 dólares al año, pero saca notas mucho más bajas que sus condiscípulos de los barrios de clase media blanca o negra. Lo que falla, por tanto, es más bien la mentalidad, la perniciosa subcultura afrolatina de los padres, cuyos hijos tienden a convertir los centros escolares en antros de perdición. Los alumnos ávidos de conocimiento son mal vistos y, si no acaban aplatanándose, con frecuencia hostigados. Los remedios son a veces peores que la enfermedad. He aquí uno de ellos propuesto por gente seria: obligar por decreto a los alumnos de los barrios blancos a matricular en escuelas de guetos afrolatinos, y viceversa. Sin comentarios…

De ahí que los negros sean los que más vayan a parar a la cárcel: son también los que más delinquen. (Igual que en Cuba, donde en cambio no hay nada parecido a la igualdad de oportunidades, la discriminación positiva o el justo proceso, y en las cárceles los reclusos pasan casi tanta hambre como ratones en una ferretería. Por saberlo yo, que halé dos años en el penal cienfueguero de Ariza por un delito imaginario que en Estados Unidos sería una virtud.) No en balde el senador negro Jessie Jackson, veterano de la lucha por los derechos civiles, dijo alguna vez: “Odio admitirlo, pero he alcanzado una etapa de mi vida en la que, si camino de noche por una calle oscura y veo que la persona que tengo detrás es blanca, inconscientemente me siento aliviado”. Un prestigioso catedrático afroamericano (cuyo nombre no recuerdo), que fue asesor presidencial, confesó que, cada vez que iba a Harlem, cambiaba de ropa y de auto para no ser objeto del desprecio o la burla de sus moradores. Y aunque esto no osó decirlo él, lo añado yo: de posibles atracos.

Con todo, las barreras raciales han caído tanto que, según la última encuesta del influyente semanario Newsweek, una sólida mayoría del 56% contestó afirmativamente a la pregunta de si creía que Estados Unidos ya estaba listo para votar por “un candidato negro cualificado nominado por su partido”. Sólo el 30% de los encuestados respondió que no. Más aún, preguntados sobre si ellos, “a título personal”, votarían por dicho candidato, la respuesta fue aplastante: 93%. Preguntada al respecto por Associated Press, la secretaria de Estado Condoleezza Rice contestó: “Sí, creo que sí. […] Aunque ya usted sabe, cuando una persona entra en una sala, su raza es algo evidente, hemos pasado a ser capaces de ver más allá del color de la piel para ver la capacidad y los méritos y superar los estereotipos... y eso es lo que busca la gente, creo yo, cuando busca un presidente”.

La brillante estadista afroamericana ha rehusado de plano presentarse como candidata presidencial en 2008 por el Grand Old Party (Partido Republicano). Otro que renunció a postularse fue el ex jefe del Estado Mayor Conjunto del US-Army y ex secretario de Estado Colin Powell, quien en 1995 estuvo muy cerca de ser el favorito del electorado en las encuestas. Jackson se postuló en 1984 y 1988, pero no consiguió la nominación por el “Partido del Burro” (demócratas) en ninguna de las dos ocasiones: demasiado sesgado a la izquierda...

En lugar de Condy, del “Partido del Elefante” (republicanos), ha emergido la figura del joven senador demócrata mulato Barack Obama, uno de cuyos principales escollos en la carrera hacia la Casa Blanca podría ser, paradójicamente, el voto negro: Obama es mestizo de padre keniano y madre norteamericana, además de haber estudiado siempre en colegios de élite. Afronta también problemas de credibilidad por ser nieto e hijo de musulmanes practicantes. Aunque, según él: “A pesar de que mi padre había sido criado como musulmán, en el tiempo cuando conoció a mi madre se confirmaba ateo”, lo cierto es que su notorio nombre de pila y esa rara combinación de Islam con ateísmo en su árbol genealógico es un handicap demasiado engorroso para aspirar a ser el sucesor de Bush. Por lo pronto, sin embargo, ya se ha desatado la “obamomanía”. Pero lo tiene cuesta arriba.

“Las comparaciones cojean”, dice un sabio refrán alemán. Pero, allí donde la crítica suele mirar a un solo lado, sirven para hacerse una idea más cercana a la verdad, que siempre es relativa. Para cuestionar a Estados Unidos, país al que sus críticos más estultos clasifican por algunos parámetros asistenciales dentro del Tercer Mundo, se esgrimen argumentos por el estilo de que en Estados Unidos “los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. O bien, como afirmara el ex presidente James Carter, un progre de tomo y lomo, “que los ricos no dan ni un centavo”. Y se alega, no sin razón, que los negros y latinos son más pobres que los anglosajones, que las clases medias están en vías de extinción, que millones de personas carecen de educación y seguro médico...

En todo eso hay siempre algo de cierto y mucho de falso. Bien miradas, sin embargo, se trata de realidades fluctuantes, por lo común en proceso de mejoramiento y no de empeoramiento. Por lo demás, aunque las películas de Hollywood hagan hincapié en los aspectos más tenebrosos del American way of life (admitamos que ése es el negocio de sus cineastas), hay dos datos de sentido común que contradicen las elucubraciones tremendistas de tantos intelectuales antiamericanos del patio: 1) los inversionistas extranjeros no han dejado de confiar en la solvencia de la economía norteamericana; de hecho, inviertien cada vez en Estados Unidos; y 2) centenares de miles de inmigrantes legales e ilegales hacen igualmente caso omiso de esos esfuerzos disuasorios y, desembolsando sumas considerables por el viaje, emprenden resueltamente el viaje por tierra, mar y aire hacia el país de las oportunidades; a menudo arriesgan la vida en el empeño.

I have a dream

No consta que jamás, ni siquiera durante el apogeo del Ku Klux Klan, los afroestadounidenses engrosaran en masa las magras filas del comunismo local. Sus reivindicaciones no se han apartado ni un ápice de la senda de los derechos civiles trazada por Luther King, desechando cada vez más las pautas de violencia interétnica y tercermundismo descolocado impuestas en los años 60 por los Panteras Negras, que sin duda aportaron lo suyo a la causa pero desde hace rato adornan los museos de historia. Para los seguidores del líder negro de Atlanta no tenía ninguna gracia integrarse en pie de igualdad a un sistema en el que hubiesen cambiado las reglas de juego, que consideraban en principio lícitas y beneficiosas.

El sueño americano de Luther King (“I have a dream…”) se ha cumplido a plenitud: a 44 años de aquel memorable discurso al pie del monumento a Lincoln en Washington, prolifera una orgullosa clase media negra que, como Condoleezza Rice, Colin Powell y un largo etcétera, abomina de las contraproducentes bondades de la discriminación positiva. Si bien en su momento esas medidas reivindicativas, al atenuar las desigualdades históricas heredadas de la esclavitud, fomentaron, entre otros beneficios, el llamado black capitalism (“capitalismo negro”) y posibilitaron el ascenso social de los afroamericanos, hoy en día contribuyen a eternizar los guetos y descalifican a sus beneficiarios. Los negros cultos de Estados Unidos ya no quieren seguir arrastrando el estigma de haber alcanzado su status merced al régimen de “cuotas” establecido por la discriminación positiva.

The Godfather

Otra minoría que demuestra la vitalidad del sueño americano es la italiana. Tal vez a muchos se les haya escapado el profundo sentido social de la saga gansteril de Mario Puzo The Godfather (El Padrino), magistralmente filmada por Francis Coppola, donde Don Vito Corleone (Marlon Brando) personifica al inmigrante sicialiano de baja extracción que cruza el Atlántico a principios del siglo XX deseoso de triunfar en el país de las oportunidades. Hombre ambicioso y nacido para mandar, quiere hacerlo a lo grande.

Con ese fin crea una de aquellas bandas mafiosas que hacían temblar de miedo a las grandes ciudades de la costa oriental durante la época de la ley seca.
Corleone choca pronto con el código de hierro de la cosa nostra, que le impide abandonar el mundo del crimen organizado. Con todo, persiste en su sueño americano al extremo de que, tras el alevoso asesinato de su primogénito Sony, pacta con sus enemigos a condición de que éstos no atenten contra la vida de su otro hijo, Mikel (Al Pacino), a quien le ha hecho dar una educación esmerada. En Mikel ansía ver realizado su propio sueño tantas veces frustrado de convertirse en un businessman honorable perteneciente al establishment. Pero de nuevo la cosa nostra impone sus leyes y…

Dejemos ahí la trama de esa archiconocida trilogía y echemos un vistazo a lo que a la postre sucedió en la historia con aquella conflictiva comunidad italiana que tanto dio que hacer al FBI hasta más allá de los años 60. ¿Qué fue de los Corleones reales? Los discípulos de Al Capone, Lucky Luciano, Frank Costello, Vito Genovese, Meyer Lanski (quien en Cuba, por cierto, no fue un mafioso de ametralladora Thompson en mano sino un “honorable” hombre de negocios que invertía y lavaba dinero en los hoteles y casinos de La Habana, y resolvió la famosa huelga del Hotel Riviera concediéndoles todas las demandas a los empleados) brillan hoy por su ausencia en Chicago, Filadelfia, Los Ángeles o Nueva York. En su lugar imperaron hasta hace poco, por cierto, las bandas latinas de los Maras y los Latin Kings.

Menos de media centuria después, el sueño americano de Corleone se ha cumplido a voluntad. Los descendientes más prominentes de aquellas legiones de italianos que desembarcaron en Nueva York “con una mano alante y otra atrás” se llaman hoy Rudolf Giuliani, candidato republicano a la presidencia de la nación avalado no sólo por su enérgico liderazgo a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas sino también por el mérito de haber limpiado de delincuentes la ciudad de Nueva York; o Nancy Pelosi, representante demócrata y primera mujer speaker, presidenta de la Cámara Baja del Congreso.
La minoría inmigrante más exitosa

Pero la minoría inmigrante más exitosa de la segunda mitad del siglo pasado en Estados Unidos es la comunidad cubana, que cuenta hoy con un total de cinco miembros en el Congreso entre senadores y representantes: Ileana Ross-Lehtinen, Lincoln Díaz Balart, Mario Díaz Balart, Roberto Menéndez y Mel Martínez, que fue secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano durante el primer período de Bush junior, y un secretario de Comercio, Carlos Gutiérrez.

Gracias al castrismo, Cuba es probablemente el segundo país latinoamericano (después de México) que más ha contribuido al auge económico de Estados Unidos. No sólo porque los cubanoamericanos de La Florida acumulan un producto bruto 25 veces superior al de la Isla, sino también por la incesante inyección gratuita de capital humano que representan. Más aún, el intercambio comercial entre ambos países favorece netamente a la economía norteamericana, que no importa nada a su vez y cobra al contado sus exportaciones. Moraleja: la subversión latinoamericana es un negocio redondo para el “enemigo imperialista”.

“Trabajar para el inglés”

Extrapolando el ejemplo cubano al resto de América Latina, se colige que, al forzar el éxodo de capitales y mano de obra calificada hacia el norte, ya de por si masivo, subcontinental, los actuales gobiernos revoltosos en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua están siguiendo, cual más, cual menos, el ejemplo contraproducente de Cuba, sin obtener del norte hacia el sur apenas otra contrapartida que las remesas de los emigrados. Particularmente en el caso de Venezuela, ese doble éxodo humano y pecuniario alcanza ya proporciones insospechadas: las clases medias, que ya de por sí vivían bajo el insoportable asedio perpetuo de la delincuencia local, sobrevuelan el Caribe en masa rumbo a La Florida con su know how y sus chequeras a cuestas.

¡Bienvenidos a Miami! “Manden más, que estamos perdiendo”, diría Wall Street.
Las revoluciones latinoamericanas, que nunca han ido más allá del clásico “quítate tú para ponerme yo” o del calco servil de modelos desafortunados, como el castrista, trabajan literalmente para el inglés. Donde el “inglés”, que antes era la “Pérfida Albión” (Inglaterra), es hoy el “imperialismo yanqui”. Gracias a esos periódicos desbarajustes sociopolíticos, en menos de medio siglo Miami se ha transformado en una de las primeras metrópolis económicas de Estados Unidos, perfilándose cada vez más paradojas del destino como la próxima capital cultural de América Latina. (Una plaza que tal vez sólo podrá disputarle a mediano plazo La Habana poscastrita.)

Para más inri, esos caóticos experimentos filocastristas, sumados a los efectos nocivos del populismo nacionalista sudamericano, espantan a los inversionistas nortemaericanos, que prefieren dejarles el campo a los españoles y jugar al seguro recolocando sus capitales en los mercados en alza de Asia.

El self-made mann y el social security

Sin duda no faltan emigrantes fracasados en La Florida. Con todo, hay un equívoco monumental en los enfoques negacionistas del sueño americano: esa leyenda universal no se nutre para nada del ejemplo desalentador de los Billy Lohmann de este mundo sino de la igualdad de oportunidades de éxito, resorte que hace posible el éxito del self-made man. El ideal norteamericano no se basa en el canon asistencial socialdemócrata sino en la iniciativa individual del ciudadano frente al aparato estatal.

Estados Unidos, valga la aclaración, no ha dejado de perfeccionar sus redes de seguridad social desde el New Deal rooseveltiano, pero sigue siendo en esencia la meritocracia individualista cuyo balance de luces y sombras describiera minuciosamente Alexis Clérel de Tocqueville (1805-1859) para llegar a la lúcida conclusión de que el futuro pertenecía por entero a Estados Unidos. El sagaz politólogo galo no se equivocó.

Por lo demás, no existe en modo alguno una relación causal entre, digamos, los millones que se embolsa un Bill Gate y el bajo nivel de ingresos de millones de conciudadanos suyos menos ingeniosos o de cuna humilde, como tampoco la hay, por ejemplo, entre lo que los emigrados cubanos disfrutamos y nos llevamos a la boca en La Florida o Madrid y la agonía existencial y los platos populares ausentes en la mesa de nuestros compatriotas en La Habana.

Al contrario, las patentes de Microsoft impulsan una nueva industria que genera millones de puestos de trabajo y colma las arcas del fisco federal y comunal, que a su vez financian programas de sanidad pública como Medicare y Medicaid, medidas de discriminación positiva a favor de negros e indios y, last but no least, los fondos de la social security que sostienen a los populosos guetos negros y latinos. (De paso, benefician a los balseros cubanos que tienen la suerte de tocar suelo americano con los pies secos.) Del mismo modo que las remesas de la Diáspora mejoran la canasta familiar y la calidad de vida en la depauperada Isla.

Remesas, donaciones / Ingratitud ilustrativa

Hablando de remesas, de los 38 mil millones transferidos por ese concepto de norte a sur en el mundo entero en 2003, unos 30 mil millones provenían --bajo la égida del gran villano de la aldea global: George W. Bush-- del Imperio, contra 23 mil millones en 2001. Y es que, si a las ayudas gubernamentales al Tercer Mundo se añaden las de las organizaciones caritativas, que aportan el grueso, resulta que Estados Unidos es el primer donante neto del mundo. “Después del Tsunami asiático de hace dos años --arguye John Stosel, columnista de Creators Syndicate en su artículo, “¿Son tacaños los estadounidenses?”--, el gobierno de los Estados Unidos prometió 900 millones de dólares en ayuda [a los damnificados]. Los particulares americanos donaron 2 000 millones […] en comida, ropa y dinero”.

Stosel añade otra cifra anual concreta: “Individualmente, el año pasado donamos 260.000 millones de dólares a organizaciones de caridad. Eso son casi 900 dólares por cada hombre, mujer y niño”. Desconcertante, ¿no? Tales datos estadísticos demuestran dos cosas: la proverbial generosidad de la sociedad civil norteamericana, mayormente motivada por esa misma religiosidad puritana a la que la progresía occidental tilda de amenaza oscurantista; y el predominio de las clases medias. Ambas siguen siendo, como ya pudo constatar Tocqueville en su famosa monografía De la démocratie en Amérique (1835-1840), la espina dorsal del establishment.

Miremos el asunto desde otro ángulo. Estados Unidos tiene 300 millones de habitantes y, según una encuesta reciente de Forbes, unos 352 de ellos con más de 1 000 millones de dólares en su haber, lo que arroja algo más de un millardario por cada millón de habitantes. No es mucho. Desde luego, hay infinidad de multimillonarios más. Pero multiplíquense estas dos últimas cifras, divídase el monto total entre
--pongamos al buen tuntún para no ser mezquinos-- 60 millones de pobres y se verá que no alcanza ni para un mes. La solución del problema de la miseria está, pues, claramente en otra parte. A saber, no en quitarles a golpe de leyes y decretos a los que tienen más para dárselo a los que tienen menos sino en crear oportunidades para que los que tengan menos logren aumentar sus ingresos.

He aquí un ejemplo negativo que ilustra cómo funciona la interacción entre religiosidad y liberalismo en Estados Unidos: una iglesia protestante de un barrio de clase media negra donó una confortable vivienda familiar de 75 000 dólares a una pareja negra a la que, supuestamente, el huracán Katrina le había arrasado la suya en Nueva Orleáns. Ni tonto ni perezoso, el marido vendió la casa en 88 000 dólares sin siquiera haberse mudado. Interpelado por la reportera de CNN ante las cámaras el 22 de noviembre pasado, Joshua Thompson --que así se llama el individuo-- respondió con una frase lapidaria: Take it up with God! (“¡Cójala con Dios!”).

En verdad, el hombre, estafador o no, se había atenido al pie de la letra a la lógica individualista del sistema. La casa era para él un activo y, si podía sacarle una buena tajada vendiéndola, nada obstaba para que lo hiciera. Salvo la ética, que es un asunto de fe, o sea, según el credo evangélico, concierne a la relación particular de cada cual con su conciencia y con Dios. Agradecido, lo estaba Mr. Thompson, ¿cómo no? Pero, una vez donada, la casa era legalmente de su propiedad y él podía hacer con ella lo que se le antojara.
Estados Unidos como tierra de salvación para perseguidos políticos

Frente al resurgimiento de la intolerancia en la Europa “multiculti” del estado del bienestar, la meritocracia norteamericana vuelve a reafirmarse como la tierra de salvación de los intelectuales perseguidos del otro lado del Atlántico. Tal es el caso, por ejemplo, del Premio Nobel de Literatura (2006) turco Ohran Pamuk, que acaba de pedir asilo en Estados Unidos. Allá se siente a buen recaudo de sus perseguidores nacionalistas, que lo acusan de haber roto el tabú del genocidio contra los armenios, ocurrido durante la Primera Guerra Mundial. Temeroso de las colonias turcas, Pamuk no optó por ningún país de UE.

Antes que él ya había hecho lo mismo el año pasado la ex diputada holandesa y brillante ensayista Ayaan Hirsi, amenazada de muerte por blasfemar contra el Islam. Salman Rushdie vive todavía bajo protección policial en Londres por causa de sus Versos satánicos, considerados una afronta al Islam. Pamuk y Hirsi incurren, además, en un pecado de lesa progresía: son prooccidentales confesos, racionalistas y librepensadores. Voltaire, Locke, Holbach, Montesquieu y los enciclopedistas están medio moribundos en Occidente. Sus epígonos modernos, Russell, Popper, Aron, Finkielkraut, Revel, a duras penas tolerados en razón de su talento y prestigio, pero muy poco leídos. Eso sin contar que en Francia, Bélgica, Italia, Inglaterra, Austria, España, etc., lo judíos llevan cada vez más una existencia semiclandestina, y a menudo los deportistas negros tienen que soportar insultos racistas (muecas, chillidos simiescos, agresiones físicas) en los estadios de fútbol europeos.

Digresión aclaratoria

Por supuesto que no pretendo en modo alguno reclamar la paternidad de los datos por mí citados. Baste decir que los he tomado mayormente de fuentes secundarias liberales. (Si el lector lee Granma, Juventud Rebelde, Revista Unión, Criterios o La Jiribilla, le aseguro que ya sabe todo lo aprendible leyendo la prensa progresista occidental, basta con bajarlo o subirlo un poco de tono, según el caso.) Cualquiera puede encontrarlas con solo buscar en Internet. Los he reunido en este artículo de divulgación justamente porque no trascienden con la debida frecuencia a la prensa escrita, radial y televisiva (incluidas la BBC, TVE y CNN, claro). Los medios, en cambio, suelen respetar aquí los cánones de lo “políticamente correcto”, que por definición es de antemano antiamericano, como lo es también el grueso de la literatura artística occidental.

Masoquismo y falacias progresistas

Occidente, ya se sabe, es masoquista. En el fondo, en su ataque a ultranza contra el sueño americano, que es el sueño de todos los cuerdos en la sociedad de consumo, se agrede a sí mismo. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias: se trata de la misma relación de amor y odio que caracteriza las relaciones históricas entre Cuba y “el Norte revuelto y brutal que nos desprecia”, como dijo Martí en uno de sus arrebatos hispanizantes. Paradójicamente, se odia más a Estados Unidos por lo que tiene de positivo como sistema que por lo negativo, que es su punto vulnerable, el que empareja el pleito de vez en cuando.

Lo bueno, que es casi todo lo que venga de allá, se copia sin rebozo. Por ejemplo, cuando llegué a la RFA en 1993, me disgustó constatar que todas las estaciones de radio transmitían continuamente canciones anglosajonas originales: country music, jazz, rock, blues, rap, hip hop… La mayoría de los grupos musicales alemanes poseen un amplio repertorio norteamericano. Y aquí, como en Cuba, se dan por buenas e imitan todas las modas americanas, desde los últimos dicharachos en Nueva York hasta los pantalones bataolas a media nalga y la gorra de visera ladeada de los negros refistoleros de Harlem. Y se da la vida por un premio yanqui.

Cuando le dieron el Oscar, la codiciada “estatuilla imperialista” en 2002, al cineasta español Pedro Almodóvar, otro progre de tomo y lomo, hubo que arrancarle el micrófono de las manos y bajarlo casi a rastras del estrado de premiación. No paraba de agradecer. Días antes de las presidenciales de 2004 en Estados Unidos, el director de la película Buena Vista Social Club, Wim Wenders, otro que se atraca como para él solo con el fast food progresista, declaró coquetamente en un conversatorio transmitido por el canal público alemán ARD que “Yo no aguanto un segundo período de Bush”. A lo que la moderadora Sabine Christiansen le preguntó: “¿Quiere eso decir que, si Bush es reelecto, Usted renunciará a la ciudadanía adoptiva estadounidense y se repatriará a Alemania?” Hasta los fríos vientos de este invierno no ha hecho ni una cosa ni la otra. No hay que tomarse en serio a la farándula: como ya insinué en otra parte, su negocio con el público, adoctrinado por un bombardeo mediático a lo Goebbels, consiste en no desentonar.

El siglo de Estados Unidos

A la vista de la documentación anterior, no cabe duda de que el XXI será de cabo a rabo el siglo de Estados Unidos. Cierto, China y la India --la UE parece estancarse por su libre albedrío y Rusia no cuenta por larga data-- ya se yerguen en el horizonte como futuros rivales de consideración. Pero, dada la inmensidad de los lastres socioculturales, políticos, económicos y demográficos que arrastran esas gigantescas naciones, les queda aún por recorrer largo trecho antes de darle alcance al puntero.

Eso suponiendo que no tropiecen en su atropellada carrera y Estados Unidos permanezca donde se halla ahora mismo. El primer requisito les será harto difícil de llenar; el segundo no depende de sus esfuerzos y, como hemos visto, no se está cumpliendo. Finalmente, si nos fijamos bien, es el estado del bienestar europeo el que, a regañadientes, está siendo laboriosamente desmontado en el Viejo Continente para ponerlo a tono con las exigencias de la globalización, que es lo mismo que copiar aspectos distintivos del modelo liberal norteamericano, como ya hicieron sabiamente los ingleses bajo la mano dura de la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, en los 80. La UE ha tocado el techo de sus posibilidades, pudiendo incluso implosionar.

Conclusiones para cubanos

Así las cosas, se impone una pregunta sobre el futuro inmediato de Cuba de cara a la sucesión castrista: ¿qué modelo adaptar a nuestras circunstancias nacionales? Por descontado que ni los cubanos de la Diáspora ni nuestros compatriotas de a pie estamos en condiciones de escoger nada. De momento, por voluntad de la nomenclatura, esa decisión la tomarán quienes detentan el poder efectivo en La Habana. Pero, si no me he explicado mal, de mi análisis comparativo se deduce que la realidad subjetiva cuenta mucho más para la solución de los problemas que la realidad objetiva. Lo que a la postre acaba sucediendo se parece a lo añorado por la mayoría.

No me voy a entrometer en los deseos de Usted, lector, pero los míos se apoyan sólidamente en los siguientes elementos de juicio: 1) el rastro de la mayoría de los balseros; 2) el hecho cierto de que, sin exagerar, al menos un 80% largo de la juventud insular piensa también votar con los pies rumbo al norte; 3) la existencia a 90 millas de la Isla de una poderosa comunidad cubana en La Florida; 4) la coincidencia de que a la misma distancia se halla nuestro principal socio comercial y turístico del futuro, que casualmente es la megapotencia del siglo XXI; 5) la importancia estratégica recientemente concedida en Estados Unidos al etanol, un producto capaz de hacer rentable la agricultura cañera en la Isla; 6) el descubrimiento de inmensos yacimientos de gas y petróleo en la costa norte de la Isla, hallazgo que, de ser cierto como todo parece indicar, cambiaría a mediano plazo el papel geopolítico de Cuba, anularía su dependencia de los hidrocarburos venezolanos y, sobre todo, nos ayudaría a superar nuestro tradicional complejo de inferioridad con respecto a Estados Unidos. El lugar de Cuba está, pues, en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

Resumiendo, este servidor ve nuestro futuro insular en la conformación de un eje turístico-cultural caribeño entre La Florida y Cuba; el consiguiente ingreso al TLCAN junto con Estados Unidos, México y Canadá; la reimplantación gradual de la economía de mercado; y en una segunda etapa, la democracia multipartidista sin etiquetas ideológicas y el estado de derecho con (para no tener que volver a recordar el ensayo de José Antonio Saco sobre el juego y la vagancia en Cuba) el bienestar que cada cual se pueda agenciar, plus una razonable asistencia social al que la necesite. Éstos últimos, si no de inmediato, experimento brusco susceptible de acabar en caos y sangrero, después de una segunda fase, que serviría para sanear la economía y restaurar la infraestructura industrial, vial y de servicios. Tras el exordio biológico del actual liderazgo histórico, que sobrevendría a más tardar con la muerte del heredero designado --que puede morir antes que el hermano; confieso que no sé si poner pararrayo-- y sus adláteres de la vieja guardia guerrillera, arrancaría la ansiada transición a la democracia.

Sólo entonces los cubanos de a pie de la Isla estarían en condiciones de aspirar, más o menos en igualdad de oportunidades, a realizar su versión particular del sueño americano, que no tiene que ser necesariamente “norteamericano”, sin tener que abandonar el terruño. ¿En que consiste ese sueño americano criollo? Pues, simplemente en la posibilidad razonable, que no la seguridad, de hacerse algún día con esfuerzo propio de una casa de dos plantas en las afueras: con garaje, jardín cercado, piscina tal vez, trabajo bien remunerado, una cuenta corriente en el banco… El resto: poder votar en contra o a favor del gobierno y perderse del Morro sin consultar a la policía secreta. El sueño americano no es un mito, es más bien una competencia pura y dura pero bajo el imperio de la ley, con unas reglas de juego equitativas que nadie puede violar sin riesgo. Como tal, no se da de bruces con la naturaleza humana. Por eso seduce y triunfa.

Cierto, no todos lo conseguirán, pero justamente en el riesgo radica el encanto del sueño americano. Por lo demás, si Raúl optara por la vía del Reino del Medio, de todos modos habría que masticar chicle y hablar inglés. Pues 250 millones de chinos ya lo están haciendo a su aire asiático. Entretanto, no le aconsejo a nadie que les corte el paso a los balseros cubanos en el Estrecho de La Florida o a sus homólogos mexicanos en la frontera norte para advertirles que deben esperar a mejores tiempos antes de intentar realizar su sueño americano.