Una reflexión sobre dos conceptos
Por Reinaldo Escobar, Desde aquí, Revista Digital Consenso, La Habana
Para obtener una definición satisfactoria del adjetivo revolucionario tenemos que hallar primero otra para el sustantivo revolución. Porque si de una cosa tenemos la certeza es que los revolucionarios son los partidarios de la
revolución. Son sus hacedores, sus seguidores, sus simpatizantes.
Podemos encontrar definiciones sobre el concepto revolución (sin considerar los asuntos estrictamente físicos), en tres dimensiones diferentes: como un método de pensamiento o acción, como un proceso espacial y temporalmente limitado, o como el resultado obtenido mediante ese proceso. De alguna manera cada una de estas dimensiones tiene un orden cronológico, puesto que primero se asume el método, luego se realiza el proceso y finalmente se obtienen los resultados.
Como método, revolución se define de esa forma cuando no se apega a los cánones aceptados --ya sea por las leyes, la moral o la lógica--, sobre todo cuando elige normas nuevas. Ejemplos de esto se encuentran en el arte, en la ciencia, en la política y hasta en el deporte o en asuntos estrictamente técnicos. De esa forma, podemos entender que el adjetivo revolucionario referido a los métodos, cabe tanto para Pablo Picasso como pintor, para Albert Einstein como científico, para Lenin como político, como para el entrenador deportivo que introdujo la técnica de realizar el salto alto de espaldas.
Como proceso histórico, revolución suele llevar un gentilicio: inglesa, francesa, rusa, mexicana, china, cubana; o bien, algún otro calificativo: burguesa, obrera, campesina, industrial, cultural, informática o energética. Se puede identificar con relativa facilidad la fecha de comienzo de casi todas las revoluciones sociales habidas en la historia, pero es difícil precisar la fecha de terminación.
Una revolución comienza un día bajo el signo de una espontánea insurrección popular o con el ropaje urbano o rural de una rebelión armada protagonizada por una vanguardia, y otro día sus iniciadores pregonan su triunfo. Los calendarios de todo el mundo están llenos de esas conmemoraciones; sin embargo, el dato que indica la caducidad de una revolución solo es mencionado por sus críticos.
Si una revolución fue un proceso violento que demolió las estructuras de poder, las leyes, el sistema económico, las costumbres y convenciones sociales, con el objetivo proclamado de colocar las cosas en el lugar correcto dictando medidas revolucionarias, debería suponerse que cuando todo esté en el orden esperado, la revolución habrá terminado, para pasar entonces a la etapa de conservar sus conquistas.
Pero sucede que las revoluciones tienden a ser permanentes, quizás porque no les viene bien la actitud conservadora de mantener inalterable lo alcanzado o porque si duran oficialmente más allá del tiempo en que nace un par de generaciones, y se decretara públicamente que ya aquello no es una revolución (entre otras cosas porque ya no hay nuevas medidas revolucionarias que aplicar), se correría el riesgo de que quienes se encuentren con las cosas ya hechas, las quieran mejorar, o cambiar completamente, lo que implicaría la posibilidad de una nueva revolución, pero en una dirección diferente.
La solución de este asunto, de no dar por terminada la revolución, una vez que se ha arribado a la etapa de cosechar los frutos, consiste en presentarla más como los resultados de ese proceso, que como el proceso histórico mismo, ocurrido en un tiempo y espacio determinado.
En el caso de que no haya resultados tangibles que mostrar, se apela a los intangibles, como la modestia, el altruismo, la dignidad o la solidaridad. Los riesgos de confundir el sujeto con el complemento directo, son tomados como veleidades gramaticales por quienes dicen el discurso, lo que permite pronunciar frases como estas: “Revolución es esta justicia social, esta soberanía, esta dignidad y todos estos logros que la Revolución alcanzó.”
En el sentido estrecho que se circunscribe a las revoluciones sociales, se consideran revolucionarios quienes entendieron que para cambiar las cosas había que violar las leyes establecidas, destrozar las instituciones y oponerse con toda la violencia que fuera necesaria a los intentos del régimen existente de mantener su status quo.
Para que esta definición sea “revolucionaria” le falta agregar que todo eso se hace en nombre de los más elevados ideales humanistas y las más justas demandas de los oprimidos, de lo contrario alguien pudiera creer que Diego Velázquez, Hernán Cortés y Pánfilo de Narváez eran unos revolucionarios que, aplicando toda la violencia imaginable para su época, arrasaron con todas las estructuras sociales, económicas y culturales de casi todo un continente, confiscaron por decreto todo lo que encontraron, impusieron un nuevo modo de producción “más avanzado que el anterior” y establecieron así un nuevo orden llamado Colonia. (Esta aclaración, que parece un chiste, resultará de gran importancia cuando entremos a analizar la segunda palabra del título de este trabajo, no vaya a ser que alguien pretenda calificar de contrarrevolucionarios a Túpac Amaru o al cacique Hatuey).
Los revolucionarios no terminan su obra en el momento en que toman el poder, más bien la comienzan. Es entonces que estiman, al iniciar la segunda etapa en que les toca dictar las nuevas medidas, que en el estrecho margen establecido de cuatro o seis años para convocar a elecciones, no hay suficiente tiempo para introducir todos los cambios que se mostraban insoslayables.
También evalúan que la institucionalidad derrocada es incapaz de realizar las transformaciones en la profundidad y con la velocidad requerida, y que todas esas consultas parlamentarias y bicamerales, todos esos partidos políticos fragmentando la indispensable unidad de todo el pueblo; todos esos periódicos, revistas, estaciones de radio y televisión, casas editoras, escuelas privadas, religiones de todo tipo, asociaciones gremiales independientes y clubes sociales privados son, no solamente prescindibles, sino absolutamente inconvenientes para implantar el nuevo régimen, de donde se espera que sobrevenga no solo una nueva sociedad, que tendría que ser superior a todo lo conocido hasta entonces, sino también un hombre nuevo, que tendría que ser mejor, mucho mejor, a cuanto hombre o mujer haya nacido antes en este planeta.
Creer todo eso y actuar en consecuencia con ello, es ser revolucionario. Por eso es importante aclarar que no basta con ser revolucionario en la primera etapa, cuando se trataba de tomar el poder violentamente, sino que también hay que ser revolucionario para mantenerlo en la segunda, cuando hay que dictar las nuevas leyes, para ser consecuentes con aquellos elevados ideales humanistas y para satisfacer a plenitud las más justas demandas de los oprimidos.
Pero ocurre que el peso de las justificaciones para ejercer la violencia revolucionaria se hace leve en la segunda etapa. No es lo mismo apelar a la violencia con el propósito de derrocar una tiranía, portadora de un sistema social injusto y de una política entreguista hacia una potencia extranjera, que reclamar esa violencia para confiscar propiedades, prohibir credos religiosos, impedir la existencia de partidos opositores y desplegar una intensa batalla de ideas donde no quepa ni una sola opinión contraria, ni siquiera un pensamiento diferente.
El verdadero revolucionario no puede por eso tener partes blandas y debe ser duro consigo mismo, a riesgo de convertirse en un hombre endurecido con los demás, inclemente y despiadado, siempre dispuesto a morir por sus ideales, pero no a través del sacrificio estéril del que ofrece dócil su otro pulmón frente a las balas, sino morir en el intento de matar violentamente a su oponente.
Contrarrevolucionario, por su parte, es una categoría política que pertenece exclusivamente al léxico revolucionario. Quizás por eso ningún partido político ni ninguna organización opositora se ha autodenominado con ese apelativo. El término posee en sí una enorme contradicción que ya se encuentra en el sustantivo del cual proviene, porque si jugamos con la sinonimia que tiene revolución con la palabra movimiento, hablar de contrarrevolución sería tan confuso como hablar de contramovimiento, que nos deja la duda de si se trata de una relativa quietud o de un movimiento en la dirección contraria, o para plantear la duda directamente: no sabemos si una contrarrevolución es una revolución contraria o lo contrario de una revolución.
Lo contrario de revolución, el verdadero antónimo político, sea como método, como proceso histórico, y hasta como resultados mostrables, es reforma. En la época de un mal gobierno, ese que los revolucionarios piensan debe ser eliminado por el método de la fuerza, casi siempre hay otras personas que opinan que una reforma es mejor que una revolución. Esos son los reformistas, los moderados.
Al criticar también a la mala administración o a la tiranía, según sea el caso, son susceptibles de ser tomados en esa primera etapa como compañeros de ruta de los revolucionarios. Se usan sus investigaciones, se citan sus estadísticas y hasta se les promete o se les sugiere una migaja del poder después del triunfo; pero al llegar a la etapa de usar el poder tomado, los reformistas se muestran en desacuerdo con las medidas revolucionarias y no caben en ningún ministerio, tribunal o alcaldía y si llegan a ocupar algún puesto, duran en él el mínimo tiempo en que el proceso se precipita por la pendiente radical.
No resulta extraño que contrarrevolucionario no aparezca definido con ese calificativo en la primera etapa en la que los revolucionarios están ocupados en hacerse con el poder, pues el CR (para abreviar, como hacen algunas instituciones), no es tanto la persona que se resiste a que aquellos tomen el mando, sino los que pretenden revertir las conquistas alcanzadas por la revolución. Ya hemos visto que un político, cuando opta por otros métodos más graduales que violentos, tanto para tomar el poder como para desde él implantar las transformaciones que necesite una sociedad dada, es un reformista; o si se prefiere otra antonimia: un no revolucionario.
Hay que esperar a que la revolución triunfe para que el CR asome su “oreja peluda”. Eso, su posición típicamente restauradora después de haberse producido las más profundas transformaciones revolucionarias, es lo que lo caracteriza, especialmente cuando ha sido víctima de alguna expropiación (de objeto o de derecho) o cuando se siente perjudicado indirectamente con la expropiación a un tercero. El CR está dispuesto a aplicar una violencia similar a la que los revolucionarios usaron en la primera etapa con tal de rescatar lo expropiado o lo que es igual, está dispuesto a llevar a cabo una revolución en contra.
En la medida en que la revolución expropiadora (de objetos y de derechos) logre, en la tercera etapa, demostrar con resultados fehacientes que aquella violencia trajo la paz y la justicia; que aquellas expropiaciones de medios de producción trajeron una más alta productividad, mejores productos y mejores servicios, con más calidad y mejores precios; que aquellos derechos de expresión y asociación vulnerados trajeron una libertad más amplia y más saludable, en esa misma proporción se verán más ruines y abyectas las querellas contrarrevolucionarias.
Otra consideración a tener en cuenta es el tiempo que lleva a los revolucionarios cumplir sus promesas, sobre todo atendiendo a que la rapidez en obtener beneficios tangibles es uno de los argumentos más usados por ellos frente a los reformistas.
Las definiciones se vuelven confusas en el momento en que se llama CR a uno que no está interesado en revertir las conquistas (demostradas fehacientemente), sino al que está en desacuerdo con los métodos revolucionarios usados (entiéndase: confiscación de propiedades, prohibición de partidos, oficialización de los medios informativos, etc.) para hacerlas una realidad, o cuando se acusa de CR al impaciente que está inconforme con el tiempo que tarda en aparecer el “futuro luminoso”.
La confusión aumenta cuando los líderes con mayor autoridad para precisar la esencia de lo que es la Revolución, insisten en definirla más por sus conquistas logradas que por los métodos usados para alcanzarlas. Si se dijera que Revolución es confiscar propiedades, prohibir partidos, etc, sería justo llamar CR a quien quisiera privatización y pluripartidismo, libertad de expresión y de asociación, pero ya hemos dejado claro que esos son reformistas.
Definitivamente, para entender y usar en propiedad el término CR es indispensable pensar como los revolucionarios, porque desde su ideología excluyente la única alternativa que ven es la traición. Los reformistas no tienen ese problema y modifican sus ideas programáticas de cambio social por aquellas que les van pareciendo más adecuadas según las circunstancias y los nuevos conocimientos que adquieren.
Pero ser revolucionario no es una patología incurable de la que solo se escapa por la vía del suicidio. De ser así no alcanzarían los cementerios para tantas personas decepcionadas, las que al abandonar la ideología revolucionaria comprueban que había otras alternativas a la traición y entonces se dedican a encontrar algún buen mecanismo de defensa para su frustración. Tampoco es una peculiaridad obligatoria o exclusiva de la etapa juvenil de la vida, como prueba de eso están los jóvenes que no son revolucionarios y los ancianos que lo siguen siendo.
Paradójicamente, los más tenaces parecen ser los denominados CR. He visto a muchos revolucionarios convertirse en reformistas, en indiferentes políticos o en aquello que ellos habían llamado contrarrevolucionarios, pero lo que me falta por ver es a uno que clasifique como CR auténtico (excluyo a los infiltrados) convertirse a las filas de los revolucionarios. A este espécimen le corresponde además la convicción de que a través de reformas no podrán revertir las conquistas de una revolución.
Por otra parte existen personas que simulan ser revolucionarias, ya sea por miedo o por oportunismo y mantienen esta máscara por largos períodos de tiempo, pero (a menos que sea un infiltrado) nadie tiene necesidad de representar que es contrarrevolucionario, como no sea durante los breves minutos que dure la entrevista para recibir una visa que le permita emigrar al “país enemigo”.
Para cotejar estos conceptos generales aquí esbozados con alguna experiencia histórica concreta, faltaría por responder al menos estas tres preguntas: Las conquistas de la revolución, es decir: la justicia social, la inculcación de elevados valores humanos, el bienestar material y espiritual de la mayoría de la población ¿son ficciones o exageraciones, fruto de la propaganda o una realidad tangible que justifica las medidas impuestas para alcanzarlas?
En el caso que todos estos beneficios fueran una realidad y un grupo de reformistas intentara revertir las medidas revolucionarias, con las cuales la revolución los instauró, ¿traería eso como consecuencia la reversión de estas conquistas? (Lo que convertiría a los reformistas en simples vehículos de la contrarrevolución.)
En el caso que la existencia de estas conquistas fuera una ficción, o una burda exageración, ¿serían los reformistas la última esperanza para obtenerlas cabalmente, o habría que renunciar y cederle el paso a la contrarrevolución?
Wednesday, 8 August 2007
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2 comments:
Excelente !!! Simplemente excelente !!!
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