Tuesday 2 June 2009

Lluvias de mayo pasan por agua a La Habana Vieja

Día a día en el Palacio del Segundo Cabo antes y durante el Período Especial

Por Jorge A. Pomar, Colonia

Nuestra Habana Vieja metamorfoseada en Venecia tropical con su catedralicia y carera Plaza de San Marcos bajo agua. Ídem con la cercana Plaza de Armas. Todo por culpa de la naturaleza, empecinada en destruir la obra de la Revolución, o de unas alcantarillas tupidas. ¿Recuerda alguien haber visto o leído acerca de un fenómeno similar en esa zona de la villa de San Cristóbal desde la colocación de la primera piedra en 1519? No mi Alter Ego ni nadie que yo conozca. La culpa la debe de tener retroactivamente Mr. Bush...

En uno de sus inmuebles coloniales, el Palacio del Segundo Cabo, angular con el de Los Capitanes Generales y hoy sede del Instituto del Libro, laboró el Abicú durante cerca de una década. Allí, si aún no se han jubilado, conservo aún algunos colegas entrañables. Si al honorable director del Instituto Cubano del Libro no se le ocurrió la providencial idea de, so pretexto de anegamiento y ahorro de energía, concederles unos días de asueto, me parece estarlos viendo entrar y salir por el monumental pórtico columnario con los pantalones remangados y los zapatos en las manos.

Me aterra imaginar que se haya empantanado también el majestuoso atrio donde un circunspecto Pablo Pacheco, a la sazón señor del palacio pero hombre a todo y como tal tronado a su vez al correr de los años, debió asumir a regañadientes a fines del 91 la --para él mismo y la mayoría de la compungida concurrencia-- sibilina tarea de "expulsar deshonrosamente" al Abicú de sus predios por "traidor al ICL, el Partido y la Revolución".

Guardo gratos recuerdos de mi paso por la antigua sede del superintendente de la Corona. Por ejemplo, de aquel acto festivo con baile y mesa sueca donde mi Alter Ego, secretario Ideológico del núcleo del PCC se gano una tibia reprimenda de Elisabeth Díaz, entonces directora de la Editorial Arte y Literatura, por haber arribado demasiado tarde el ágape para pronunciar el discursillo oficial.

En realidad, la culpa fue de una escultural y zalamera etíope enfundada en un seductor mono rojo con cuya portentosa humanidad el Abicú se había tropezado una tarde de carnaval en el Malecón. Fue aquél un amorío pasajero a primera vista, pero quisieron su veleidad y mi ligereza que el flechazo de Cupido surtiera su efecto justo durante la mañana de la efemérides eucarística del castrismo.

No se me olvida tampoco un jolgorio con disfraces en similar festividad revolucionaria. Al piquete de hembras "trajinadoras" formado por Mercedes, Elda, Lydia (Pedreira, solíamos festejar en su piso de los altos del Karachi) Orietta, Carmen, Cuqui, Nadia, Dania, Marieta, Trini, Caty, Sara, Analóis, Gladys, Raquelita, María (Lombana), Idalmys y las checoslovacas Viera (mano derecha de mi esposa Gypsia Cáceres de la Guardia durante el cautiverio) y Kvieta les dio la tarántula de amenizar el encuentro disfrazándonos de pareja rumbera al Abicú y al jurídico Armando Soler, que tuvo el coraje de ir a verme al correccional de Lagunillas junto con Fulvio). Las eslavas, por cierto, le ponían la guinda al bufé con su exquisita repostería europea hecha en casa. [Foto de abajo: Palacio del Segundo Cabo en la Plaza de Armas.]

Para salirse con la suya, las muy pícaras casi nos desnudaron a ambos a la cañona en un cubículo contiguo. Figúrense, Armando, encarnando al gallego aplatanado del bufo en el papel de macho y yo en el de mulata sandunguera con un cartel en el trasero que rezaba: "Yo tengo el UNO", salimos a la pista al compás de un improvisado guaguancó de cajón. El Palacio se vino abajo con el estruendo de las carcajadas del noble José Antonio (fallecido), Enrique, Rubido, Malagón, Felipe, Artemio, Canda, Gallardo, Oscar, Rinaldo, Romualdo, los dos Alejandro, Aníbal, Carlitos, Quiñones ("Seré un arribista pero soy vuestro arribista")...

Recuerdo haber visto por televisión al joven poeta oriental Alfonso Quiñones robando cámara en un noticiero del 89:
colocado detrás del carro fúnebre, justo a la hora del "¡No se lo lleven!", forcejeaba por no dejar irse sólo a la bóveda a su idolatrado "Poeta Nacional" Nicolás Guillén. Lo veo otra vez contrariando al Abicú en su afán por justificar ante el personal reunido el decreto oficial que sacaba de circulación en la Isla a las revistas soviéticas Spuknik y Tiempos Nuevos, que de un tiempo a esa parte se habían convertido en voceras de la Perestroika y la Glasnost.

Volviendo al fashing en el Palacio del Segundo Cabo... ¿O fue antes en el modesto local de la editorial en la calle Obispo? En efecto, porque a raíz de la mudada al Palacio del Segundo Cabo abrí la puerta para recoger los manuscritos originales restantes en el cubículo de América del Norte y Europa Occiental y me llevé la gran sorpresa al ver amontonados en el angosto pasillo picaportes, lavabos, tazas del inodoro, espejos, lámparas...


Pillé con las manos en la masa, Jorge Gallardo, a la sazón al frente de Dpto. Técnico Productivo (relaciones con la imprenta) y hoy canadiense. Su cúmbila era el "El Bizco", otro fiera criollo famoso por el hilarante relato sobre cómo, contra su voluntad (
"¿Kuba?", "¡Nié, nié, tobarich, Yumastrii, resingaoskis, Yumatriiit, maikonoskis...!"), había sido rescatado en alta mar por un mercante soviético cuando escapaba a bordo de una balsa junto con el familión, el perro y un perico o gallo. Por vituallas llevaban a bordo un mazo de cañas de azúcar gruesas, que sirvieron al timonel para "reventarles el hocico a un par de tiburones majaderos".

Por toda respuesta a la pregunta de rigor en mis ojos, ambos se encogieron de hombros enseñándome las palmas de las manos: "Negro --me dijo mi camarada Gallardo--, tú sabes que la cosa está que arde... A la gente de abajo no le dejan otra salida que resolver a cómo dé lugar". "Me consta --repuse--, pero yo no he visto nada de nada. ¿Estamos? Muevan el pudín, que si los atrabancan...". Días después una estupefacta Elisabeth Díaz nos contaría en el Consejo de Redacción su sorpresa al encontrar el local de Obispo completamente desmantelado...

Mi tocayo hispanodescendiente, de extracción proletaria, era uno de nuestros enlaces confiables con el mercado negro. Se mantenía a flote traficando con todo tipo de productos, desde víveres hasta aparatos. En una ocasión, despechada por un enredo de faldas de carácter alternativo en Obispo (Jorge había llevado al Consejo Laboral a una bella empleada que era su amiga), cuya media naranja dulce, mujer de armas tomar, lo desafío a duelo en el bulevar agallas de armas tomar y lo "caminó" ante el PCC, representado por el Abicú en ausencia del Secretario General. Por un delito reiterado de compra-venta ilícita en el centro de trabajo.

Irrumpió hecha un basilisco en el cubículo pero se marchó resignada cuando el padre confesor de la editorial le retrucó: En efecto, querida, "actividades indignas de un militante". Empero, por tratarse de un delito venial practicado por tanta gente de a pie en razón de la carestía imperante, no debía esperar que la sanción política máxima impuesta al infractor pasara de una simple "amonestación interna". Salvo que ella se arriesgase a formular la denuncia ante la asamblea general del sindicato...

No se arriesgó a tirar la primera piedra, desde luego. Tocaban a su fin los años 80, de relativa pero hasta la fecha añorada Jauja: mercado paralelo de víveres y ropa, pollos fritos en el Pío-Pìo de la Avenida del Puerto, vasos de vino con yema de huevo en la calle Obispo, espléndidos bufés en honor a los escritores laureados en el atrio del Palacio del Segundo Cabo (donde la rebatiña de la concurrencia al paso de las bandejas solía hacer rodar por el enlosado rollitos de jamón y queso, bocadillos, pasteles y frituras, copas de vino y láguer), alegres libaciones vespertinas del personal con cerveza a granel sorbida en pergas parafinadas por los aledaños del antiguo Seminario de San Carlos frente al Malecón...

Conservo nítidamente en el fondo de la retina la estampa del cuentista Alejandro Expósito
junto al portón del Segundo Cabo, a la caza voluntarios para hacer una ponina e irse al Vedado a compartir una botella de Coronilla en el "Avioncito". Él y su consorte, la musicóloga Zoila Gómez, ex redactora jefa de Arte y Literatura, serían víctimas del tequila en México. Justo Vasco (cuarto a la derecha al lado de su ex esposa Caridad), el novelista policiaco con quien Alejandro y el Abicú (al centro un domingo de pase en Lagunillas) solían integrar un trío de bohemios, falleció de un tumor cerebral en Gijón.

Nuestras dos encantadoras checoslovacas aplatanadas en la Isla se repatriarían a sendos países diferentes: a la "vaciladora" Kvieta Sedláková (a la derecha en la foto), un pan de gloria mordido en carne viva por la nostalgia insular, le sentó fatal el retorno a Chequia y prueba suerte ahora por Canadá; en cambio, la de la nobilísima eslovaca Viera Pinonova (segunda a la derecha), con quien acabo de hablar por teléfono, es una auténtica historia de éxito en el entonces para ella árido campo del sofware, si bien igual se muere de nostalgia en su lejana Bratislava...

Sin lugar a dudas, el caso más triste que me viene a la mente fue el del anglista Romualdo Santos, cuya jefatura de la redacción América del Norte y Europa Occidental heredé a raíz de su nombramiento como primer director del recién inaugurado Juan Marinello en la Habana Vieja. De orígenes muy humildes, vestía y se comportaba como un dandi, engolaba la voz, hacía dieta y practicaba gimnasia.

Siempre cuidándose de aparentar lo que en su fuero íntimo ya no era: revolucionario de corazón. Me tocó en suerte formar parte del dúo que le hizo el proceso de ingreso al Partido, desoyendo ciertos chismes cederistas (del Comité de Defensa de la Revolución, CDR) de vieja data. Un mediodía cualquiera, al regreso del almuerzo en una de las escasas fondas del barrio, se había quedado al pie de la escalera, amagando en vano con subir el primer escalón.

Por desgracia, lo al principio pareció un chiste extravagante en un hombre de sólito tan circunspecto resultó ser el comienzo de una tragedia: durante un viaje reciente a la Martinica contrajo una rarísima enfermedad del sistema nervioso central que provoca una lenta parálisis progresiva de todo el cuerpo a partir de las extremidades sin afectar la conciencia del paciente.

Cuando fui a verlo a su casa durante un pase de la colonia peniteniaria ya sólo quedaba de su atlética anatomía, agitada por esa ansiosa locuacidad de los deshauciados con plazo fijo, una cabeza increíblemente lúcida sobre un cuerpo reducido a la condición de vegetal. Libre al fin de las numerosas ataduras que él mismo se había impuesto, el torrente de sinceridades que brotó de sus labios aún me eriza la pìel tanto como cuando lo tuve delante de mis ojos por última vez. Pero ésa es otra historia que debo a mis amables lectores y, sobre todo, a mí mismo...

Quisieron la Parca y el calendario biológico que yo no tenga que hablar hoy de otro que hubiese sido caso lamentable, doloroso para mi Alter Ego, como quien dice, por carácter transitivo. Me refiero a la difunta narradora radiofónica Iris Dávila Muné, la "abuela" jubilada de la editorial. Al hacerle la entrevista de rigor con vista a su ingreso extemporáneo al PCC, me dejó entrever que daba el paso más bien para cubrirle las espaldas al clan familiar: a buen seguro, la madre de Carlos Lage, que habría muerto de rabia al enterarse de la perra suerte de su hijo, debe de estar revolviéndose en su tumba...

Al final de la década escaseaba cada vez más casi todo, como ahora mismo al calor de la funesta consigna de
AHORRO O MUERTE. Por suerte, en el Dpto. de Personal del palaciego mezzanine contábamos con las diligencias de un Hermes motorizado cuya faena oficial consistía en llevar manuscritos y traer galeras y pruebas de imprenta entre la editorial y las imprentas en una de aquellas motos rusas con sidecar.



Aquel “macricito” (blanco joven en el argot afrocubano), chévere y bisnero como para él solo, aportó a la guara (piña) de Arte y Literatura una apreciable ventaja competitiva sobre nuestros cordiales pero imprevisibles rivales de Letras Cubanas. Sus “conectos” en los almacenes del cercano puerto y los frigoríficos de las afueras le llenaban de vez en cuando el sidecar con cargas mucho más valiosas que manuscritos, galeras, maquetas de diseño y ejemplares de muestra: mariscos y pescados, pavos y pollos y a veces hasta carne cerdo y res.

Todo convenientemente congelado en cajas de cartón. Ni que decir que entre sus clientes nos hallábamos los editores. La negra Mercedes, dura en tales menesteres, actuaba de intermediaria. Una tarde voy subiendo las escaleras de mármol del Segundo Cabo cuando, de repente, detecto un rastro de gotas de sangraza en los blancos escalones de mármol de la escalera conducente al entresuelo.

¿Huellas frescas de algún Jack el Destripador que recién habría bajado o subido en un maletín trozos sangrantes de su última víctima? ¿Alguna incauta compañera aquejada de molestias a destiempo con el cartabón lunar? No tuve que sacar la lupa de Holmes para descartar al instante ambas hipótesis. Siguiendo el rastro comunista fui a dar directo al refrigerador del Dpto. de Personal. Sin tomar nota de la complicidad en las miradas de Mercedes y Catty (de la ausencia de Carlitos, el jefe, daba fe el infalible cabo de tabaco inerte y hediondo en el cenicero), abrí el refrigerador.

Para mi asombro y dolor, desprendióse del atestado congelador un tropel de pollos duros como adoquines. Uno de ellos se impactó contra la puntera de mi mocasín izquierdo. Hube de quitarme el calzado indio para frotarme el contuso dedo gordo. Auxiliado por mis dos risueñas amigas, tardé unos minutos en recuperar habla y cordura. Según “Mechy”, nuestro inapreciable mensajero había tenido que dejarles tres cajas de pollo congelado de diez unidades cada una. La carga entera, pero se estaba vendiendo como pan caliente...

Por el camino, el avispado chico se había percatado de que lo venía siguiendo un Lada con dos tipos sospechosos. No recuerdo el nombre de aquel rubio ("Clarito", precisa el mulato Oscar Blanes por email) medio tartamudo con acné juvenil, pero sí que a la postre le echaron el guante. “No te preocupes: falsa alarma”, me tranquilizó Mercedes. Les halé las orejas: qué sucedería si alguien del edificio levantaba el teléfono y nos chivateaba. Debían andarse con más cuidado, porque estábamos incurriendo casi todos en un delito de contrabando y recepción ilegal. Me escucharon si rechistar, con un mohín de maliciosa jarana en las comisuras de los labios. Cuando ya iba de salida, Mechy me incrustó un largo y corvo índice entre los omóplatos:

--Mi negrito, hace falta liquidar urgente el mandado. ¿Cuántos te separo?
--Trinidad de ellos, como de costumbre --repuse, volviéndome.

Los tres estallamos en una sonora carcajada. Sí, definitivamente, por más que el lector no me lo crea, aquellos eran nuestros años felices. Y hablando de imprenta y manuscritos, dos de ellos, correspondientes a sendos tomos de una Antología del Teatro Portugués Contemporáneo, bajo su custodia como jefe de la redacción de América del Norte y Europa Occidental, habrían de servirle pronto al Abicú de pretexto para ir soltando lastre de cara al futuro incierto.

Verdad es que a mediados del 89 se había opuesto en solitario al inminente fusilamiento del general Ochoa durante aquella plenaria de la UNEAC y ya tenía llena la cachimba de la paciencia revolucionaria, pero de momento la renuncia a la jefatura de la redacción más codiciada del ICL no estaba en sus planes. [Foto: Mercedes Saínz. Hemipléjica desde hace años, apenas ha perdido algo de su antigua voluntad de vivir y hacer por los suyos.]

Bien, resulta que, como de costumbre, mi Alter Ego había escogido para la tarea a uno de sus colaboradores estrellas. Cortés y comedido, Guillermo Wasmer era un homosexual entrado en años que podría mal el luto por el gran amor de su vida, un hombre mayor solvente que le había legado la totalidad de sus bienes, vivienda en el residencial de Santo Suárez y oldtimer gringo incluidos. Todos los jefes de redacción lo sabíamos en medio de una comprensible crisis afectiva con bloqueo mental que le impedía cumplir los plazos.

Correctores y editores trabajaban en casa, pero ni por ésas: los estados maniaco-depresivos se habían hecho crónicos en el inconsolable Guillermo. Se disculpó varias veces con el Abicú, pretextando complejidades imaginarias, y yo le ponía nuevas fechas de entrega. Hasta que llegó el día en que, bajo la doble presión del plan editorial del año y del agregado cultural de la Embajada de Portugal, le exigí no seguir dándole largas al asunto y acabar de entregar de una vez el dichoso mamotreto a fin de que lo finiquitara otro colega.

La venganza del así humillado vino enseguida, cuando le pedí que empezara a editar el segundo tomo en su poder: Que no, señor, que se le había entregado el primero pero no el segundo. Aunque seguro de habérselos entregado los dos, registré de arriba abajo cada estante del cubículo. Tampoco estaba entre los ejemplares almacenados del "colchón editorial", ni en la biblioteca, ni en los libreros de mi apartamento en Alamar. Indagué entre los demás editores. En balde, el segundo tomo de la
Antología del Teatro Portugués Contemporáneo no figuraba ni por los centros espirituales.

El evitable desenlace sobrevino en la oficina de la directora: extrañamente (nos llevábamos bien, aunque más de una vez mis vaticinios adversos sobre el Bloque Socialista la sacaron de quicio en las reuniones del núcleo), mi jefa y camarada cerró filas con el pobre Wasmer, achacándole al Abicú el extravío por negligencia. Conminada a elegir entre ambos, ella ratificó su arbitrario veredicto y yo mi inapelable voluntad de renunciar al cargo con efecto inmediato.

A pesar de su reconocida crueldad en cuestiones administrativas, esa blanca linda es en el fondo sentimental y de algún modo me apreciaba. Prueba de ello fueron las gotas de llanto que le humedecieron los ojos durante la confusa reunión extraordinaria del núcleo convocada en el Palacio del Segundo Cabo para sancionar al segundo cabecilla del grupo opositor Criterio Alternativo. Deduje, por tanto, que debía de haber terceras cucharas en el potaje...

Al final, para poner punto final a aquel melodrama de expulsión de un revolucionario querido pero gravemente equivocado, invoqué los sacrosantos Estatutos del Partido, que no dejaban duda al respecto. No sin prometer que yo mismo me encargaría al día siguiente de explicarle al personal "no parametrado" de la editorial que mis camaradas no eran en absoluto culpables de la drástica medida aplicada. Luego supe que Elísabeth había tenido la delicadeza de interesarse por mi suerte en cautiverio...

Tampoco puedo dejar de expresar mi inmensa gratitud y nostalgia a los colegas de Arte y Literatura que aparecen en la sobremesa de la cena ofrecida por el tránsfuga de la editorial en casa de Lydia Pedreira en el Vedado con motivo de su primera, y única, visita a la Isla en el verano del 99.

El Consulado de Bonn me concedió 21 días de permiso y pagué cien dólares a Iberia en La Rampa por regresar una semana antes de vencerse plazo con tal de evitar nuevas complicaciones... La foto de al lado fue tomada durante la cena del reencuentro en casa de mi entrañable amiga Lydia Pedreira. De izquierda a derecha, Nadia, Mercedes, Analois, Elda y su Marido "El Maja". No logro reconocer a la dama del fondo. Asistieron alrededor de veinte ex colegas. Puede ser una de las dos nueras de la anfitriona, o alguna amiga de la casa. Lógicamente, si bien apenas se habló de política, no todos los asistentes quisieron dejar constancia de su presencia en semejante convivio de la nostalgia alternativa...


Finalmente, no sería justo despedirme por hoy sin dar fe aquí también del regocijo del reo de conciencia más importante de la Prisión Provincial de Cienfuegos (dudoso mérito que enseguida enriquecería el historial penal del difunto Sebastián Arcos Bergnes) cuando de visita en el Correccional Modelo de Lagunillas, el jurídico Armando Soler le reveló que, apenas enterado de que su antiguo jefe moraba entre rejas por contrarrevolucionario activo, Guillermo Wasmer encontró y devolvió el manuscrito lusitano de la discordia...

10 comments:

Cristina García said...

Por primera vez en el exilio, ahora leyéndote, sentí un soplo de Cuba. Gracias, Pomar.

Jorge A. Pomar said...

Gracias, Cristy. Justamente, era ése mi propósito mientras redactaba el post: matar la nostalgia. Porque aunque muchos no tengan realmente nada halagüeño que contar sobre su pasado en la Isla, e incluso algunos se regodeen en cargar las tintas al respecto, lo cierto es que ésa fue nuestra irrepetible vida real en Cuba.

Por lo demás, cualquier época en que se haya sido joven y vital tiene sus encantos. Otro tanto me ocurre incluso con mis recuerdos del cautiverio: no todos los días de estancia tras las rejas de Ariza o en las barracas y campos de labranza de Lagunillas, ni siquiera la mayoría de ellos, fueron tan dramáticos y tristes como unos cuantos de mala memoria.

Ídem con los meses de disidencia activa o, para el caso, la guerra de Angola en el 75-76: después de todo, no dejaba de ser una aventura emocionante y, sobre todo, cómo no, mi primer viaje al extranjero...

De hecho, creo haber pasado por casi todos los trances negativos en este Valle de Risas y Lagrimas. Pero te juro que jamás pené tanto espiritualmente como en este largo destierro de lujo en la opulenta sociedad de consumo occidental...

Saludos,

El Abicú

Cristina García said...

Me cuesta trabajo aceptar eso así, sin más. Pero tienes razón, no todos los días fueron malos.
Yo no he sufrido el martirio del destierro como tú. Para mí ha sido una verdadera liberación espiritual no tener a Cuba cerca, algo que resulta hasta ofensivo para algunos compatriotas. Cosas de la pluralidad.
Saludos, Pomar.

Unknown said...

los zapatos en los pies o en las manos?

Jorge A. Pomar said...

Gracias, Lázaro. Sino es por ti, difícilmente habría detectado el error de "pies" por "manos".

Así es, Cristina. En mi caso, se añade la constante inquietud por la salud y la suerte de tres hijos y tres hermanos que tengo allá. Causa de frecuentes insomnios en Colonia...

Saludos,

El Abicú

Anonymous said...

Oye negrón, a ud. la nostalgia lo vuelve prolijo y llorón. Ese es el precio de tu naturaleza violada, tu habitad quebrantado. Múdate a Africa... asere. Verás que hasta a escribir aprendes.

Cristina García said...

Tres hijos dentro de Cuba explican todo el mal vivir la buena vida de Colonia.
No se cómo llegue a ese estado, pero las personas que tengo en Cuba, amigos queridos, no son Cuba para mí. Puedo sentir la ausencia y disfrutar al mismo tiempo la lejanía.
Tus escritos, sobre todo éste, me ayudan a entender el quebranto que es Cuba para mí, la herida profunda que me ha dejado haber crecido dentro de mi país.
Siempre un placer leerte.
Saludos.

Isis said...

Una crónica que debería formar parte de tus memorias, que debes hacer.
Ay, cómo me he acordado del pobre Romualdo, a quien conocí cuando era director de Revolución y Cultura.
Saludos,
Isis

Anonymous said...

pa afrika q se vaya tu progenitora, encuentroso trasnochao

Anonymous said...

Negro: La persona que no puedes identificar en la foto en la puerta de la cocina es Viera. Un beso.