Friday 22 June 2007

Si no hablo, me ahogo

El lugar real de Encuentro dentro del espectro del exilio

Por Jorge A. Pomar, Colonia


La “glasnost” es como un juramento de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Vladimir Bukovski,
El punzante dolor de la libertad


Este alegato debió ser una carta abierta a la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana (AECC) explicando las razones de mi despedida, con el ruego a la redacción de
Encuentro en la Red de que, al igual que se había hecho tiempo atrás con intelectuales orgánicos del régimen, tuviese la gentileza de darla a conocer a los lectores.

Permítaseme aquí una digresión a fin de poner el parche antes que salga la llaga. Lo sé: no me granjearé simpatías con lo aquí expuesto. He sopesado los pros y los contras hasta la saciedad, empezado varias veces a teclear mis razones y vuelto a arrojar las cuartillas a la papelera. Me inhibía el argumento de no dar armas al enemigo, de morder el freno y callar con tal de no servirle en bandeja de plata nuevos trapos sucios del exilio a la propaganda oficial.

Me impuse, asimismo, el imperativo de no acusar en falso, de no precipitarme a sacar conclusiones sobre un estado de cosas que, era mi esperanza, podía revertirse en cualquier momento. Desafortunadamente, me quedé esperando. Siento vergüenza propia y ajena. Ha sido duro para mí renunciar a lo que en otro tiempo creí hallar en
Encuentro: un oasis de empatía en medio del semidesierto de amor a la oposición cubana en Europa Occidental. Pero he llegado a la conclusión de que, si no hablo, me ahogo. Nada personal me mueve contra los dirigentes de la Asociación. Mi propósito no será otro que situarla en su justo lugar dentro del espectro del exilio, ni más acá ni más allá.

La causa de mi enfado fue el rechazo al artículo “¿Qué se cuece en La Habana?” donde, a raíz de la Proclama del Comandante en Jefe (31-07-2006), invoco el derecho a la rebelión, la posibilidad de un levantamiento anticastrista como un factor aleatorio que nadie podía descartar (no lo estaba haciendo el Gobierno que, previéndola en aquella coyuntura, redobló la vigilancia callejera y decretó la movilización general de las Fuerzas Armadas.

Tras falsas excusas, peloteos y la mediación de un amigo común, a fin de “sosegarme”, la máxima instancia en persona de la casa se dignó explicarme, vía telefónica, el motivo real: mi artículo podía ser interpretado como un “llamado a la violencia”; en situación tan delicada como la que atravesaba la Isla, debía actuarse con sentido de la responsabilidad patriótica para garantizar la “paz social”. Aquello me olía a ambiente de núcleo del PCC.

No di de entrada mi brazo a torcer, arguyendo la perogrullada editorial de que las opiniones de los autores no tienen por qué ser las de la redacción. Ni modo: “Publícalo en otra parte”, me sugirió sin rodeos. Lo hice de inmediato, sin autocensura, es decir, con lo antes dejado ex profeso en el tintero, en
Cubanálisis, remitiéndole el texto corregido y aumentado a Encuentro en la Red. Pero resolví no airear mis discrepancias con la AECC y, echarle tierra al asunto hasta más ver después de la crisis. Nunca más volvería a escribir para Encuentro.

Con todo, el incidente me dio un
insight sobre la cadena de mando en la sede madrileña. Aquella jugada de contención afectiva tuvo la virtud de revelarme quién lleva, en última instancia, la batuta en la AECC: como el lector sagaz habrá adivinado, mi interlocutora, Annabelle Rodríguez. En exclusiva, al menos para asuntos de política editorial en circunstancias trascendentales donde, por desgracia, el resto del personal de la sede en calle Infanta Mercedes # 43 ni corta ni pincha.

Para no hablar ya de los no domiciliados en Madrid. Me consta, por ejemplo, que el vocal Manuel Díaz Martínez (Gran Canaria), con quien jamás he tenido desacuerdos de principio, raras veces, si acaso, es consultado. En el inextricable mundillo de la diáspora intelectual cubana, donde la inmensa mayoría los gatos son pardos, meto la mano en la candela por él: ni muerto se le ocurriría aplicarle la censura a nadie. Me dolió que se recurriese a él como mediador, papel que, por cierto, desempeñó caballerosamente y sin tomar partido en el asunto. Igual creo saber que ni Pablo Díaz ni Michel Suárez comparten la postura de la presidencia de la AECC.

No me gustó el
modus operandi, en particular, el abuso de nuestra amistad común con el poeta. Él mismo que más tarde, tras leer un texto mío sobre el reciente debate de los intelectuales, me aconsejó enviárselo a Encuentro en la Red. Estimaba que mi pladoyer a favor de concederles voz y derecho de habeas corpus a los chivos expiatorios del Quinquenio Gris, Luis Pavón y Jorge (Papito) Serguera, introducía un elemento novedoso en el ya hinchado dossier de la revista digital. A sabiendas de que de nuevo estaba tocando una tecla disonante, y porque la esperanza es lo último que se pierde, me dejé contagiar por su buena fe. Ni acuse de recibo hasta la fecha.

Encajé el desaire, el enésimo: fulano o mengana no están (me pregunto si el “Dile que no estoy” regirá también cuando del otro lado del cable está algún potentado del gobierno socialista); no tenemos personal para contestarles a vuelta de correo a tantos a la vez; tu artículo es demasiado largo; demasiado personal; no aporta nada nuevo; ya publicamos otro sobre el mismo tema; tumba esto, tumba lo otro (cuando no lo tumba el redactor por su libre albedrío); no cuadra abordar ese asunto en estos momentos...

Todo eso forma parte, como la grosería de no acusar recibo, de los gajes de escribir para
Encuentro. No me ha sucedido a mí solo. Mi primer desencanto tuvo lugar durante los días previos al congreso de la Asamblea para Promover la Sociedad Civil en Cuba (APSC) en mayo de 2005. Se acercaba la fecha inaugural y Encuentro en la Red aún no había rozado el tema, a pesar de la peligrosa atmósfera (boicoteo, amenazas oficiales, deserciones, etc.) que se estaba formando alrededor de las cabezas de los organizadores.

En vista del bache informativo, escribí un extenso artículo de apoyo al evento y repudio a desertores y detractores. Mutismo absoluto en la sede madrileña. Ahí les puse mi primer ultimátum. A regañadientes, publicaron el texto: en dos partes y en segundo plano, como si se tratara de un asunto de menor importancia.

La AECC tiene, obviamente, sus preferencias entre los grupos disidentes de la Isla, que no por azar se solapan por completo con las del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Los organizadores del cónclave disidente habían elegido como fecha inaugural la efemérides del 20 de Mayo, que este año
Encuentro en la Red ha vuelto a pasar olímpicamente por alto. Omisión que equivale a una profesión de fe. Hasta aquí el inventario de mis desencuentros con Encuentro.

Si este alegato aparece ahora en mi blog, es porque seguro estoy de que no lo publicarían en forma de carta abierta. Pues no se han molestado en contestar a personas con peores agravios, como Belkis Kuza Malé , cuya protesta por su arbitraria exclusión del homenaje a Heberto Padilla, su esposo y compañero de lucha durante el calvario de ambos en La Habana en 1971, cierra con esta elocuente frase: “Duro es tener que alzar la voz cuando todos callan”. Y bien que lo es.

Tampoco habían refutado antes imputaciones mucho más graves, como las de Servando González en “El extraño encuentro de Jesús Díaz con la muerte” y César Leante en “El largo brazo de Castro” . El breve email de Annabelle Rodríguez a Emilio Ichikawa a propósito del impecable artículo de Fructuoso Rodríguez en El Nuevo Herald, aparte de no haber sido dirigido al interesado, ni siquiera aborda el meollo de la acusación.

Es notorio que en la sección de cartas de Encuentro en la Red no se admiten críticas a la casa. Ni bien ni mal redactadas, ni lacónicas ni pormenorizadas, ni injuriosas ni corteses... Elogios y parabienes, sí, por más que dejen que desear en esos tres rasgos estilísticos. Siendo así, no es de extrañar que, en los fastos por el décimo aniversario de la AECC, Annabelle haya declarado lo que sigue:

Es difícil satisfacer a todo el mundo. Por una parte, las críticas iniciales que recibíamos, hoy en día se han convertido en una especie de consenso de que Encuentro es la revista cubana de más prestigio, seriedad y la que trata los asuntos de la manera más objetiva posible--independientemente del color político que tengan los que la leen--. Pero errores claro que ha habido y seguramente seguirá habiendo.

Lenguaje de palo harto conocido por los cubanos. Con razón o sin ella, nunca ha existido en el exilio semejante consenso respecto a la labor de Encuentro. Cuando más, cabe decir que hubo una época en que esa “especie de consenso” estuvo a punto de cristalizar. Por desgracia, esa época quedó atrás. Hoy lo contrario es cierto. La dos versiones de la revista son apenas un pálido reflejo de su mejor época; lo son incluso con relación a la polémica, pero rica fase fundacional. Ambas destacan más bien por su insipidez, por la evidencia de la mano implacable del censor.

En la trayectoria de ambas revistas desde su fundación hasta la fecha, resaltan a grandes rasgos tres fases: una fase inicial confusa (la versión digital, posterior, no entra en ésta) en la que, junto a textos de personeros culturales del régimen y dialogueros belicosos como René Vázquez Díaz (ver su espectacular acto de nudismo doctrinaal en La Jiribilla), figuran francotiradores de todas las tendencias, con notable predominio del debate al rojo vivo al gusto de Jesús Díaz.

La segunda fase, la más rica, caracterizada por un viraje radical hacia la confrontación con La Habana, tiene sus hitos, entre otros, en el choque de trenes Díaz-Martínez-Vázquez Díaz en Estolcomo y, señaladamente, en el viaje del fundador a Miami. En el fondo, el desencadenante de esta fase, como especulan Servando y César fue el corte definitivo por el fundador de sus últimos lazos secretos o tácitos con La Habana.

El brusco cambio de política editorial y la exasperación oficial, indican a las claras que, en efecto, hubo una ruptura. Si Jesús falleció de muerte natural o asesinado, es materia opinable: no consta en acta en su acta de defunción, y quizás nunca más pueda esclarecerse. Lo que si me consta a mí, que ocasión tuve para aquilatar su contradictoria personalidad en Berlín, es que le sobraban agallas para zafarse de cualquier tutelaje. Era un tipo campechano pero igual bastante autoritario y dominante. Tenía voluntad de poder excluyente. Por tanto, estaba como predestinado al choque frontal también con el régimen.

Las peripecias del primer Consejo Asesor bajo su égida, con no pocas dimisiones intempestivas, así lo demuestran. Nadie cambia de carácter con sólo cambiar de bando. Suponerlo es propio de ilusos o moralistas contumaces. Pero igual sabía disculparse y pedir perdón, cosa que hizo a menudo. Más aún, hizo lo que, dándolo por sobreentendido, la mayoría de los intelectuales de la Diáspora jamás ha estimado indispensable: ajustar cuentas a título individual con el pasado.

No le fue fácil, no lo es para nadie con un rol negativo en la jerarquía cultural de la Isla. Zigzagueó, vaciló. Pero, a la postre, a Jesús le alcanzaron el valor y la coherencia intelectual para tocar fondo en ese empeño, para rediseñar el “encuentro de las dos orillas”, dándole su única dimensión útil, es decir, elevándolo por encima de las ideologías de izquierda y derecha.

En su descargo, puede afirmarse de él lo que Serguera sobre sí mismo: “Uno no es revolucionario impunemente”. Frase axiomática. De ahí que mi laudatio para el homenaje póstumo a su vida y obra se titulara “Jesús, el cubano perfectible”. Ese coraje para ajustar cuentas consigo mismo en una medida estimable, de dar excusas y pedir perdón a los agraviados por él, esa perfectibilidad es la que se echa de menos en Annabelle Rodríguez, de quien aún se espera un outing similar.

Vaya, pues, a título de adelanto, para ir entrando en caja, la clasificación que le asigno: la AECC (excluyo a sus colaboradores externos) pertenece, en sentido lato, al movimiento disidente. Sobre todo, ha realizado y continúa realizando una encomiable labor cultural. Incluso en el plano político-ideológico su trabajo actual, aunque errática, no es del todo desdeñable. Esos méritos nadie que esté en su sano juicio se los regatea.

Ahora bien, como cualquiera con o sin experiencia editorial ha podido observar, últimamente se ha puesto al servicio de la política cubana del actual gobierno socialista español. Según trascendió de la revelación de un memorando secreto de su embajador en La Habana, un ex comunista mal reciclado, dicha política consta de tres directrices básicas: 1) defender a ultranza los intereses económicos de España en la Isla; 2) considerar a Estados Unidos, y no al castrismo, su adversario número uno en La Habana; y 3) priorizar en exclusiva a la disidencia antiamericana en detrimento de otros grupos opositores (considerados por el PSOE) "cercanos a Washington".

No hay que ser genio de la lógica para deducir las implicaciones de esa trilogía programática; ni vidente para apercibirse de su aplicación, al pie de la letra o casi, en la política editorial de la Asociación. Por mucho que queramos cerrar los ojos ante las evidencias, no cabe duda de que presenciamos una intromisión masiva de la diplomacia del PSOE en los asuntos internos de Cuba, puesta de manifiesto, en forma grotesca, durante la reciente visita a La Habana del canciller Moratinos y en sus acrobáticos forcejeos por levantar las sanciones comunitarias a la Isla.

Al parecer, la AECC no ve ahí ingerencia alguna, o si la ve. Prueba de ello es que se ha limitado a cubrir las noticias al respecto en tono neutro, sin aventurarse a tomar partido, sin atreverse a publicar un solo editorial sobre el ultraje de Moratinos a la oposición interna y sus consecuencias. Por la misma razón que no crítica una medida oportunista de última hora como la ampliación del derecho de residencia de los cubanos sobre la base de la sangre, que no persigue otro fin que compensar la pésima impresión dejada por el canciller español.

Con esa pesante salvedad de su dependencia extranjera, afirmo tajantemente, sin embargo, que la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana sigue perteneciendo hoy en día al espectro opositor del exilio, dentro del cual ciertamente no vale pero si cabe todo lo que de algún modo, por peregrino que sea, se oponga al statu quo en la Isla. Al extremo de que, si la AECC no incurriera a su vez en el error de negarles esa finalidad a toda persona o grupo liberal dentro y fuera de la Isla, a los que suele descalificar por “cercanos a Washington”, con toda seguridad yo me habría ahorrado el engorro de redactar estas cuartillas.

Habida cuenta de que, aun cuando no sea en absoluto de mi agrado y del de muchos más, he de reconocer que cualquier cambio que el gobierno socialista español desee para Cuba, incluida una probable “sucesión tranquila”, que no ponga en peligro sus sacrosantos intereses económicos, sería siempre mil veces preferible a la actual situación en la Isla. Tanto para decir, fiel al concepto de glasnost del disidente ruso Vladimir Bukovski, “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad” respecto al nicho realmente ocupado por la AECC dentro del espectro opositor.

En concordancia con lo anterior, no puedo menos que hablar de finanzas. A título de lego en la materia, claro está, ya que ni soy economista ni manejo todos los datos estadísticos, por más que me haya tomado el trabajo de leer el extenso informe publicado hace unos años por la AECC con el fin de desmentir a La Jiribilla. Quedaron demasiados cabos sueltos en esa autodefensa de cara al régimen. De entrada, a juzgar por la lista de patrocinadores que da la revista digital, el monto de la ayuda ha de ser considerable.

Admitido, todos esos patrocinadores tienen su listón ideológico. Imponen sus condiciones y, cosa sabida, no suelen financiar entidades de signo liberal, en el sentido peyorativo dado a ese adjetivo en círculos de izquierda antisistema. Al menos, no en tan generosa cuantía. A no ser que alguien demuestre su equidad en materia de asignación de fondos, no deja de ser un dato sospechoso. La convergencia de recursos millonarios en un solo beneficiario es un hecho llamativo, revelador de un nítido sesgo favoritista.

Ahora bien, que nadie se llame a engaño: como me confesara un día el novelista Manuel Pereira, “lo que paga Encuentro no me alcanza ni para la fuma”. Yo mismo no he cobrado, por todos mis modestos pero laboriosos artículos, desde 1999 hasta la fecha, una suma total superior a los 300 euros, calculando por lo alto. Ignoró si a los prominentes se les remunera mejor. No me consta. Pero seguro estoy de que, incluso sin tener en cuenta las diferencias de costo de vida, La Jiribilla paga mejor por los bodrios que publica. Tan sólo pretendo aclarar aquí que los colaboradores libres de Encuentro trabajan más bien por convicción y amor al arte. “Voluntario”, como predicaba el Che. Por curiosidad, si no es una indiscreción: ¿cuánto ganan los fijos?

Dado que Encuentro ha pasado por una fase de definición liberal que en su momento levantó ronchas en La Habana, deduzco que la presidencia de la AECC dispone de un margen de maniobra que no está aprovechando. En parte, por la coyunda “pacifista” (no olvidemos que esta palabra tiene en Europa Occidental una fuerte connotación antiamericana) impuestas por los "desinteresados" donantes; en parte, por falta de nervio para soportar las múltiples presiones ejercidas sobre una Asociación no exenta de riesgos en un distrito tan aperreado como Madrid.

Pero sobre todo, es evidente, por afinidad voluntaria con el gobernante PSOE, única entidad local capaz de garantizarle impunidad a la Asociación en el clima de terror y agresividad política imperante en la Península. Dicho por lo claro, en la supeditación de Encuentro al PSOE pesan tres factores: parcialidad, ley del menor esfuerzo (léase riesgo) y, muy importante, conveniencia material, ya que de algo hay que vivir en el exilio y aquí no es tan fácil ni da lo mismo cambiar de puesto de trabajo como en Cuba.

Un cuarto factor determinante guarda relación con el primero y da que hacer al censor: un cada vez más ostensible contubernio con la alta jerarquía cultural insular que a su vez, como todos sabemos, no es indiferente a los ucases del Buró Político. Si bien, esa discreta relación concuerda con la finalidad original de unir a la intelectualidad “de ambas orillas”, sólo Annabelle y algunos otros miembros de la dirección de la AECC conocen su real alcance. Fuertes indicios apuntan en esa otra dirección.

Con la nueva posición que han asumido, los de la AECC no corren riesgos. De hecho, han pasado a integrar la mainstream de la sociedad española bajo el ejecutivo socialista presisido por Zapatero. Del Partido Popular (PP) nada físico tienen que temer, pues Aznar y Rajoy jamás han enviado pandillas de porristas a romper a las malas lecturas o reuniones de disidentes, a diferencia del PSOE y sus aliados de Izquierda Unida (IU). Por otra parte, en España opera ETA, una organización terrorista con fuertes nexos con La Habana. Hay, pues, razones para la cautela.

Es fácil comprender su delicada situación. Por lo demás, ellos mismos me la han explicado más de una vez. Ahora bien, implantar la censura y dar preferencia a unos opositores sobre otros no es precisamente la mejor manera de, como reza el programa de la Asociación, “contribuir al desarrollo de una cultura de la democracia, para que Cuba pueda transitar pacíficamente hacia una sociedad abierta, plural”. Tampoco fomenta la tan llevada y traída “cultura del diálogo” ni la “libre circulación de ideas e información”.

Quienes aborrecemos de ese sesgo “progresista” de banda estrecha no lo hacemos por manía de llevar la contraria, sino por constatar una y otra vez que todo lo que en la Unión Europea está a la izquierda de la socialdemocracia clásica, e incluso buena parte de ella, vota rutinariamente en la Eurocámara a favor del castrismo o, como máximo, se abstiene. El acoso al exiliado no proclive a hacer concesiones es aquí tan fuerte que puede afirmarse que, a todos los efectos prácticos, seguimos siendo en cierta medida aquí en Europa Occidental disidentes, cuando no marginados, convidados de piedra No exagero un ápice. Hablo por experiencia propia y ajena.

Cualquier repaso de ambas versiones de Encuentro, la escrita y la digital, y de la intensa labor foral de los portavoces más activos (hay miembros prominentes pasivos e inconsultos) de su plana mayor, permite clasificar hoy a la AECC como una organización socialista democrática, antiimperialista (entendiendo por tal sólo a Estados Unidos) y, a ojos vistas, a las órdenes estrictas del Partido Socialista Obrero Español (PSOE).

Tan íntimo es el abrazo que, con respecto a la política cubana de Zapatero, Encuentro va a la zaga del diario oficial El País, que de vez en cuando se atreve a abrir el debate y darles voz a sus lectores. Por cierto, en el caso de la visita de Mariela Castro, la hija de Raúl y Vilma Espín, patrona de los homesexuales en la Isla, los sarcasmos en los comentarios de la mayoría de los lectores que, asociándola al nepotismo franquista, la bautizaron como la "Sobrinísima", revelan que mucho ha cambiado respecto al castrismo en la opinión pública peninsular.

El tema español, tratándose de la Madre Patria, de sumo interés para el lector de la Isla, brilla por su ausencia en las páginas de Encuentro. Puede que haya sido una coincidencia, los efectos del cúmulo de quejas, pero se me antoja que los argumentos de mi última protesta no cayeron del todo en saco roto, visto que pronto se operó un nada sutil cambio de política editorial. Es lícito echar pestes, había argumentado yo por teléfono a raíz de la censura a “¿Qué se cuece en La Habana?”, contra Bush, los neocons y los republicanos; no así contra Zapatero, la progresía española y el PSOE...

Optaron por una solución salomónica: excluir también a Estados Unidos del análisis crítico. En su lugar, abulta la profusión de artículos sobre la República Bolivariana, tanto que de un tiempo a esta parte Encuentro en la Red parece más bien un portal del exilio venezolano. Y, como quien no quiere la cosa, se mantiene a perpetuidad en portada la saga jurídica de Posada Carriles. Signo de interrogación, porque si de alguna noticia están hasta la coronilla los lectores de la Isla es de ésa.

No abogo aquí por una publicación proamericana; tampoco sugiero cancelar los ataques, justos o injustos, a la Casa Blanca o al mal llamado “exilio duro”. No acabo de verles la dureza a ninguno de los dos que, si bien de manera indirecta, siguen siendo el blanco de Encuentro. Al contrario, echo de menos el debate, siempre prometido y jamás impulsado, excepto por triviales certámenes sobre del batistato a ras con la “memoria histórica” selectiva al estilo Zapatero. Echo de menos la amplitud de miras, la admisión de puntos de vista diversos, el derecho de réplica, la distinción entre opinión autoral y editorial.

Y una objeción de carácter institucional: no entiendo por qué razón la entidad madrileña se llama “Asociación”. Según el diccionario de la RAE, ese sustantivo denota: “Conjunto de los asociados para un mismo fin”. Si es así y, además, la entidad es “no lucrativa”, ¿quiénes son los asociados, habida cuenta de que no lo son los colaboradores libres o, al menos, no todos? ¿Cuándo se reúnen? ¿Cómo se elige a los miembros del Consejo Asesor?

¿Quién designó a Annabelle Rodríguez, de profesión burócrata cultural, presidenta de la Asociación, además de ocupar igual cargo al frente de la revista escrita y decidir en última instancia qué se publica en la digital? ¿Por qué no un historiador tan prestigioso Rafael Rojas? La respuesta pudiera haberla dado él mismo en el artículo “Breve historia de un malentendido”, donde niega rotundamente que Cuba haya sido una colonia norteamericana. Negación que echa abajo el andamiaje argumental de la AECC y sus mentores del PSOE. Significativamente, el artículo de Rojas obtuvo el imprimátur de El País.

Se podrá argumentar con razón que Rojas y otros autores hemos sostenido, explícita o implícitamente, ese punto de vista en la revista. Pero lo cierto es que eso era posible hacerlo durante la fase anterior. No así en la actual. Hoy la Asociación deja ver a las claras sus preferencias ntre los prominentes de ambas orillas: señaladamente, entre otros, el senador cubanoamericano Bob Menéndez y el presidente de la FNCA Joe García en Florida, ambos “moderados”; y en la Isla el socialista democrático Manuel Cuesta Morúa, entre otros ya no tan favoritos, como Oswaldo Payá, quien ha volado alto a propósito del ultraje de Moratinos. Correlativamente, entre sus bestias negras figuran los hermanos Díaz-Balart e Ileana Ros-Lehtinen, considerados “ultraderechistas”, y con especial encarne, Marta Beatriz Roque Cabello.

Pero sigamos adelante con las preguntas. ¿Quién nombró A Beatriz Bernal como vicepresidenta? ¿A Vivian Carbó como Coordinadora de Asuntos Internacionales? Jorge Luis Arcos, sin aval en la disidencia insular, ¿acaso integra el Consejo Asesor para compensar la presencia de José Antonio Ponte, que sí lo tiene? ¿Por qué a él, que de golpe y porrazo se declara “socialista democrático”, y no a intelectuales liberales de no menos prestigio y más antigüedad en el exilio español? Por ventura, ¿no estaría su inexplicable ascenso en la AECC previamente pactado con las autoridades de la Isla?

¿Quién o quiénes fijan la política editorial, deciden cuál texto se publica y cuál no? ¿Existe una lista negra de autores conflictivos o proscriptos? ¿Ante quién o quienes, cuándo y cómo rinde cuentas la Asociación, y dónde pueden consultarse las actas de sus reuniones? No, no hay glasnost, no hay transparencia en Encuentro. Ni mucha ni poca.

Lo que sí hay es censura y favoritismo. Por ejemplo, mi afectuosa semblanza crítica de Abel Prieto, titulada “Siete secuencias en la vida de un ministro de Cultura” (Baracutey, Cubanálisis, El Abicú Liberal) fue descartada por “demasiado personal”. ¿Y cómo no lo iba a ser, tratándose de vivencias del autor con el diseñador de la actual política cultural del régimen? De biografías de políticos prominentes están llenas las revistas más serias del mundo. La negativa a publicar mi artículo tuvo lugar justo durante la Feria del Libro de Guadalajara (FIL 2002). En mi opinión, ese evento, donde coincidió la plana mayor de AECC con la de la UNEAC, fue el parteaguas de la política editorial de Encuentro, marcó el punto de transición gradual hacia la actual fase ultramoderada.

Llama la atención el rigor con que se aplica el requisito de escribir siempre alabanzas, por citar un autor leal al régimen, acerca de Cintio Vitier, pero nunca enfoques críticos de sus más que cuestionables (dejo a un lado la calidad literaria, que no discuto) obra y postura intelectual. Tacharon su nombre de una enumeración crítica en un artículo mío, so pretexto de que la sobrina del poeta nacional-católico funge como corresponsal de Encuentro en la Red en La Habana y, cada vez que el viejo lee algo malo sobre él en la revista se desfoga con ella. Facit: prohibido incordiar a las vacas sagradas de la UNEAC.

Si no se puede criticar a los intelectuales orgánicos del régimen, argumenté en una de mis conversaciones telefónicas con la redacción de Encuentro en la Red, entonces lo más sensato sería no emular con el Gobierno en rendirles una pleitesía inmerecida. Los festivales hagiográficos, la bombo-mutual intelectual, tan exuberantes como en La Jiribilla, son una empresa en auge en ambas revistas, el instrumental persuasivo por excelencia de la AECC para lograr la utopía original del fundador de Encuentro: el feliz reencuentro de la cultura cubana de ambas orillas.

Utopía, “en ninguna parte”. Pues jamás en la historia de la cultura cubana, o de cualquier otra sociedad, a excepción de las tiranías totalitarias, los intelectuales han cerrado filas entre sí y menos aún para marchan al son de atabales gubernamentales. Es más, su unidad al interior de una nación es síntoma infalible de falta de libertad. Por lo demás, esa política de apaciguamiento cultural ha cosechado un ruidoso rechazo: los incondicionales de allá siguen empeñados en escarnecer a los tránsfugas de acá.

Siendo así, el memorable abrazo de Annabelle al historiador oficial de La Habana Eusebio Leal, uno de los tracatranes predilectos del Comandante en Jefe, en la Casa de América (Madrid) en febrero de 2003, referido por el periodista Víctor del Llano en Libertad Digital (www.libertaddigital.com), ¿fue una comprensible efusión sentimental a título privado, propia del reencuentro con un entrañable amigo del bando opuesto al cabo de los años, o bien, como insinúa Del Llano y recelo yo, una muestra elocuente de lo que en la AECC se entiende por “relaciones fluidas”? Sea como fuere, no es lo que se espera de la presidenta de la principal revista del exilio. Vocablo que, no lo olvidemos, tiene una fuerte, definitoria connotación política. Tal vez sea por eso que de un tiempo a esta parte hacen hincapie en la palabra “diáspora”, sinónimo apolítico de emigración en sentido general.

¿Ha cortado realmente Annabelle sus ataduras con los jerarcas del régimen? Nada parece indicarlo. He aquí un dato curioso: en los cientos de páginas de minucioso rastreo que La Jiribilla ha publicado sobre la investigación de las fuentes financieras de Encuentro, si mi buscador de Word 2003 no falla, no aparece ni una sola vez el nombre de la tesorera de la AECC desde su fundación hasta la fecha. Raro olvido en una publicación que ha hecho un arte del denuesto y la calumnia.

Hasta ahí el inventario de quejas. Otros colaboradores en fuga podrían estirarlo con un sinfín de anécdotas y reflexiones similares sobre la censura en Encuentro. Censura que ha conducido a los articulistas que aún publican en sus páginas a la autocensura preventiva, engendrando un círculo vicioso en detrimento de la calidad, la equidad y la seriedad. Si, como recordara Rojas, el legado del fundador consistía en hacer de la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana “la más seria, plural e independiente empresa de la intelectualidad cubana”, ese legado es hoy letra muerta.

Llegado a este punto, cabe volver a preguntarse si la “necesidad de establecer relaciones fluidas entre los ciudadanos [intelectuales sería más preciso] de la diáspora y la Isla” no ha degenerado, por contagio u orientación del PSOE, con cuyos dirigentes la presidencia de la AECC se halla en estrecho contacto, en uno de esos conciliábulos elásticos, de callejón de una sola vía al estilo de Zapatero, con las autoridades culturales de la Isla.

¿Por qué, si se apoya el absurdo diálogo Madrid-La Habana, sostenido ya por la Asociación con la UNEAC, no se es capaz de llegar a un arreglo con otras organizaciones afines del exilio en España con puntos de vista diferentes? No se ve el esfuerzo. No es tema. Además, los de Encuentro tampoco parecen haber reparado en el detalle de que el recurso a la censura los pone a la par de las editoriales castristas, desautorizándolos en el plano ético.

Pero quizás el daño más grave que, de manera consciente en unos, inconsciente en otros, le ha hecho, y continúa haciendo, la Asociación a la causa opositora en Europa Occidental tiene que ver con su intensa labor foral, con el mensaje ambiguo que transmiten en numerosos seminarios, conferencias, mesas redondas, lecturas, entrevistas, etc., donde suelen asumir una postura más o menos unánime consistente en presentar a la oposición pacífica interna y externa como un corpus agónico (en el sentido de angustia) enfrentado al dilema de, por un lado, luchar contra una tiranía y, por el otro, conjurar los aviesos deignios del gigante del Norte. Soberanismo, embargo, exilio duro de Miami, peligro de invasión, fantasma del batistato, dependencia neocolonial, reprivatización a favor de los antiguos propietarios, capitalismo salvaje, miseria espantosa, etc.

No es labor que los de la AECC hagan en soledad. En ello se dan la mano con otras organizaciones moderadas del exilio, como las más influyentes en Suecia. De hecho, el atributo “moderado” es aquí, para el caso cubano pero no sólo, sinónimo de antiamericano y de un montón de requisitos más que definen a la, parafraseando a Lenin, enfermedad senil del socialismo eurooccidental, más conocida por "progresía". En nuestro caso específico, la psicopatía se agrava con la añadidura del revanchismo nacionalista comunistario. Lo peor: ese concierto de voces monocordes ha popularizado un fast food mental bueno para el análisis instantáneo, prefabricado, de la cuestión cubana.

Al extremo de que lo he escuchado hasta en boca de un ex disidente polaco como Adam Michnik quien, cosa inusual en Europa del Este, se despista también con el sonsonete del embargo; o del más popular de los historiadores alemanes, Guido Knopp, quien llega a sostener en un documental la falacia de que, más o menos textual, "durante el Período Especial el consumo en la Isla estuvo a punto de descender a los niveles de antes del 59”. Evidentemente, no ha consultado ni siquiera los anuarios estadísticos alemanes.

(A veces juego con la ignorancia de este tipo de gentes. A modo de ilustración, en una ocasión comenté entre un grupo de apologistas de la Revolución, que en materia de desarrollo arquitectónico, lo que más me irritaba de la obra del castrismo era el adefesio del Capitolio, copia pedestre del de Washington. ¡Las lindezas que escuché! Sandeces por el estilo, junto a la manida historia del tabaco, prevalecen aún en la prensa y la radiotelevisión europeas.)

En vez de apoyar al revanchismo español noventayochesco disfrazado de socialista, Encuentro debería presentarle a La Moncloa, de manera persistente, una canasta de productos alimenticios peninsulares en falta en la Isla. Con la sugerencia de que, si así lo desean, sigan hablando pestes del embargo pero, por favor, suplan esas necesidades elementales del cubano de a pie o acaben de admitir de una vez que no está en sus manos hacerlo, que el Gobierno cubano se lo impide.

Otra gestión de eficacia mediática que podría hacer y no hace: entrevistar regularmente a algún representante de las decenas de miles de pequeños propietarios españoles expropiados por el Gobierno Revolucionario. Para que cuenten los motivos por los que salieron de Cuba con una mano alante y la otra atrás, antes y no después del 59. Por esa misma cuerda, no se explica que los millares de sin papeles criollos en territorio español no tengan tribuna en Encuentro en la Red. Y un largo etcétera de tácticas similares, ad hoc, susceptibles de impactar al español de la calle.

El método es aplicable al resto de los países de la UE. Acá ni siquiera se sabe que Estados Unidos y no España, que en casi medio siglo de contemporización con el régimen no ha conseguido hacer llegar un solo producto español a las mesas proletarias de la Isla, es su principal exportador de alimentos. Aberración en la que los divulgadores de Encuentro han puesto su seboruco de arena, como todo emigrado que, a fin de darse un look de intachable patriota ante dilema insoluble, esgrime el embargo, el “coco” del retorno de los perversos americanos y de los antiguos propietarios de Florida. Jamás se habla de retorno del comercio minorista español...

De ahí que la incidencia de Encuentro en la conciencia colectiva española y europea deje que desear. El “terremoto” creado por la revista en Cuba, de que hablara hiperbólicamente Annabelle con motivo del décimo aniversario de la casa, es ya, si es que alguna vez lo fue más allá del ámbito intelectual, historia antigua. No hay, pues, victoria que cantar. Hoy, con su mensaje ambivalente, Encuentro apenas deja huellas en la ruinosa arquitectura ética de la Isla.

Acorralada por el Gobierno, confundida por los llamados a la “paz social”, humillada por la diplomacia peninsular, la oposición interna ha sido prácticamente silenciada. Además de ser víctima del trato selectivo de la AECC, que tiene allá sus “ahijados” políticos. La unidad al fin conseguida por reacción al ultraje de Moratinos no pasa de ser un enroque ante el acoso general.

Hasta donde sé, Encuentro aún se ha dignado aludir, siquiera de pasada, a la despótica conducta de su favorito, el “líder socialista democrático” Cuesta Morúa, que dio lugar a una rebelión de los redactores de la revista digital Consenso. A saber, estos lo echaron de la redacción cuando, según fuentes informadas, rehusó rendir cuenta por un defalco y cargó con la computadora y la clave de Internet. Arrogancia que demuestra lo que este pupilo de Encuentro entiende por "dialogo, tolerancia y reconciliación nacional". Los detalles del incidente pueden leerse en el primer editorial de Consenso libre del tutelaje progresista.

El silencio aquí es estridente. Encuentro no se ha solidarizado con esos corajudos redactores, que sin duda se están jugando el sosiego y libertad. ¿Por qué? Respuesta: Cuesta Morúa es el niño lindo del PSOE. Hay, pues, de por medio, como en el caso del congreso de la APSC en 2005, un problema de ética, que no en vano insisten en tematizar los redactores insubordinados.

Si bien obedece en primer lugar a posibilidades digitales de nueva data, la actual boga de los blogs anticastristas alternativos, que suben como la espuma, es también síntoma del mal de fondo en la principal revista del exilio cubano en el Viejo Continente. A fuerza de llavear a los colaboradores, de suprimir temáticas molestas, de rivalizar con su nénemis La Jiribilla en rendir homenajes inmerecidos, la otrora siempre novedosa y profunda revista digital madrileña ha acabado por adquirir un cariz anodino.

Hasta el sentido del humor está en baja, fenómeno inexistente en las dos fases anteriores. No en balde hace unos meses Manuel Sosa escribía en su blog La finca de Sosa: Lo que más nos preocupa a los asiduos del diario electrónico: cada vez toma menos tiempo leer su página. Como nos ocurría con el Granma. Se abría, se le echaba una ojeada por encima, nos deteníamos en un espacio específico, dos o tres minutos, y ya”. La comparación no puede ser más hiriente. No obstante, los aludidos se han tapado las orejas, como de costumbre.

Cierro con una imagen de la AECC tal como yo la veo. A título de sugerencia especulativa, desde luego, puesto que no dispongo de un equipo de investigación particular y detesto las teorías conspirológicas. Consta, eso sí, que el castrismo jamás deja de conspirar. No deja nada a la espontaneidad. Tampoco escatima esfuerzo y dinero en tratándose de pulir su imagen internacional. El lector es libre de pensar lo que desee al respecto. Como yo mismo no metería la mano en la candela por lo que barrunto, apenas aspiro a que al final se diga a sí mismo que, a lo mejor, quién sabe, el autor ha atrapado algún girón de la escurridiza, compleja realidad. Con eso me doy por bien leído.

Encuentro forma hoy parte de un viejo proyecto frustrado de la nueva política cultural del régimen. Ante el creciente descontento y estampida de escritores y artistas a mediados de los 90, los halcones de la nomenclatura intelectual se propusieron crear una entidad mediática en el exilio capaz de atraer a los tránsfugas intelectuales que no optasen por cruzar el puente de plata del “exilio rosa”. Objetivo: mantenerlos dentro de los límites de disenso consentidos a escritores y artistas dentro de la Isla.

La realización de ese ambicioso plan fue asignada, por su prestigio e inconformismo moderado hasta entonces, a Jesús Díaz, que debía contentarse con que se le permitiera salir del país junto a su familia y representar un papel honorable en el exilio sin romper con el proceso. De ahí las enormes presiones a que fue sometido ante las primeras señales de libre albedrío de su parte. A la postre, Jesús, por convicción y por haber tomado conciencia de su poder y carisma personal, cortó sus ataduras con el castrismo. El plan había fracasado. Para contrarrestar la influencia de Encuentro, se crea La Jiribilla. A la muerte de Jesús, lo sustituye Annabelle, quien poco a poco ha logrado retrotraer a la Asociación a su cometido original.

De este modo, La Habana habría (repárese en el uso del potencial) conseguido la cuadratura de un círculo de control que tiene dos polos: La Jiribilla dentro y Encuentro fuera, con las funciones mencionadas. Existen focos culturales importantes con idéntica tarea en Occidente, destacando los de Estados Unidos, Suecia y América Latina, sin contar publicaciones como Rebelión y, en general, la prensa antisistema occidental.

De paso, por irradiación, entre todos formarían una poderosa red de instituciones castristas (filo y cripto incluidas), aptas para moldear la opinión pública local. Allí donde, como en La Florida, no es dable hacer más, hostigan al exilio liberal; allí donde, como en Europa Occidental y Sudamérica, sí lo es, intentan asfixiarlo. A todo esto, que no es poco, se añade la mano larga del castrismo, que ha logrado hacer clausurar Vitral (ya veremos si, caso de volver a salir, mantiene la línea), purgar El Nuevo Herald e intentado asestar un golpe de mano en Consenso.

No se trata de un diseño perfecto. Para surtir el efecto deseado, ha de dar cabida a la veleidad, a la finta, a la apariencia de espontaneidad, a cierto margen de rebarba liberal visible capaz de embaucar a los incautos. En Encuentro, en contraste con La Jiribilla, hay una mayoría de escritores de valía que no necesariamente son todos conscientes de la empresa en que están participando. Creen estar contribuyendo a una causa justa. Dejà vu. En particular para los más veteranos, que ya cayeron en la misma trampa durante el mal llamado “período romántico de la Revolución”, cuando casi todos hicimos oídos sordos ante el siniestro sonido de las descargas nocturnas en el Foso de los Laureles de La Cabaña.

Los “anillos de la serpiente” se han vuelto a cerrar sobre la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana. Ojalá me equivoque. Pero mucho lo dudo.

Wednesday 20 June 2007

El punzante dolor de la libertad

O una vez disidente, siempre disidente

Por Jorge A. Pomar, Colonia

Pocos exiliados han logrado hacer oír sus voces contra la indiferencia, más aún, a menudo contra el rechazo del "mundo libre".
Valdimir Bukovsky

Leyendo una de las últimas entradas en
La Finca de Sosa , a saber, “Estamos rodeados”, me acordé de uno de los libros del género testimonio más instructivos acerca del trauma existencial de los disidentes antitotalitarios recalcitrantes en el mundo libre: están siempre rodeados. Tanto me motivó el chispeante texto de Sosa que, sin poder contenerme, inserté un largo comentario en su blog con citas del libro. Sosa, como de costumbre, ha vuelto a hundir el dedo en la llaga sangrante del exilio cubano. Ese “guajiro” sagaz y franco debe de ser abicú de nacimiento. ¿No se le habrá muerto a él también, de niño, algún hermanito recién nacido? Ojalá que no, pero es él también un espíritu de contradicción. [Ilustración: Alegoría de la libertad, 1937, acuarela de María Izquierdo.]

“Mal de muchos, consuelo de tontos”, reza un sabio aforismo. Sin embargo, visto que algunos exiliados parecen creer que el persistente ninguneo occidental a la disidencia cubana --particularmente por las izquierdas pero no sólo-- obedece a una alergia inédita y que basta explicársela bien para que entiendan nuestra problemática nacional, creo sería saludable convencerse de lo contrario, leyendo las elocuentes citas, de auténtico sabor chejoviano, de
El punzante dolor de la libertad. Sueño ruso y realidad occidental, del exiliado ruso Vladimir Bukosvki. Perdón, si las dejo para el final. Antes deseo aliviarme el pecho hablando desvergonzadamente de mí propio caso.

Leer a Bukovsky aquí en Colonia ha tenido para mí, por enésima vez, el valor absolutorio del recurso a la tercera instancia, geopolítica en este caso. Resumido en pocas palabras: me ha dado la certeza de no estar enloqueciendo en este “pedregoso exilio”, como dijera hace poco Belkis Cuza Malé. Los exiliados de todas las épocas en Occidente han experimentado en carne propia eso que Bukovsky define como “el punzante dolor de la libertad”.

Como el asunto se pierde en los anales de la historia, según se aprecia en las citas del siglo XIX que el autor usa como exergos, nos limitaremos aquí a la modernidad. Ese punzante dolor lo experimentaron desde los judíos perseguidos por los nazis hasta Alexander Solzhenizin, de quien los jóvenes rebeldes burgueses sin causa del 68 contaban un chiste cruel: “Lo único que no le perdonamos al KGB es haber dejado salir a Solzhenizin”.

No en balde la prologuista alemana del libro en cuestión, Cornelia Gerstenmaier, comienza citando el caso de Szmul Zygielbojm, uno de los líderes del Partido Judeo-Socialdemócrata de Polonia. En mayo de 1943, tras el brutal aplastamiento de los últimos focos de resistencia en el gueto de Varsovia, Szmul se suicidó en Londres, “en protesta por la pasividad del mundo de cara al exterminio de su pueblo”. Un escritor célebre de aquella época, Stefan Zweig, autor del desgarrador testimonio El mundo de ayer, hizo otro tanto junto con en Brasil. [Foto: En su lecho de muerte junto a su segunda esposa Lotte. Hay indicios de que en realidad lo asesinó la Gestapo. Pinche aquí para leer su carta de despedida a Friderika, su primera esposa. Y aquí para un revelador artículo sobre el doble suicidio, ocurrido el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis, Brasil. El autor llama la atención sobre 23 detalles omitidios en el parte de defunción oficial.]

Por lo demás, pierdan cuidado, estoy muy lejos de imitarlos. Aparte de abicú, soy sibarita incorregible. Nunca hice, ni pensé hacer, huelga de hambre en la cárcel, por entender que de por sí llevaba ya más de veinte años sin comer siempre lo que me apetecía.)

Las 300 páginas escasas de la edición alemana del texto de Bukovsky, intelectual contestatario parapetado en la barricada literaria opuesta a la de su tocayo americano Charles, el del realismo sucio, son un compendio exhaustivo de la perplejidad y los kafkianos tormentos de todo exiliado antitotalitario que no esté dispuesto a rebajar su apuesta por la libertad.

Dentro de su país, los muele la maquinaria represiva; fuera de él, ya a salvo en cualquier país del mundo libre, los tritura esa formidable amalgama de masoquismo, estulticia y mala fe que se gasta la inefable “progresía”, a la que ya Bukovsky designa insistentemente con ese infamante sustantivo colectivo que denota aversión al revolucionario burgués de cafetería de lujo.

Y la maquinaria represiva soviética no se anduvo con él con los miramientos usuales con que la Seguridad del Estado cubana trata a los renegados intelectuales. El KGB lo arrestó por primera vez en 1963, por poseer una copia de
La nueva clase, ensayo subversivo del yugoslavo Milovan Djilas. “Propaganda antisoviética”. Sentencia: quince largos meses recluido en un sanatorio de psiquiatría penitenciaria leningradense. Poco después, ídem durante ocho meses, por encabezar una manifestación de apoyo a los escritores arrestados Andrei Siniavski y Julios Daniel.

La alegría en casa del disidente incorregible dura poco: en 1967 volvió a liderar una manifestación de apoyo a disidentes recién arrestados y fue a dar con sus huesos a una ergástula por trío de años. En unos pocos meses de libertad espiada en 1971, maltratado, interrogado, amenazado de muerte por el KGB, logró la increíble proeza de poner en blanco y negro su rica experiencia en psiquiatría represiva y, con mil y un sigilos, sacar el candente mamotreto al exterior. Reinaldo Arenas en un trance similar se quedó corto al lado del ruso.

Estalló el escándalo. El 5 de enero de 1972 un tribunal condenaba a Bukovsky a un total de 12 años de cárcel, otra vez por “propaganda antisoviética”. Al cabo de cuatro años de protestas en el mundo libre, fue canjeado por el secretario general del Partido Comunista de Chile Luis Corvalán, a quien el dictador Augusto Pinochet mantenía preso en condiciones aún más ventajosas que Fulgencio Batista a Fidel Castro por el asalto al cuartel Moncada: celda especial, platos hoteleros, visitas frecuentes, abogados defensores, literatura a la orden, secreto postal, acceso telefónico, permiso para escribir y publicar, entrevistas con periodistas un día sí y otro también... [Foto: Bukovsky en 2007, cuando fue candidato a presidente de Rusia.]

Corvalán llegó al exilio en Berlín Oriental con cara de perro apaleado pero, a sus sesenta años, rozagante como un cerezo nerudiano, en medio de la alharaca oficial organizada por sus camaradas del Partido Socialista Unificado de Alemania (PSUA o SED en alemán). Bukovsky, en cambio, necesitaría años para reponerse de las secuelas de la tortura psicológica y el abuso. Acaso jamás lo haya logrado del todo.

La energía, las ansias de verdad y libertad acumuladas, y su insobornable sentido de la justicia, no le concedieron el reposo del guerrero cívico. Aunque le sobraba fama para dormirse sobre los laureles hasta el fin de su vida en tierras más hospitalarias. Abicú de ley, sus observaciones le llevaron pronto a descubrir insospechadas similitudes entre el mundo libre y el universo concentracionario del que acababa de escapar por un inédito golpe de suerte.

Entre otros libros, en
El punzante dolor de la libertad, publicado originalmente en francés (he buscado en vano indicios de una versión española) dejó testimonio de sus vivencias y reflexiones en un estilo sin pretensiones, profusamente salpicado de ese cáustico humor ruso que hizo a Chéjov y Gógol maestros en el arte de amenizar el horror.

Como he prometido, dejaré a al autor hacerse justicia a si sólo en pasajes traducidos del alemán por mí. Es el mejor homenaje a Bukovsky (ignoro si es vivo o muerto, no he podido averiguar tampoco su fecha de nacimiento) y el único modo de garantizarle al paciente lector criollo que al final va a sacar un provecho neto de la lectura de este artículo. Pero antes permítanme dar rienda suelta, como ya he anunciado, a mi propio ego, que yo también tengo lleno el costal de los agravios aquí en Occidente y la lectura del libro ha tenido la sana virtud de estabilizarme el ego sobre la cuerda floja del exilio.

Mario Vargas Llosa, uno de los pocos escritores latinoamericanos que rompe lanzas sin segundas intenciones por la oposición cubana, nos hizo un favor estimable al declarar que la nuestra era “la más incomprendida del mundo”. Por suerte o por desgracia, él peruano, que suele ser tan certero en sus juicios, esta vez se equivocaba. A no ser que, como yo en este artículo, se refiriera en exclusiva a aquellos escasos disidentes cubanos que, renuentes a dar su brazo a torcer de cara a los intereses de política local en el país de acogida, mantienen en alto el pendón desflecado de la duda sistemática y, salvo en el caso de prominentes como Cabrera Infante, viven en el Viejo Continente igual bajo rigurosa cuarentena, con apenas un par de amigos confiables y escasa solidaridad.

No bien senté mis reales una mañana de noviembre de 1993 en Colonia, me desayuné con la mala noticia de que Franz-Josef Antwerpes (SPD), el presidente del Gobierno de esta antigua villa romana a orillas del RIN, gobernador federal no electo, ostentaba la Orden José Martí. De ahí que no me pillase por sorpresa el hecho de que, al registrarme en la Oficina de Extranjería, una funcionaria me espetara con prusiano rigor en mi cara la siguiente información: “Sabemos que es Usted un ex prisionero de conciencia cubano, pero esta ciudad no le concede asilo político. Pase Usted mañana a recoger una
Duldung (estancia provisional tolerada) por tres meses para qué decida a donde irse”.

Mi por entonces reciente compañera de vida, la alemana Monika López (en la foto con su nieto David), Bauer de soltera) fallecida en 1996, algunos la recordarán como profesora de la Escuela de Letras), hispanista y traductora de Reinaldo Arenas, estuvo a punto de armar un escándalo en sede. A duras penas logré sosegarla. Al día siguiente me informaron que el insulto había sido un lamentable error: la Duldung se trocó por encanto en permiso de residencia por un año.

Como germanista, yo no estaba en Babia acerca de los enredos de la política inmigratoria alemana. Pero una cosa es saberlo y otra vivirlo. Cuando en 1998, doblegado por la nostalgia de mis seres queridos (tengo tres hijos, hermanos y padre en Cuba), trataba de procurarme garantías de impunidad y retorno en todo el que me las pudiera ofrecer (le escribí hasta a la reina de España, doña Sofía; su Alteza real que tuvo la gentileza de contestarme), me acordé del condecorado Antwerpes y acudí a su despacho en la Oficina del Gobernador.

Me las dio, pero antes tuve que espantarme una apología del castrismo con todas las de la ley: las “maravillosas” conquistas sociales en salud y educación; el “criminal”
Blockade (bloqueo); la "mafia" de Miami; ciertos canadienses rústicos a los que él había visto, "con sus propios ojos", comer con la mano, “como las bestias”, en el restaurante de su hotel habanero (aún no sé por qué echaría en un mismo saco a los canadienses junto con sus vecinos del sur); la perspectiva (sic.) “del ingreso de Cuba en la Unión Europea en un futuro no muy lejano”; etc.

Antwerpes coordinaba cada año, ignoro si todavía, el envío de un lote de donaciones a la Isla, en pago al auxilio que las autoridades había prestado a su hijo enfermo durante su primera visita a La Habana, según contó graciosamente al público hace unos años en el lanzamiento de una novela de Pedro Juan Gutiérrez aquí en la villa donde estuvo desterrada la romana Agripina.

En estado de trance, con la mirada todo el tiempo clavada en un punto imaginario de la vasta oficina de puntal neoclásico o barroco, el gobernador colonés era inmune a la nota irónica de los lacónicos comentarios que yo iba intercalando, a media voz para no estropear lo mío, en aquella delirante perorata: “No siempre estudiamos en clínicas”, “Por eso escasea el pargo”, “Las remesas pueden ser un arma de doble filo”, “Leñadores al fin y al cabo, ¿no?”, “Habrá que cambiarle nombre”... Al final, me dio su palabra de que, en un “hipotético” caso necesario, intercedería gustoso a mi favor. Pero esgrimió un argumento que me dejó boquiabierto: “Me consta que el Gobierno Revolucionario prefiere a los disidentes fuera de la Isla”. Sin comentarios, que el realismo mágico no es originario de la América hispana, como creen nuestros críticos literarios.

He tenido, entre otros percances similares, el dudoso honor de ver suspendida, por causa mía, toda una conferencia de la Mancomunidad Renana, integrada por Bonn, Colonia, Dusseldorf y Bergisch Gladbach --todas ellas por entonces ciudades socialdemócratas, si no me equivoco--, debido a un ultimátum del consulado de Cuba en Bonn, que puso como requisito inexcusable para la participación criolla mi exclusión del evento. Del mismo augusto sitio me expulsaron hace poco, so pretexto de que yo había utilizado la palabra
Hure, puta, para referirme a las jineteras.

Dije que no me movería de allí, a no ser con la policía. Y no me moví ni me trajeron a los representantes del orden. Me habían estado denegando la ciudadanía con diversos pretextos durante años. Pero esta vez les gané el pulso y, semanas después, me hicieron entrega oficial del pergamino que me acredita como "ciudadano alemán". No como alemán, "porque, como ve, no soy rubio, blanco y de ojos zarcos, ni tengo madre teutona", como le había respondido a aquella funcionaria volátil cuando me preguntó: "¿Por qué quiere Usted hacerse alemán?" Desde luego, Colonia me ha dado mucho y lo agradezco. No sea que alguno vaya a pensar que soy un mal agradecido. Al contrario, soy yo quien a menudo defiende a capa y espada el estado de derecho y las bondades sociales de la RFA frente a teutones del bando escéptico o mejormundista.

Los tercermundistas y la falange jineteril de esta ciudad donde, al decir de un joven galeno criollo, “hay hasta CDR”, me clasifican a mí, que soy cacique e único indio de mi tribu mental, como el “jefe de la contrarrevolución en Colonia”. Y me tratan en consecuencia. Lo que jamás me había pasado ni por la mente me había pasado era que seguiría siendo un abicú, un apestado incluso entre la Diáspora. Si a ello le sumamos la anécdota que me contó por email mi hijo mayor desde la Isla, el esperpento gótico queda completo.

Hela aquí en síntesis: charlando con un amigo de confianza del preuniversitario en el campo sobre una laptop que yo le había mandado, le contó que su padre había sido militante del Partido, luego disidente y ahora le enviaba dinero y regalos como ése desde Alemania. Para asombro y desconcierto de mi Benjamín, el amigo se salió con esta ironía: “Ah, deja eso, seguro que tu papá es un agente de la Seguridad en misión extranjera, como David". Aludía a un personaje de la telenovela de espionaje
En silencio ha tenido que ser.

En Alemania empezaron a darme de lado casi desde el principio, tan pronto se percataron de que no pensábamos igual, más de un valedor de mis tiempos de cautiverio, empezó a darme de lado, a convertirse en sombra de ausentes a mi alrededor. No se lo tengo a mal, porque el abicú es hijo del maltrato y cuenta con él de antemano. Una vez disidente, siempre disidente. Pero lacera ese desdén por motivos doctrinarios, esa contubernio sin resquicios de la amistad con la ideología.

De mí se podrá decir cuanto se quiera. Ni soy ni aspiro a ser perfecto. Y cuando noto en mi alguna veleidad en ese sentido, mentalmente vuelvo a abrirle el vientre con una cuchilla Gillette a alguna lagartija, como de niño en el patio de mi abuela en Cárdenas. He mandado a tomar por el saco a más de uno de la legión "progre". Bukovsky, que no ve más que matices entre las distintas variantes del socialismo occidental y el comunismo soviético, resume así la reacción afectiva del exiliado ante ese ostracismo sociata:

Ahora en Occidente me percato de repente de que yo era un optimista increíble. [...] Creíamos luchar contra el KGB y el poder del Partido, mientras todos los demás estaban a nuestro lado. Una vez adultos, vimos que luchábamos contre el “hombre soviético”, lo que es mucho más difícil. Ahora se me hizo de pronto evidente que nos habíamos batido prácticamente contra el mundo entero. Si hubiese sido consciente de ello desde el principio, tal vez hubiese tomado otra decisión.

O sea, tal vez Bukovsky hubiese optado por el “exilio rosa”, el único que realmente paga. Creo que yo habría seguido el mismo camino por una pendiente menos abrupta, cambiado de perro con el mismo collar porque, al fin y a cabo, lo que cuenta es el collar. Debo decir que, desde mi primera beca en Siboney al regreso de la Campaña de Alfabetización, sentí una mezcla de asco y admiración por los oportunistas. Lo del asco va de suyo; no requiere explicación, Los admiraba porque a veces, al calor de mis escaches por abicú, se me antojaba que, al menos en el plano cognitivo, probablemente tenían razón. Hoy sé que, en efecto, aquellos chicos cínicos eran sencillamente más sagaces que los ilusos como yo. [Foto: Partidarios de Bukovsky, Moscú, 2007.]

La suspicacia me persigue también entre la Diáspora, combinada con el reproche contrario de "negro reaccionario", proamericano, etc. (aquí en Europa Occidental hay que ser moderado y antiamericano, so pena de excomulgación), proveniente del bando izquierdista local, del jineterismo castrista y de la mayoría de los inmigrantes sudamericanos.

Me recuerda el mal ambiente inicial a mi alrededor en la prisión cienfueguera de Ariza donde, antes de pasarme de la tapiada a una celda de seguridad y de ahí, finalmente, a la galera de mayores, los segurosos a cargo del TOS (Trabajo Operativo Secreto) les habían contado a los presos del Consejo de Reclusos que, en realidad, yo era un agente encubierto infiltrado para investigar denuncias de irregularidades cometidas por el alcaide.

Simultáneamente, habían echado a rodar entre el resto de los reclusos la bola de que yo era un contrarrevolucionario peligroso al que no debían perderle ni pie ni pisada. En la cárcel, tras un divertido interludio en que unos reclusos me trataban como lo uno y otros como lo otro, las dudas no tardaron en disiparse, ya que los presos, como los obreros que menciona Bukovsky en una de las citas enumeradas, son gente de pies planos mentales. En el exilio, tratándose de intelectuales, la sospecha flota en el aire quince años después. O bien, no habiéndose confirmado, me veo echado al olvido. Es como si el hecho de haber sido opositor sin tacha visible en Cuba, y de mantenerme aquí en mis trece, fuese un horrendo pecado original.

El lector ya ha de haberse percatado de que este artículo es a la vez un ajuste de cuentas con mis detractores so pretexto del libro de Bukovsky. Y tiene razón, pero juro que apenas estoy calentando motores. Poco a poco iré vaciando por entrega en
El abicú liberal el resto del abultado costal de mis reconcomios. Sin autocensura, con respeto y mesura, pero igual sin compasión conmigo mismo ni con los demás. Eso bueno tiene la blogósfera, que uno puede desahogarse a su antojo sin que venga una mano poderosa o interesada a vetar el texto, suprimir esto o cambiar lo otro. La tecnología nos hace más libres e independientes. Ya podemos tener hasta periódico individual. Cierto, yo escribo largo y tendido, pero no obligo a nadie a leerme.

Como en los meses de 1991 cuando, siendo aún militante del PCC, firmé la Carta de los Diez y pasé de inmediato a integrar el cuarteto dirigente Criterio Alternativo junto con la poetisa María Elena Cruz Varela y los periodistas Fernando Velázquez y Roberto Luque Escalona. Recordarán los memoriosos que a este último hubimos de expulsarlo por una falsa huelga de hambre que puso en peligro la existencia de aquel grupo opositor. Durante su supuesta “huelga de líquido y de sólido”, comía mejor que los hambreados cubanos de a pie del Período Especial.

Una semana después de que lo soltaran al calor de una intensa campaña internacional en su defensa, y por alguna otra razón más poderosa que sólo él y sus carceleros saben, Luque confesó a María Elena y Fernando (esperó en el apartamento de la poetisa en Alamar hasta que se marchara el “comunista infiltrado”) que el día de su liberación le habían servido un bisté de hígado, “de vuelta y vuelta”, del tamaño del plato, que él se había zampado hasta la última gota de salsa. Léase al respecto “La ‘cena’ más famosa del mundo”
, un artículo original del diario El Nuevo Día (17-08-91) donde un amigo defiende a Luque.

Acto seguido, lo invitaron, "gentilmente" --esos muchachos de pelo a cepillo y cuello de toro se gastan maneras de dandy cuando quieren--, a pasar a una sala de proyección donde le mostraron un vídeo en el que aparecía él en primer plano compartiendo sobrecargada bandeja con su compañero de celda y, finalmente, atacando la indigesta chuleta visceral luego de más de un mes de total abstinencia de “líquidos y sólidos”, cosas veredes, y de inhalar aire viciado en la celda. La
Voz del Cid, la emisora radial de Huber Matos, estafada por la farsa después de haber puesto rodilla en tierra por Luke, transmitiría luego un sketch bufo de esas escenas. Con sólo mostrar a la Isla hambrienta aquel vídeo en el ínterin, las autoridades habrían podido chotear a Criterio Alternativo, haciéndonos un daño irreparable.

La espada de Damocles pendía aún sobre nuestras cabezas. De modo que esa misma madrugada, tan pronto se retiró el falso huelguista, Maria Elena y Fernando arrancaron hacia mi modesta casa en Cayo Hueso, en un segundo piso frente al Parque Trillo. Nos despertaron a grandes voces (no hay timbre en la puerta de abajo) a mí y a Gipsia, y a medio vecindario. Había que tomar una solución drástica antes del comienzo de las transmisiones de TV. Pero, siendo viejos amigos del reo, no sabían cuál. Lucían consternados.

Ahí entro yo en escena por segunda vez. La primera vez, preocupado por su salud, sugerí ordenarle públicamente a Luque que suspendiera la huelga. Así salvaba él la cara y nosotros recuperábamos el sosiego. Se puso farruco. Tal vez a Luque no le falte razón: de alguna manera mis hábitos disciplinarios de secretario ideológico del núcleo del partido en la Editorial Arte y Literatura influían en mi modo se zanjar conflictos. Juzgue el lector. Por cierto, no sería la única vez que tuviese que asumir el mando ante situaciones parecidas. La disidencia es un juego serio, en el que el disidente se juega la libertad o incluso la vida. Muchos no se enteran hasta que ya es demasiado tarde.

“Nada personal contra él –aclaré--. Pero debemos adelantarnos a los acontecimientos. No nos queda más alternativa que expulsarlo sin demora,
urbi et orbi”. Tras un instante de hesitación en que sus rostros se ensombrecieron, ambos visitantes nocturnos aprobaron la moción (órdenes yo no era quien para impartirlas). Antes que saliera el sol, ya habíamos notificado nuestro inapelable fallo, primero, al afectado en su apartamento del Vedado (ahí me soltó por primera vez lo de “comunista infiltrado”) y, enseguida, a Reuters, AP y demás agencias localizables.

No fue una decisión halagüeña. En el fondo, y en la superficie, no estábamos haciendo otra cosa que dar a conocer la primera baja sensible en la escasa nómina dirigente de Criterio Alternativo, restableciendo la unidad a base de trizarla. Y aquí le entra de nuevo el agua al coco, es decir, se empata el hilo argumental del artículo. Luque pidió un último deseo: que se le ayudase a salir del país. Y salió. Cuál no sería mi sorpresa al leer años más tarde en Internet
, ya en el exilio, que en El Nuevo Herald (01-12-91) Luque había publicado un artículo titulado “Odios raciales” en el que escribe lo siguiente:

La persona que ha escalado más rápidamente en la disidencia es Jorge Pomar, tan negro como Bonne [Félix Bonne Carcassés], quien en mayo de 1991 era miembro del Partido Comunista y tres meses más tarde era parte del ejecutivo de un grupo de oposición.

Yo era, pues, su bestia negra. Su encono no quedó ahí. En fecha 16 de julio de 2006, quince años después, vuelve a la carga en
La Nueva Cuba , con la particularidad de que esta vez el odio amnésico no sólo no lo dejó recordar que yo caí preso en noviembre del 91, sino que, en una operación de chapisteo de la memoria histórica, lo lleva a inventar el infundio de que fui este servidor quien metió en la cárcel a Maria Elena y Fernando:

De los firmantes de la famosa carta fueron a la cárcel Maria Elena Cruz y Fernando Velásquez. Fueron encarcelados, no por la carta en sí, sino por el hábil trabajo de Jorge Pomar, un infiltrado en Criterio Alternativo, trabajo desarrollado cuando Pujol y yo ya no éramos parte del grupo.

La nota racista es lo de menos. Ya se sabe que en Cuba se vuelve racista
ipso facto el blanco humillado por un negro o viceversa. Llevamos todos el prejuicio racial en la sangre. Tampoco interesa aquí la tergiversación de la realidad: para Luque es cuestión de vida o muerte probar que soy un agente encubierto, aunque ahora mismo no sé dónde me habré infiltrado. Otros me acusan de ser agente de la CIA; me interesa esa plata acumulada en algún banco, porque la CIA paga bien, pero no sueltan prenda, por más que me comprometa a darles la mitad del importe total.

En realidad, ni siquiera el propio Luque cuenta a los efectos de este artículo. En realidad, su rencor es más que comprensible. Lo que sí cuenta, me ofende y desconcierta, es el hecho escandaloso de que yo enviara sendas cartas a la dirección de ambas publicaciones contestatarias, exigiéndoles el derecho de réplica y no se hayan molestado en acusar recibo. No es la primera ni la segunda vez que me ocurre. Sé de otros que se quejan de esa inconcebible falta de cortesía en entidades que combaten al castrismo precisamente en defensa, entre otros derechos, de la libertad de opinión y expresión.

En fin, estamos ante un serio problema de ética. No en balde, la revista digital
Consenso , que hasta hace poco era el órgano de la Corriente Democrático Socialista y/o de Arco Progresista en la Isla, insiste tanto en sus últimos números en el tema de la ética disidente. En Consenso estalló una rebelión contra Manuel Cuesta Morúa, a quien los redactores insubordinados tienen la gentileza --o quizás la precaución, por aquello de “no dar armas al enemigo”-- de no mencionar en su primer editorial libre del tutelaje socialista democrático, donde explican lo sucedido. Con suma cautela, porque la verdad molesta también entre nosotros.

Tanto molesta que pocos líderes u órganos digitales opositores de dentro y de fuera, si es que alguien lo ha hecho, se han dado en público por enterados del acontecimiento. Ni hablar ya de expresar abiertamente solidaridad y apoyo a esos redactores, que sin duda corren un peligro tan grande como el silencio a su alrededor. He aquí un párrafo extraído del artículo “Empezar por la ética: una necesidad insoslayable”, de Dimas Castellanos en
Consenso:

A cada proyecto de transformación social le corresponde un tipo específico de conducta, pero los hombres que se lo plantean, resultados de una determinada historia, momento y cultura, son portadores de patrones morales que casi nunca se corresponden con los que requiere la nueva meta y que por tanto impone su creación.

Un poco abstracto pero, a buen entendedor... Bien, ya mi ego está satisfecho por hoy. Pasemos, pues, a las citas prometidas. Además de las publicadas en el comentario al blog
La finca de Sosa, añadimos muchas más de ñapa. En ellas los exiliados cubanos en Occidente, me refiero sólo a los coherentes, claro, pueden apreciar que la falta de solidaridad por estos lares no es nada nuevo bajo el sol, o el cielo encapotado. No estamos tan despistados. Disfruten estos párrafos de Bukovsky, cambiando los nombres y toponímicos que haya que cambiar:

En la Unión Soviética la Glasnost (opinión pública) había sido para nosotros un arma, un medio de lucha contra la falta de derechos y la arbitrariedad, y también una protección, algo así como una cuerda de seguridad para alpinistas. “Glasnost” es como un juramento de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

¿Pagaría un colonialista de tipo clásico varios millones de rublos diarios a Cuba, que se halla a 12 mil kilómetros de él, del otro lado del globo terráqueo?

Si la URSS desea la paz exactamente igual que nosotros, ¿por qué entonces no se puede impedir una guerra sin distensión? [...] Un momento, ¿para qué necesita la URSS liberalizarse, siendo un país como cualquier otro?

Conocemos demasiado bien la mentalidad de nuestros “camaradas del Kremlin para creer siquiera por un segundo en la casualidad de su decisión [la de canjearlo a él por Corvalán] o, digamos, en una metamorfosis humanitaria. A esos no se les ocurre hacerse daño a sí mismos sin necesidad.


No sin ayuda consciente del régimen soviético, ha surgido en Occidente el mito de que el régimen no reacciona a la presión externa. Occidente, que lo mide todo con su propia vara, es propenso a dar por fracasada toda acción política que no obtenga los resultados deseados en el curso de dos o tres años. Se encogen de hombros y se abandonan a la desilusión. Justo eso buscan los estrategas del Kremlin.

En el Pravda [Verdad] no hay isvestia [sic. Noticias]; en el Isvestia no hay pravda. Así reza un aforismo popular entre los periodistas soviéticos.


Los lectores primitivos sin pretensiones intelectuales tienden a mirar los periódicos soviéticos sencillamente con la semántica invertida, como quien dice en un espejo. Si alguien es insultado, lo consideran buena persona; si es elogiado, mala persona. Si se habla de paz, es que va a haber guerra, y hay que correr a comprar jabón, fósforos, sal, antes que desaparezcan de las tiendas. Si se alardea con una cosecha jamás alcanzada, cundirá el hambre.

Digamos que dice la prensa que “hasta el diario burgués Le Monde se ha visto forzado a admitir que...”; o que “hasta un periódico tan hostil a nosotros como el New York Times informa que...”; o que, mejor aún, “el periódico Guardian, nada sospechoso de simpatías por el comunismo, escribe...”, entonces hay que anotarle un éxito más a las fuerzas soviéticas, progresistas o semejantes. El lector se disgusta: “¿Quién demonios los obliga a batir palmas, burgueses e inamistosos como son?


Incluso cuando, según el principio del reloj parado, que dos veces al día da la hora correcta, aparece en los periódicos una noticia fidedigna, nadie se lo cree. En nuestro país [...] la prensa sólo se lee para pillar al Gobierno en otra mentira, alegrarse de sus fracasos o preguntarse: “¿Cómo se van a zafar esta vez? ¿Cuáles idioteces se les ocurrirán?”

Un agente hace de halcón; el otro, de paloma.
"¡Tu, vas a confesar, so hijo de puta, o yo te reviento aquí mismo", vocifera el primero. Ivan Ivanovitch, cálmate, hombre. No te alteres", intercede el segundo. "Te estás pasando. ¿Quá va a pensar de nosotros la gente? Después de todo, no somos animales salvajes. Recupera el aliento, Ivan Ivanovitch. Déjame esto a mí. Ya verás qué bien yo me entiendo con él. Si, en definitiva, no queremos hacerle ningún daño".


Aquí se sobrentendía que ellos [los exiliados] debían haberse quedado en la URSS, pues sólo bajo la opresión se sentían en su elemento. O bien, otro argumento, genial por su refinamiento: “Puesto que ustedes han sufrido bajo el régimen, se nos explica, no pueden ser objetivos e imparciales”. ¡Osada afirmación! Siguiendo esa lógica, tampoco hay que escuchar a un prisionero de Auschwitz, puesto que sufrido allí”. [...] Los desertores no son creíbles; las víctimas no son objetivas, y la mayoría intimidada calla...

Para una determinada parte del establishment occidental (las “fuerzas de la paz”) nuestro movimiento era una espina en el ojo. Esas gentes preferían amigarse con el régimen soviético y concederle todo lo que pidiera. Lo que a uno le van a quitar de todos modosa las malas , es mejor cederlo a las buenas. No tenía ningún sentido irritar al “oso ruso”. Sobre todo querían exportar, exportar, exportar, de todo: desde Coca Cola hasta dignidad humana. Incluso se habían compuesto la teoría de que de que todo movimiento de liberación en el Este era peligroso, ya que alteraba el equilibrio en el mundo y podía desatar una guerra. Un comunista con la barriga llena era preferible a uno hambriento. El comercio era un instrumento de paz.

Para otra parte del establishment (las “fuerzas del progreso y el socialismo”) éramos no sólo una espina en el ojo sino un cuchillo en la garganta. Sus representantes veían a la URSS como un aliado “objetivo” contra el cual cualquier crítica era sumamente indeseable porque, indirectamente, atacaba también a su propia ideología. Con nuestras declaraciones sacudíamos los cimientos de su bienestar.


Una campaña pública es un fenómeno desconcertante. Con el aluvión de noticias sobre dolor, horror y desgracia humanos que derraman sobre nosotros cada día, es asombroso que las personas no hayan acabado embotándose, volviéndose absolutamente indiferentes.

Este país [Gran Bretaña durante la crisis de los 70] da la ruinosa impresión de un buque que se va a pique lentamente, a bordo del cual tanto la tripulación como los pasajeros se empeñan en hacer como si todo estuviera en orden, a fin de hundirse dignamente.

En un estado totalitario la persona existe para un determinado fin, aun cuando ella mismo no crea en ello; en la democracia la persona existe para su propio placer. Por eso no se le puede inducir a hacer sacrificios en aras de fines abstractos.


Quizás se trate de una ley natural: el ser humano tiene que pasar por situaciones críticas para desarrollarse a plenitud. ¿O, al contrario, es la ingenuidad el estado normal del hombre, y las experiencias amargas sólo echan a perder el alma, de manera que desde la infancia nos convertimos en ancianos cínicos?

La única consecuencia del fascismo y la Segunda Guerra Mundial es una tendencia irracional “a la izquierda”, signifique esta “izquierda lo que se quiera. Ser de izquierda se ha convertido en un fetiche, y cualquier político a la derecha de los socialistas se ve ya tildado de “fascista”. Por eso el mundo está hoy más cerca del “fascismo rojo” que la Europa de anteguerra de los “pardos”.


"...son [se refiere a la intelligentsia británica] brillantes, ingeniosos interlocutores, expertos en arte y literatura. Pero tienen una peculiaridad: Hitler y Churchill fueron idénticos para ellos. Inútil contradecirlos: a las primeras frases, sus rostros reflejan tedio, y giran la cabeza hacia otro lado".

Es notorio que la mayoría de los comunistas --como también la mayoría de los socialistas-- hoy en día ya no tienen nada en común con los obreros. Se trata de intelectuales, personas de “clase media”, como gustan decir aquí. Cuanto más ricos son, tanto más de izquierda; cuanto más de izquierda, tanto más ricos. Eso parece haberse convertido en una ley en Occidente. Al principio experimentaba yo algo así como un placer estético escuchando sus disertaciones acerca de “los sufrimientos de los trabajadores”. ¿Tienen un complejo de culpa, es una pose, necedad o sencillamente cosquilleo nervioso?

Los cristianos quieren repartir sus haberes propios en forma voluntaria. En cambio, los socialistas quieren repartir haberes ajenos a la fuerza. ¿Por qué no puede uno repartir sus bienes voluntariamente, sin recurrir al socialismo? Amén de que no haría falta ninguna burocracia, y el mundo sería mucho mejor.

En dos meses un obrero puede descubrirle las mentiras al sistema soviético mejor que un intelectual que haya vivido dos años allá.


No sé cómo Marx llegó a la conclusión de que los obreros debían tener una idiosincrasia revolucionaria, de que "el proletariado no tiene nada que perder salvo sus cadenas". Al contrario, en mi opinión, esta capa social es la más inmóvil, despreocupadamente dispuesta a cambiar libertad por seguridad.

No tiene ningún sentido charlar acerca de las contradicciones del marxismo mismo, porque la mayoría de ellos jamás ha leído a Marx ni a Engels, ni a Lenin.

Para terminar, una anécdota humorística real (abreviada) que no tiene desperdicios. Sobre el mano a mano entre Jruschov y Nixon:

...Jruschov adoptó un tono duro. Él sabía que Nixon era un enemigo del comunismo, de la Unión Soviética, un ardiente defensor del capitalismo.

Nixon replicó que, en efecto, era un defensor del capitalismo, pero se había criado como un niño pobre en una pequeña granja de California, donde también tenía que hacer los trabajos más difíciles.

Jruschov aseguró que él también se había criado como uno de los más pobres entre los pobres. Había andado sin zapatos e ido a palear estiércol para ganarse un par de copekes.

Nixon contestó que él también había sido pobre, andado descalzo y paleado estiércol.

Jruschov lo interrumpió: ¿qué clase de estiércol había paleado Nixon? Estiércol de caballos, respondió Nixon. Eso no era nada, opinó Jruschov. Él mismo había paleado estiércol de vacas. Eso era mucho peor, apestaba, se pegaba a los pies y los dedos gordos.

Nixon: Yo también tuve que palear estiércol de vacas. Jruschov se mostró escéptico. Tal vez Nixon hubiese paleado estiércol de vacas una o dos veces. Pero abono animal era una cosa. En cambio, él había tenido que palear excrementos humanos. Eso era mucho peor.

Nixon ya no trató más de superar a Jruschov. Abandonó el Kremlin como en estado de shock.

Tuesday 12 June 2007

El precio de la coherencia ética



Carpentier versus Cabrera Infante*

Por Jorge A. Pomar, Colonia

Por la originalidad de sus novelas Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante clasifican, junto a Lezama Lima, Virgilio Piñera y pocos más, como el gran dúo de narradores cubanos de la segunda mitad del siglo XX. Y sin duda también como los mejor ranqueados a nivel mundial: ambos son Premios Cervantes y altos exponentes del controvertido boom latinoamericano, ambos merecieron con creces el Nobel. Pero, en virtud de los mecanismos extraliterarios de la Academia sueca, les tocó bajar a la tumba sin el codiciado galardón.

Amé de que lees tocó escribir su obra en una época de fuerte competencia continental, los dilatados ciclos migratorios del Nobel impedían otorgárselo en forma sucesiva. Favorecer a uno ignorando al otro habría sido escandaloso. Lo ideal hubiera sido concedérselo a los dos en forma compartida en un mismo año. Tal solución, de haber sido posible, hubiese prestigiado al jurado de Estocolmo, colocándolo excepcionalmente por encima de las barreras ideológicas. A la postre, ambos se fueron en blanco. Sin embargo, tal vez haya sido una suerte para ellos no haber sido objeto de ese cada vez más cuestionable homenaje. Pues, gracias a esa adversidad, pasaron a engrosar la nómina selecta de los inmortales excluidos.

Su indiscutible excelencia literaria, el hecho de ser ambos poseedores de una erudición enciclopédica y su condición de intelectuales revolucionarios perseguidos en algún momento antes y después de 1959 (los dos adverbios temporales valen aquí sólo para Cabrera Infante; a Carpentier apenas le es aplicable un antes fugaz durante el machadato, que le sirvió de escarmiento para el resto de su vida) sean las únicas, o al menos las más significativas coincidencias en dos biografías y dos novelísticas crasamente contrapuestas en casi todo lo demás.

El binomio Carpentier-Cabrera Infante representa una contradicción tan paradigmática como paradójica en cuanto a sus respectivas posturas éticas y político-ideológicas frente al fenómeno Castro. Ambos serán funcionarios culturales del régimen durante el mal llamado "período romántico de la Revolución Cubana". Y en cuanto tales, como toda la vieja guardia de la UNEAC que hace unos meses presumía de víctimas del Quinquenio Gris (1971-1976), cómplices de cuello blanco de la orgía de sangre de aquellos años de juicios sumarios y paredones insaciables.

Sin embargo, tras esa común, y desigual, entrega inicial a la causa revolucionaria, sus trayectorias se bifurcan hasta dejar a Carpentier en el cómodo papel de diplomático cubano en su entrañable París, donde morirá en olor de santidad castrista, y a Cabrera Infante en su inclemente exilio londinense, que padecería hasta morir (21 de febrero de 2005) en hedor de apátrida herejía, de imperdonable apostasía, hostigado por el espionaje castrista y acosado por una progresía ilusa y/o vengativa. El primero, salvo el Nobel, gozó de todos los honores y beneficios habidos y por haber al alcance exclusivo de escritores de izquierda. El segundo consiguió atenuar los sinsabores del ostracismo castrista gracias a su condición de prominente y abicú de las letras.

Hay una gran diferencia de edad entre ambos: Carpentier nace en 1904 y Cabrera Infante en 1929. Aunque, al menos a los efectos de nuestro asunto, el importante cuarto de siglo que media entre el uno y el otro cuenta poco. Cuenta más el dato de que, por su origen y la filiación comunista de sus primeras influencias culturales, Cabrera Infante puede reclamar para sí un pedigrí proletario, genuinamente criollo, inexistente en Carpentier, un hombre nacido en Cuba por azar, de padre francés y madre rusa pertenecientes a la clase media profesional, que antes y después de 1959 apenas residió en la Isla esporádicamente.

La cuna culta y cosmopolita de Carpentier --apoyada por una temprana formación hogareña en arquitectura (profesión paterna) y música clásica (influjo materno) y reforzada por una prolongada estancia en la capital francesa, donde a los 12 años cursa la enseñanza media-- aguzará su capacidad para ver a Cuba y el Caribe desde una perspectiva eurocentrista, donde el mundo americano aparece como un reflejo asombroso del acontecer en el Viejo Continente.

El tiempo de la acción de sus obras será casi siempre diacrónico: la historia universal vista como un caleidoscopio cuyo eje está dado por el contrapunto Europa-América, que es el ámbito épico en que se mueven unos prototipos históricos por lo general captados de principio a fin de sus vidas en un largo viaje desde o hacia la semilla. A la poética acuñada por él, basada en un desprejuiciado rastreo de las sorprendentes repercusiones de los sucesos europeos en un Caribe plagado de mitos indios y africanos, la definió como “realismo maravilloso” en el prólogo a El reino de este mundo.

En El siglo de las luces esa poética real-maravillosa alcanza su máxima expresión literaria en un monumental fresco histórico del siglo XIX. Cuando, tras evasivas y dilaciones, su autor la vuelva a aplicar en La consagración de la primavera (1978), saltarán a la vista los remiendos y cortapisas impuestos por una venalidad política que lo induce a hacer culminar el panorama de la historia universal del siglo XX en la escaramuza de Bahía de Cochinos.

Significativamente, como si la servidumbre política invalidase la poética pesimista de El reino de este mundo y El siglo de las luces, incurre en esa vasta novela en una grosera justificación de la ola represiva desatada en la Isla en vísperas del desembarco:

Al comenzar la batalla, se había hecho una necesaria redada de gente propicia a constituirse en Quinta Columna o realizar acciones de sabotaje. Amplia redada, pero acaso no todo lo amplia que hubiese debido ser --y en esto el Gobierno Revolucionario había dado muestras de gran moderación dentro del rigor que exigían las circunstancias...

La dureza gubernamental le parecía insuficiente. Y desde luego, denigra al exilio miamense en su conjunto con parrafadas a nivel de la leche cortada de los panfletistas de La Jiribilla, el virulento portal digital del Ministerio de Cultura. Ataques que, como pone en pone en boca de la disoluta burguesa Teresa, dejan entrever el enfoque discriminatorio de un continente cuya singularidad el propio Carpentier defiende a capa y espada en otros contextos:

En Coblenza estaban los escombros de una sociedad que tenía empaque y estilo. Pero en Miami, si exceptuamos algunos aterrorizados, algunos engañados por la propaganda antirrevolucionaria, algunos viejos que maldicen la jodida hora en que se fueron, y algunos niños inocentes de su exilio, los demás son un amasijo de pandilleros políticos, gente que implora una intervención norteamericana aquí, tahúres que aspiran a reinstalar sus ruletas y garitos, expendedores de drogas, putas, proxenetas, buquenques, estafadores y cuanto lumpen fue a encallar a la Florida –pura mierda. Y yo puedo andar con locos, pero nunca andaré con mierda.

Sin más comentarios. En revelador contraste, la biografía de Cabrera Infante se halla en las antípodas. Nacido en Gibara en el seno de una familia proletaria de filiación comunista, mordido por la miseria en carne propia, el autor de Tres Tristes Tigres y La Habana para un infante difunto, abandonará el terruño también a los 12 años rumbo a la capital de la Isla, para él un mundo tan fulgurante y genuino como París para Carpentier.

La Habana provocará en el joven provinciano una obsesión rastreable como un hilo conductor a lo largo de su obra. La Habana Vieja y el entonces rutilante Vedado, con sus cines, bares, cantinas, casas de vencindad, cabarets y rascacielos, serán, a los ojos de este escritor gibareño empedernidamente cubanocéntrico, el vórtice del universo, el non plus ultra de la modernidad. Al extremo de que se ha afirmado con toda razón que esta ciudad, con su variopinta fauna callejera y desaforada bohemia, es el protagonista arquitectónico de sus novelas, en las que el autor se reserva invariablemente para sí el modesto papel de guía de un infierno urbano fascinante.

En este ámbito picaresco habanero de los años 50, sus personajes --por lo general, hijos de vecina, cantantes, buscones, bohemios, erotómanos-- se desplazan en un tiempo sincrónico, fotográfico, empeñado en captar la instantánea (piénsese, por ejemplo, en la presentación del animador del cabaret Tropicana en Tres tristes tigres). No falta en sus novelas, claro está, el bisturí sociológico, la mirada crítica incisiva. Pero predomina el deslumbramiento amoroso, la celebración entusiasta de un mundo encantado que el autor-narrador ansía ver más justo, más al alcance de todos, pero que a la vez sabe disfrutar tal como es y jamás propone reformatear como un sistema insalvable.

Se diría que en la narrativa de Cabrera Infante la relación se invierte, y lo que en Carpentier es reflejo ancilar (Cuba y el Caribe) para él es centro, vórtice, culminación. Más que eso: un universo autónomo, casi excluyente, desde cuya óptica todo lo circundante (Europa incluida) aparece como telón de fondo, periferia. La poética de Cabrera Infante refleja una obsesión autoral por aquel microcosmos capitalino, pero visto desde una óptica autóctona, caleidoscópica y fragmentaria, de la realidad cubana que acaso pudiéramos llamar “naturalismo impresionista”.

Apoyada en una exuberante fabulación de signo nostálgico, su narrativa del exilio se presenta en el fondo como una obsesiva búsqueda del tiempo perdido, de una Habana vista desde abajo y en toda su contradictoriedad. Pero, pese a sus evidentes imperfecciones, sentida ahora desde la lejanía como una Arcadia irremisiblemente perdida que en vano intenta rescatar volviendo una y otra vez sobre sus propios textos anteriores, matizándolos, completándolos sin hacer concesiones a sus fijaciones de exiliado.

Cada cual a su manera, por encima de su reconocido virtuosismo narrativo
--pocos les aventajan en cuanto a rejuego con el lenguaje, las ideas y los conceptos-- ambos autores hacen gala de frecuentes excesos culteranos en ese orden que desalientan a no pocos lectores, obligados a descifrar en cada página chispeantes retruécanos y aparentes galimatías (Cabrera Infante) o a consultar a cada paso una enciclopedia universal a fin de descifrar insólitos tecnicismos arquitectónicos y musicales o arcaísmos de épocas remotas (Carpentier).

En Cabrera Infante, es un alegre retozo estilístico en el que el enunciado se subordina a la fonética de la frase en un incesante bombardeo de juegos de palabras en los que el lenguaje pugna por independizarse del contenido, y a menudo lo consigue. Aquí también aflora la vena criolla del autor, cuya prosa estiliza el notorio manierismo expresivo del vulgo insular.

En cambio, la prosa clásica, culterana, barroca, literalmente catedralicia de Carpentier, además de sus dificultades sintácticas, de sus largas frases racionalizantes, suele incurrir en un insoportable alarde de erudición que, en particular en los campos de la arquitectura y la música, roza la pedantería y hasta el esnobismo: molestan esos balcones, balaustradas, cimborrios, columnatas, arcadas y rejas de La Habana que siempre le recuerdan al narrador no sé cuáles modelos de Boloña, Brabantes o Granada.

Carpentier y Cabrera Infante llegan a enero del 59 con un aval clandestino y relatos que, en cierto modo, parecían identificarles de antemano con el régimen triunfante. Ahora bien, mientras Cabrera Infante prácticamente debutaba como narrador con los relatos de Así en la paz como en la guerra (1960, muchos de los cuentos databan de una fecha anterior), cuando ven la luz los formidables relatos de Guerra del tiempo en 1958, Carpentier era ya un autor consagrado por títulos como ">El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El acoso (1956).

Del exilio venezolano, a donde había marchado más bien seducido por el boom petrolero que por un luego pretendido descontento con la situación imperante en la Isla, el descontento, traía prácticamente listo el manuscrito de una obra maestra: El siglo de las luces, publicada en Cuba en 1962. Entre los títulos mencionados figuraba otro anterior que --mucho antes de que entrara en escena ese enfant terrible antillano del género antitotalitario llamado V. S. Naipaul-- bastaba para conferirle a su autor credenciales de gurú desacralizador de la vía revolucionaria como motor de los cambios sociales: El reino de este mundo, novela corta que, al margen de su indiscutible excelencia literaria, se lee también como un contundente alegato contra el radicalismo tercermundista. Fazit: la revolución no paga a corto plazo ni mediano plazo para los pueblos que se liberan del colonialismo.

El ciclo de la acción en El reino de este mundo se circunscribe a las peripecias de la revolución haitiana encabezada por Toussaint Louverture. El personaje central es un esclavo que, para su estupor, tras la gloriosa victoria contra el colonialismo francés, se da de bruces con el alucinante espectáculo de un Henri Christophe que se declara rey, se rodea de una pomposa corte, implanta el trabajo forzado, ordena erigir una inexpugnable fortaleza serrana e instaura en el país una monarquía que somete a los estupefactos haitianos a un régimen aún más despiadado que la esclavitud francesa.

Mal o bien leída, esta deliciosa noveleta es a todas luces un alegato anticipado contra los males de una descolonización burdamente entendida en sentido multicultural. Anticipación genial, habida cuenta de que hoy en día, más de medio siglo después, esos males saltan a la vista no sólo en Haití sino también en casi todas las antiguas colonias africanas y en buena parte de las hispanoamericanas y asiáticas. Pero era ésta una idea reñida con las tesis tercermundistas de moda en los años 50-60.

De modo que, Carpentier, intelectual de un olfato proverbial para asociaciones tan indeseables bajo el castrismo, nunca volvió a insistir en esa arista del texto original. Por motivos similares, adoptó a posteriori una preventiva, vergonzosa postura autocrítica sobre su primera novela, a saber, Ecué Yamba-Ó (1933), donde aborda con crudo naturalismo la marginalidad del negro, su violencia asesina intraétnica, en la Cuba republicana.

Sin embargo, leída sin prejuicios, la novela clasifica sin lugar a dudas como una joya del tema afrocubano. Tanto desde el punto de vista histórico-social como estrictamente literario, ya que es un retrato naturalista a lo Émile Zola del status del negro en aquella época y, en particular, de la perversión del ñañiguismo, cuyos plantes (sectas) solían masacrarse entre sí en espeluznantes machetinas. Carpentier no exonera en modo alguno a la blanca sociedad, que sin embargo queda bastante fuera de foco en el relato. En cambio, hace de manera implícita un hincapié tan lúcido como extemporáneo en la propia responsabilidad de los oprimidos, poniendo en entredicho la viabilidad moderna de su idiosincrasia y sus cultos ancestrales. El tiempo le daría la razón al joven escritor, desautorizando al veterano.

Puesto que, lejos de aplacarse o extinguirse, notoriamente desde el inicio del Período Especial con su remarginalización del negro, las sectas abacuás (y las peores modalidades de las demás reglas afrocubanas) se encuentran hoy de nuevo en alza, retrogradando a la raza con la anuencia del régimen, que hace la vista gorda ante un fenómeno pernicioso que desvía convenientemente la atención de las masas hacia el reino de lo mágico-real o real-maravilloso. Ecué Yamba-Ó ha perdido, pues, nada o poco de su aterradora vigencia. No obstante, temeroso de ser acusado de racista, Carpentier abjuró por escrito del libro, atribuyendo sus presuntas debilidades ideológicas a su inexperiencia juvenil.

A decir verdad, abundan en el texto párrafos que reflejan inmadurez autoral. Sobre todo por lo que respecta al aún en ciernes barroquismo carpentereano del lenguaje y al análisis un tanto lombrosiano al describir a sus personajes. Pero no se siente la mirada despectiva del racista. Por fortuna, el autor tampoco pone ningún énfasis explícito en la nota compasiva, lo que habría desvirtuado el relato. Al contrario, narra con singular crudeza los episodios sangrientos. Por lo demás, se percibe cierta nota épica, homérica, nada desdeñable. La empatía, la solidaridad autoral con las desgracias del antihéroe negro, es siempre implícita, un dato más bien inferible del conjunto de la obra, al igual que la crítica social en sordina.

Al margen de esos detalles, la novela sobresale por la fidelidad del retrato colectivo. Por si fuera poco, tiene garra, lo apasiona a uno hasta el punto final. De ahí que el lector actual --sobre todo si es negro como yo, se crió en barrios populares de Matanzas y La Habana, cunas de las sectas abacuás, y tuvo la desgracia de cumplir sentencia en una de las 300 cárceles de la Isla-- no puede menos que decir que sí, que así fue y sigue siendo hasta el sol de hoy. Al descartar más tarde esta novela de juventud, el viejo zorro de Carpentier se aplicaba a sí mismo, como el arribista que sin duda era, una autocensura retroactiva. El remedio sería peor que la enfermedad.

En El siglo de las luces, Carpentier retoma el argumento central de El reino de este mundo, enmarcándolo de nuevo en el contexto de las distintas fases de la Revolución Francesa. Esto es, la historia iberoamericana planteada como una copia funesta del acontecer en el Viejo Continente. Otro indudable acierto suyo que echó por la borda olímpicamente para poner su pluma al servicio del castrismo. Ese añejo vicio, reflejo sobre todo del complejo de inferioridad de nuestras clases dominantes y sus intelectuales, lastra aún al subcontinente en los albores del siglo XXI.

Víctor Hugues, un aventurero marsellés, llega a Cuba con una mano delante y la otra atrás, y traba amistad con los herederos adolescentes de un comerciante habanero. Más adelante, tras ayudar a los jacobinos a consolidar su régimen del terror en Francia, es nombrado comisario para la Guadalupe. Junto con las ideas liberadoras de la Revolución Francesa, Hugues echa a andar sin descanso en la isla un pavoroso, reluciente instrumento de muerte: la guillotina.

A la postre, en nombre de esa misma Revolución mutante, Hugues acabará aboliendo una tras otra todas las libertades concedidas hasta cerrar el círculo vicioso revolucionario con una cruenta tentativa de reinstaurar la esclavitud en la Guayana Francesa, pasando por la represión sangrienta, la piratería, la corrupción, las purgas e intrigas políticas (él mismo es tronado), el desastre económico, el auge de la prostitución, la reconciliación con la Iglesia y el enemigo de clase. El colofón, donde aparecen sus discípulos cubanos combatiendo en España contra Napoleón, parece un añadido de última hora (recordar las dilaciones del autor para publicar la novela, que no ve la luz hasta 1962) para complacer a sus mecenas socialistas.

Post factum, todos vemos con claridad la semejanza evolutiva con la Revolución del 59. Carpentier, en cambio, a buen seguro debió de tener una fortísima impresión de estar asistiendo a una secuencia histórica ya narrada por él en dos libros. En efecto, cuando aparecieron las primeras señales de intolerancia oficial, se multiplicaron las caídas en desgracia y tronaron los fusiles en el Foso de los Laureles de La Cabaña, Carpentier debe de haber sufrido una angustiosa sensación de dejà écrit (ya escrito). Y él, que ya tenía en su haber un didáctico encierro durante el machadato, vio rojo en el doble simbolismo del color. Todo aquello debió de haber sido a sus ojos algo así como la fatal repetición de un guión que se sabía de memoria.

Pero, habiendo experimentado tiempo atrás en carne propia --aunque en versión atenuada-- a manos de los críticos marxistas y afrocubanos Ecué Yamba-Ó el anatema al uso contra los escritores "más amigos de la verdad que de Platón", veía ahora agigantarse en el horizonte una amenaza mucho más peligrosa que un nuevo mazmorrazo por tiempo indefinido o una súbita conversión en no persona bajo una nueva tiranía: el ostracismo internacional de la poderosa cofradía cultural de izquierda, sin cuyo apoyo consideraba perdido incluso al mejor escritor.

Evitando prudentemente lo uno y lo otro, opta por poner fin a cualquier veleidad contestataria y, tras el abrupto fin de la luna de miel entre el Gobierno Revolucionario y la intelectualidad, hace prudentemente mutis por el foro y se va a sentar sus reales en la embajada cubana en París. En lo adelante y hasta su muerte, se guardó muy bien de tomar partido contra el régimen. Lo cual, como hemos visto, no vaciló en hacer a favor.

Por una cruel ironía de la vida, el escritor afrancesado de origen y gustos exquisitamente burgueses, el genial apologista precoz de la contrarrevolución, pone en la vejez su pluma al servicio del totalitarismo castrista y muere en su querida Meca parisina con el carné del Partido en el bolsillo. Por contra, Cabrera Infante, su contraparte de estirpe proletaria y comunista, capaz de romper lanzas a lo Orwell sucesivamente contra la derecha autoritaria del capital y la izquierda totalitaria del "socialismo realmente existente", purgaría hasta la muerte su rebeldía y su coherencia ética allá en su gélido exilio londinense.

Los destinos contrapuestos de Carpentier y Cabrera Infante son una prueba inequívoca de que lo que cuenta para el castrismo no es la filiación clasista, la excelencia artística o la ética personal de los autores, sino única y exclusivamente su lealtad al régimen, sea ésta de corazón, circunstancial o comprada.

Carpentier declaró una vez que “el hombre es el mismo en diferentes edades y situarlo en un pasado puede ser situarlo en su presente”. Obviamente, en su caso se equivocaba de plano: la implacable realidad insular y su propia endeblez moral se encargaron de hacerle pasar sin transición del inconformismo a la mansedumbre. Pero el precio pagado por Cabrera Infante, legible en su talante casi siempre cáustico y amargo, sólo él y unos pocos lo saben.

Dicho sea sin pretensiones axiomáticas, puesto que sobran ejemplos que demuestren lo contrario, el precio de la incoherencia ética suele implicar para el escritor que se aferra a un escenario nacional adverso, la muerte por abandono oportunista de toda una poética anterior. Es el caso de Carpentier, cuyo esfuerzo por digerir literariamente una realidad revolucionaria que no era la suya burguesa, conducirá a dos bodrios narrativos: El recurso del método (1974) y La consagración de la primavera (1978).

Con todo, merced a su inmenso talento y al abandono de los temas de actualidad, todavía nos regalaría dos soberbias novelas apolíticas: Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1979, sin contar los fabulosos cuentos de Viaje a la semilla. El resto de su obra posterior, en particular La consagración de la primavera, aunque poéticamente irrisoria, tampoco es desdeñable desde el punto de vista estilístico.

El precio de la coherencia ética --que presupone el cambio de bando a riesgo por motivos de conciencia-- suele ser, como para el renegado Cabrera Infante, hombre enraizado en su hábitat nativo como pocos, aún más horrendo: Delito por bailar el chachachá (1995) y Ella cantaba boleros (1996) no serán más que un eco lejano de La Habana de ayer. Perdido para siempre en el exilio londinense, parece haberse agotado el otrora rico manantial del estro narrativo del autor. Al universo concentracionario del hombre nuevo, a la Isla en ruinas del castrismo, no podrá ni querrá acceder. Cortado de cuajo por fuerza mayor y férrea voluntad propia de su entorno narrativo, lo salvará su cáustica originalidad de ensayista resentido.

Intuyendo la magnitud del precio a pagar, buena parte de los escritores y artistas cubanos de la Diáspora han aprendido la lección implícita en el destino dramáticamente bifurcado de estos dos gigantes literarios. Han apretado los dientes para no moverse de su sitio o cruzado sin remilgos el puente de ambigüedad que les ha tendido la nomenclatura cultural de la Isla con una irresistible oferta: el exilio rosa.

No obstante, parece que la fórmula mágica del ministro de Cultura Abel Prieto no siempre funciona, porque ahora mismo han puesto en marcha una urgente campaña de descalificación de los autores tránsfugas. Argumento: la falacia de que la mercadotecnia de las editoriales occidentales favorece a los escritores del exilio que arremeten contra el régimen. (Ver el dossier de La Jiribilla de esta semana.) Sus razones tendrán para alarmarse.

Lo cierto es que Carpentier vivió mucho mejor, más protegido que Cabrera Infante, que sólo escapó del órdago material del éxilio a fuerza de prestigio previo y de redondear sus ingresos con otras ocupaciones. Otros autores contestatarios de la Diáspora, salvo muy contadas excepciones, sobreviven a duras penas. Entre otras cosas, porque no escriben para las masas. Ni siquiera las novelas de Zoé Valdés, blanco de las iras de todas las izquierdas europeas, son propiamente best-sellers.

El éxito de Zoé estriba en su talento natural para darle sabor un genuino sabor cubano a la crítica, en su peculiar visión de la cotidianidad insular. Su estilo y lenguaje propios la hacen tan atractiva al público nativo, que es siempre su destinatario, como al público foráneo de habla hispana, que más bien ha de esforzarse por aprender su jerga criolla. Algo más fácil de decir que de hacer para cualquier escritor. La envidia juega un papel determinante en la campaña contra la obra y persona de Zoé. Tanto como el chantaje disuasorio en los engañosos argumentos de La Jiribilla.

El escritor que se lance al albur del exilio debe hacerlo a sabiendas de que lo contrario es más bien lo cierto. Superar la barrera del idioma como Cabrera Infante no es tarea fácil. Ganar dinero por estos lares haciendo propaganda anticastrista es, a veces, posible en la política, sobre todo si se está dispuesto a hacer ciertas concesiones mínimas (embargo, antiamericanismo, socialismo democrático, etc.). Pero enriquecerse escribiendo sinceramente pestes contra el castrismo puede ser una ilusión fatal, incluso poseyendo talento literario. Si lo que el escritor descontento desea es sólo seguridad personal y bienestar material, lo mejor es quedarse y rendirle pleitesía a la alta nomenclatura del régimen o, en su defecto, nadar y guardar la ropa en el exilio rosa.

Durante el aquelarre electrónico contra la supuesta resurrección del Pavonato, los mimados miembros de la gerontocracia uneacista (UNEAC), aún en la Isla por lealtad, cobardía o inercia, dieron pruebas fehacientes de haber entendido al pie de la letra el sentido existencial de aquella lacónica frase con que, según Cabrera Infante en Mea Cuba (no estoy seguro de que haya sido ahí), Carpentier rehusara firmar la famosa carta abierta de los intelectuales en defensa de Heberto Padilla: "El escritor que se pelea con la izquierda está perdido".

Es, pues, admirable, no así aconsejable, arriesgarse a tener que pagar tan alto precio, sobre todo si uno ya peina canas --como el genial Carpentier en 1971 (67 años), que pudo dar el salto sin caer al vacío y no lo dio-- y no cuenta en su haber con la obra, el talento versátil y la bilis creativa de un Cabrera Infante. El precio ha sido cruel para tirios y troyanos. Y para la literatura progubernamental: la "novela de la Revolución", de la que tanto se ha hablado, si por ventura se edita alguna vez, será ya a lo sumo una novela histórica. Tal vez esté ya en la gaveta de algún escritor novel a la espera de los cambios. En tal caso, sin duda ya no será revolucionaria.

Si bien, sobre todo gracias a las nuevas generaciones, ha mejorado algo dentro y fuera de la Isla el papel de "cronista de su tiempo" atribuido por Carpentier al escritor, no es menos cierto que desde fines de los años 60 la mayoría de los consagrados de la vieja guardia literaria no ha vuelto a escribir obras capaces de soportar el paso de los años. Y los autores más jóvenes, salvo cuentistas y poetas malditos, apenas están dejando un testimonio inconcluso, morboso, de los aspectos más sórdidos del desastre nacional.

Es cosa sabida que las épocas turbulentas suelen ser escasas de obras de valía universal. La novelística es tan indiferente a la trascendencia histórica como al Bien y el Mal. La nuestra del período revolucionario, por desgracia, no ha dejado gran cosa en su haber. Peor aún, tan pronto se inicie la era poscastrista, contados textos de aquella cosecha tardorrepublicana de los años 60, que desde hace largo rato se apolillan en los libreros, escaparán a los molinos de las papeleras, como ha ocurrido en China y Europa Oriental.

O bien, continuarán pudriéndose en los estantes de las bibliotecas hasta que la mala calidad del papel las reduzca a polvo o, suerte mediante, algún investigador erudito hasta el masoquismo decida sacarlas del olvido. Muy distinto será el destino de las obras de Carpentier y Cabrera Infante. Sólo que las páginas del primero son una pésima crónica del pasado revolucionario, y las del segundo nunca más pudieron reflejar La Habana desde las riberas del Támesis. Triste balance.

*Este artículo, aquí aumentado y actualizado, apareció en Encuentro en la Reden (08-2002 bajo el título de "El precio a pagar".

Jorge A. Pomar
Colonia, 12-06-2007