
Por Jorge A. Pomar, Colonia
Base del "potaje de chícharos" en la cocina tradicional cubana, los guisantes secos adquieren carta de nobleza en los manuales del giro y los menús de restaurantes finos, donde se les rebautiza con el pomposo y a menudo engañoso nombre de "puré de San Germán". Previamente torrefactados o "achicharrados" en los tostaderos, estiran desde hace décadas la cuota de café molido destinada a los comunes mortales.
Pues bien, en ocasión de la visita oficial del septuagenario presidente cubano a su joven homólogo ruso Medvédev, Moscú acaba de anunciar un donativo de nada menos que 25 toneladas de granos. (Si aún no se ha enterado, pinche para leer la noticia en Yahoo.) No serán frijoles negros, colorados o blancos, ni garbanzos o lentejas, sino aquellos amarillentos chícharos antaño aborrecidos en las mesas insulares y hogaño, dadas las penosas circunstancias posciclónicas, agradecidos con un ojo sonriente y el otro lagrimeante.
Como recordará el lector criollo, algunos guasones ocurrentes concibieron a principios del Período Especial, cuando el brusco recorte de los subsidios soviéticos precipitó a la Isla en la actual crisis económica, la idea de profanar el busto de yeso del Apóstol en parques y escuelas sirviéndole sobre el pedestal un humeante plato de sopa de chicharos rusos a capella, acompañado de un irreverente grafiti que rezaba algo así como: "Despierta, cabrón. No sueñes más. Ahí tienes la ración que te toca en la patria que soñaste".
Desde luego, aquel inaudito relajo, aquella bufonesca falta de respeto con el gran prócer de los próceres, con el segundo "Padre de la Patria" (al primero, Carlos Manuel de Céspedes, que le dio candela a Bayamo por gusto en 1868, lo depusieron los mambises; al tercero no ha nacido quien lo deponga y va camino de fallecer de muerte natural, mandando hasta el postrer aliento desde su lecho palatino) caído en combate por pura desorientación, venía a ser una clara alusión al ubicuo abuso oficial con el legado martiano.
Con todo, en última instancia hay que admitir que, al menos en su avatar más truculento de la fatídica carta testamento a su amigo testamento. Hablo del José Martí (1853-1995) belicoso hasta el suicidio, de la "guerra necesaria" y, en particular, el del silencio conspirológico que confesara en carta a su amigo Manuel Mercado:
"Ya estoy en peligro de dar mi vida por mi país y mi deber puesto que lo entiendo y tengo ánimo con que realizarlo...de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extienda por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestra tierra de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso... En silencio ha tenido, que ser porque hay que cosas que para poder realizarse han de andar ocultas".
No cabe la menor duda de que aquel Martí trágico y macabro, intransigente, líricamente fundamentalista, aspiraba a contemplar hasta las calendas griegas, desde su tumba con "un ramo de flores y una bandera" (¿qué concepto metafísico de la muerte tendría el bardo de "Yugo y estrella"?) en el mausoleo de la necrópolis santiaguera de Santa Ifigenia a los cubanos consagrados en cuerpo y alma a la misma sacra misión eterna que el jefe del asalto al cuartel Moncada, perpetrado con alevosía y nocturnidad la saturnal madrugada del 26 de julio de 1953 por un comando de jóvenes desaprensivos a las órdenes Fidel Castro.
En ese sentido, escriban lo que escriban hoy académicos e historiadores, duélale a quien le duela entre los millares de obreros de la cultura y la docencia que viven de esa vasta, siempre floreciente industria hagiográfica, Martí fue, en efecto, el legítimo "autor intelectual del asalto al cuartel Moncada" (Fidel). Yerran nuestros Herodotos, habida cuenta de que, sustentada en ese o cualquier otro hecho histórico, se trata de una tozuda realidad subjetiva de factura intelectual en la mente de millones de cubanos a ambas orillas del estrecho de la Florida. Sus repercusiones no sólo son tangibles en la actualidad, sino que se proyectan hacia el futuro.
Y lo que es peor, además de perpetua manzana de la discordia historiográfica entre el criollaje culto e inculto, político o apolítico, a justo título don José Julián Martí y Pérez, de padres españoles leales a la Corona y delirante mentor habanero (Rafael María de Mendive), es corresponsable del medio siglo de hambre, miseria, guerra y desolación subcontinental instaurado por la megalomanía de ese otro pichón de español monárquico que es el Magno Paciente, cuyo fervor patriótico es igual de consustancial a su bastardo estatus de cubano de primera generación.
Sé que pocos estarán de acuerdo con esta valoración histórica, arguyendo que hubo otros avatares martianos. Pero Fidel, tan desprovisto de sentido del humor y escaso de sentido común como José Julián, tenía derecho a escoger justo el más conveniente a su insaciable voluntad de poder. Pues, a todas luces, el Martí Intransigente tampoco era sólo el "santo de América" que nos han venido inculcando rutinariamente en la escuela a más tardar desde el tercer decenio de la era republicana. Por entonces, la generación del 33, bajo la batuta ñángara de Mella y Villena, acopla por primera vez el culto a la polivalente personalidad martiana al dogma marxista, allanando el camino hacia la exégesis castrista en el Año del Centenario Martiano.

Además, Martí estaba imbuido de ínfulas mosaicas de fundador de religiones nacionales. Sólo que, como claramente nos revela el Diario de campaña, su romántica estrategia de poder pereció de muerte súbita al primer choque frontal con las crudas realidades humanas y sociales de la "manigua redentora", donde prevalecían la raza, la región y el caudillaje. Por lo demás, siendo siempre la historia con minúscula materia --o sea, el imposible recuento del infinito caos fractal de sucesos, criterios y emociones inherente al polifacético flujo existencial--, el Comandante en Jefe está en su derecho de interpretarla como mejor cuadre a sus espurios intereses.
De manera que Martí, como dice la canción, "no debió de morir, ay de morir...". De hecho, al menos en los ensayos de algunos historiadores que no acaban de entender que una nación no se funda a partir de epopeyas pretéritas sino del firme propósito actual de compartir un presente común proyectado al futuro, Martí "vive", "no ha muerto", es "obra que es vida", "vida que es obra", etcétera, etcétera.
No en vano el yacente "compañero Fidel" acaba de subirle la parada a Obama, reclamándole como condición-sin-la-cual no para negociar en su penúltima Reflexión, titulada Descifrando el pensamiento del nuevo presidente de Estados Unidos la devolución de la Base Naval de Guantánamo (único territorio libre restante en la Isla).
Al mismo tiempo, se confabula explícitamente con Rusia y China en contra del martiano "Norte revuelto y brutal que n os desprecia". The show must go on hasta después de las Magnas Exequias. Ahora ya no la "hermana" Unión Soviética, la Rusia neoliberal del capitalismo salvaje es la que pugna por caer, "con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América", jugando de nuevo a la vieja guerra fría con Uncle Obama a expensas de nuestra desgraciada Isla.
El consumado poeta de los Versos sencillos y otros textos literarios es inolvidable, inmortal si se quiere. Valga la aclaración; sólo para consumo de los más exaltados, claro está. En cuanto al patriota, el estadista sin Estado que le reprochara al dominicano Máximo Gómez entre un par de tiendas de campaña aquella perogrullada fuera de contexto de que "¡Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento!", pasaría a ocupar el lugar que le corresponde en el nutrido panteón mambí, compartiendo protagonismo histórico con cientos de ilustres opacados por su talla intelectual.
¿"...odio invencible, rencor eterno"?
Presuntuoso "escolar sencillo" ése, aleccionando sobre cuestiones patrióticas a doña Leonor Antonia de la Concepción Micaela Pérez Cabrera, su madre, nacida y criada en Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, y casada con el celador de la fortaleza de La Cabaña Don Mariano Martí y Navarro, cuyo natalicio y muerte por algo jamás han sido celebrados en la Isla.
Igual, por alguna razón de exceso verbal una mano previsora arrancó del Diario de campaña los comentarios del delegado del Partido Revolucionario Cubano acerca del sonado altercado con el general mulato Antonio Maceo en la dramática entrevista de La Mejorana.
En las altas dosis administradas a pulso a nuestros "escolares sencillos", paradójicamente inmunizados desde el jardín infantil contra el asombro dialéctico del "canario amarillo que tiene el ojo tan negro", el Martí didáctico y divulgador ducho en tesis buenistas surte visibles efectos contraproducentes. La vida y la psiquis humana --alcanzó a comprobarlo con amargura poco antes de morir-- no son del color rosa con que él las pintaba en sus arranques de sublimidad.
Justo de esos conflictos con la vida real nacen los mejores chispazos de lucidez en los 27 tomos de sus Obras completas, cuya polvorienta existencia en los anaqueles de bibliotecas y oficinas estatales los adultos ignoran respetuosamente. Jamás las han leído ni leerán de cabo a rabo.
Saludable desdén, pues esa egocéntrica estrella juvenil suya "ilumina y mata" a vivos y difuntos por igual desde que, con tanto celo como cálculo fundacional, comenzara a esculpir en plena adolescencia la estatuaria patrística de sí mismo que legó a la posteridad al inmolarse premeditadamente en aquella escaramuza del 95.
Vicio con réplicas tragicómicas a lo Chibás en una República no soñada por su mente calenturienta. En realidad, la culpa Maese José Julián ni la tiene ni deja de tenerla. Como sus Obras Completas, donde lo uno suele darse la mano con lo opuesto de una página a la siguiente, como en Wikipedia.

Al cabo de cincuenta años hace ya largo rato que la última generación supuestamente portadora de "esencias martianas" inició su desfile por los cementerios.de la Isla y la Diáspora. Y nada indica que los cínicos, descreídos "pinos nuevos" del siglo XXI, integralmente educados bajo el totalitarismo insular o en democracias consumistas del mundo libre, estén por la labor...
Eso sin contar que, en el mejor de los casos, el pretendido amor al Apóstol no puede ser otra cosa que una abstracción mística. En el peor, y por desgracia el más socorrido, oculta el deseo de legitimación de las elites políticas de turno. No en balde, las notorias ambivalencias y vaguedades martianas han servido sucesivamente a todos los gobiernos y partidos de oposición lo mismo para un roto que para un descosido.
Aquí los martianos anticastristas redargüirán citando las consabidas críticas de su ídolo al marxismo. En efecto, aunque le creyese merecedor de honor porque "se puso al lado de los humildes", Martí sabía de qué pata renqueaba Karl Marx y jamás comulgó con los socialistas "científicos".
Ahora bien, lo que nadie capaz de raciocinio dialéctico puede negar es la siguiente lógica incontrovertible: de la eclatante desproporción entre la pequeñez de una Isla de, a la sazón, apenas tres millones de habitantes (en su inmensa mayoría todavía blancos indecisos entre la lealtad a España y a Cuba independiente, o libertos africanos bozaloparlantes de los barracones cañeros sin motivos plausibles para apreciar a la sacarocracia insurrecta) y la enormidad de la misión histórica de atajar la expansión del pujante imperialismo anglosajón en América del Sur, se desprende necesariamente el mandato de que en lo adelante los cubanos viviésemos en perpetuo estado de sitio frente a un todopoderoso enemigo externo a 90 millas de nuestra costa norte.
Y el único correlato sociopolítico de semejante estado de sitio a perpetuidad es justamente el comunismo de guerra, cuyos corolarios son a su vez el régimen de ordeno y mando, la exacerbación nacionalista, el culto selectivo a los héroes intransigentes, la fobia contra los gringos, la supresión de cualquier disidencia interna, el monopolio estatal de la información, la tribuna y movilización permanentes, la irracionalidad orwelliana, el igualitarismo a ultranza, el colectivismo económico, plus el estricto racionamiento de los siempre escasos bienes de uso y consumo.
Desde ese ángulo visual, Fidel Castro no sólo está en su derecho a reclamar para sí la herencia testamentaria del Apóstol, sino que ha sido, de facto y de jure, el más consecuente de sus discípulos desde la proclamación --popularísima, por cierto-- de la Primera República en mayo de 1902 por unos veteranos de las guerras de independencia más bien satisfechos con el statu quo postocupacional y emocionalmente, quienes más quienes menos, distantes de un Martí de carne y hueso al que habían tenido el gusto y/o disgusto de conocer más en vida que en obra.
Por lo demás, que en el fondo Fidel tampoco comulgaba con Marx era un dato biográfico del dominio de la vox populi a más tardar desde la famosa declaración del "carácter socialista" de su Revolución la víspera del ataque a Playa Girón en 1961. Por si quedarán dudas al respecto, han vuelto a demostrarlo fehacientemente la irrupción de la flota rusa en el puerto habanero y la pleitesía oficial rendida por el Hermanísimo al Kremlin neoliberal de Putin y Medvédev.
Al fin y al cabo, también en esta marcada propensión castrista al cambio de banderías en aras de la causa nacional hay un nexo psíquico-libresco entre la sobrehumana misión asignada por Martí a los cubanos, su exagerado culto a los muertos heroicos y la génesis de España (ahora mismo, para más semejanza con lo que sucede en la Perla de la Corona, puesta de nuevo en peligro secesionista en la Península por el esperpento zapaterista de la "Nación de Naciones"). A saber, que en el fondo dicha misión de sacrificarse sine die en aras del triunfo de la hispanidad en América del Sur no sería más que una reminiscencia del arquetipo ancestral de la Reconquista Española.
Discontinua y azarosa epopeya que dura 800 años y tiene como centro al legendario Rodrigo Díaz de Vivar. El Cid Campeador ponía su espada indistintamente al servicio de las taifas celtibéricas como de las mahometanas. Y cuenta la leyenda que, cadáver a caballo, realizó la póstuma hazaña de ahuyentar a los moros.
Martí, conocedor de ambas fábulas fundacionales desde la infancia, la habría sublimado, asignándole por analogía a la variopinta taifa criolla la misión preventiva de salvar a la cultura española en Sudamérica. Por suerte, el creciente tumulto frente al Consulado de España es la prueba irrefutable de que los hedonistas cubanos ni éramos ni somos aptos para tan quijotesca faena: unos 400 mil patriotas martianos de raza blanca acreditan "limpieza de sangre" para aspirar a los beneficios de la Ley de Abuelos. En cuanto a negros y mulatos, no se largan en masa por falta de hacia dónde.
Rotundo, brutal mentís, pues, al "Santo de América" al cabo de 156 años del natalicio. A despecho de sus idólatras y biógrafos. Por consiguiente, ese Martí viviente, que ciertamente era cualquier cosa menos veleta en asuntos patrios, a la vista de su fracaso estará revolcándose de rabia dentro del sarcófago.
Lo que no quita que merezca con creces el plato hondo de sopa de chícharos a capella que a buen seguro le servirán dentro de poco a pie de busto algunos guasones del patio gracias al primer lote de 25 mil toneladas de granos dizque desinteresadamente donado por Putin y Medvédev.
En fin, lo dicho: los camareros clandestinos expertos en puré de San Germán largos de agua y cortos en sazones criollos & embutidos peninsulares hacen una labor de profilaxis patria en un país donde los últimos afortunados que conocieron en persona al Apóstol, y por ende podían quererlo u odiarlo de veras, platican con él en el Más-Allá desde hace medio siglo largo.
Por cierto, en la cuchara de campaña de Martí, exhibida si mal no recuerdo en el museo de la humilde casa paterna sita en el 314 de la Leonor Pérez (antigua calle de Paula), Habana Vieja, cabría fácil en dos o tres bocados la cuota per cápita mensual de picadillo de res distribuida en Navidad por las espléndidas Oficinas de Control y Distribución de Alimentos (OFICODA).

Sin pesadillas, para que quizás por fin empiecen a vivir sobriamente los cubanos comunes y corrientes, hoy apenas de cuerpo presente. Esa sopa de chícharos rusos por cortesía de Putin-Medvédev es, sin colas ni discusiones, exclusivamente para los hermanos Castro y sus secuaces.
Por ese lado, duerman tranquilos los martianos furibundos. Pero a mediano o largo plazo sería tan fatal como al arriarse en el castillo del Morro la bandera de las barras y estrellas el 20 de mayo de 1902 (apenas una generación más tarde el espectro martiano le jugaría a la Isla la mala pasada que culminó en la apoteosis castrista del primero de enero del 59) que la libertad volviera a llegarnos por iniciativa de un inquilino lincolniano (Martí no supo o no quiso descifrar al maquiavélico Lincoln real) y proteccionista de la Casa Blanca, por muy prieto que sea...