Monday, 6 August 2007

La diplomacia del libro de Ronald Reagan

Historia de una desconocida oferta de diálogo de la Casa Blanca al Palacio de la Revolución

Por Jorge A. Pomar, Colonia

El anuncio del aplazamiento oficial de cualquier negociación con Estados Unidos hasta el fin del segundo mandato de George Bush júnior, hecho por Raúl Castro en el acto central por la efemérides del asalto al Cuartel Moncada, me sacó del desván de la memoria una oferta de diálogo indirecta de Ronald Reagan al Palacio de la Revolución de la que soy, probablemente, el único testigo presencial criollo sobreviviente.

De hecho, aparte de testigo, fui intérprete en la desconocida reunión. A continuación, la anécdota, debidamente ambientada para que la comprendan mejor extranjeros y legos en la materia de la Isla y la Diáspora. De paso, también para que ex funcionarios cubanos en la Isla y el exilio revivan vivencias de viaje similares.

En agosto de 1987, siendo jefe de la redacción “Europa Occidental y América del Norte” en Arte y Literatura, tocome el turno de asistir a las ferias del libro sucesivas de Madrid y Fráncfort del Meno en representación de la editorial. Un periplo de ensueño para cualquier insular de a pie. Viajaba solo. O eso creía, porque de repente, durante el vuelo a la capital financiera de la RFA, se agachó a mi lado en el pasillo del Boeing un personaje que se acreditó con estos mimbres: “Soy el ingeniero Federico de la Cruz, presidente de la Cámara Cubana del Libro, jefe de la Delegación Cubana a...”.

No teniendo el gusto de conocerlos ni a él ni a su fantasmal gremio de libreros, de cuya existencia acababa de enterarme, le di a mi vez mis señas, aclarándole sin ceremonias que no me sentía miembro de delegación alguna. Y viré enseguida la cara hacia la ventanilla con el ánimo de dejar la cosa ahí y, de paso, salir del radio de acción del cono de aliento nauseabundo que manaba entre aquellos labios en movimiento. Más tarde supe por boca suya que padecía de gastritis crónica. No se dejó disuadir.

El cuento que me hizo en síntesis: en Fráncfort le hacían falta mis servicios de intérprete políglota en sus pláticas de negocio con homólogos de habla extranjera. A cambio, me proponía, entre otras ventajas, hospedaje barato en el apartamento subarrendado de una “simpatizante” chilena, donde nos esperaban sendas cajas de botellas de vino de los tres colores clásicos y un refrigerador abarrotado de jugos y fiambres, todo aquel paquete alternativo a razón de 50 marcos por cabeza.

En cuanto a los correspondientes recibos hoteleros, que todo viajero oficial cubano ha de entregar sin excusas a su retorno para justificar los dólares gastados: “...Tranquilo: un amigo chileno nos los confecciona en su computadora la víspera de la partida. Le quedan igualitos que los del hotel de tu elección, con el precio por noche que desees. Entre cien y ciento cincuenta “marcolinos”, la modesta cifra ideal para evitar preguntas incómodas al regreso. No hay que pasarse de listo. Te habla la voz de la experiencia. La diferencia te la clavas. Sin tema”.

En el aeropuerto francfortés le esperaba, como de costumbre cada año, el presidente de la Feria del Libro en persona, Peter Weidhass. De este Herr progresista y "amigo de Cuba", casualmente, yo había traducido poco antes, por encargo especial de Abel Prieto, un poemario en las antípodas ideológicas del que figura en la entrada anterior de El abicú liberal. “Olvídate del nivel poético, socio; es un peje gordo en la RFA y hay que ganarlo para la causa, a toda costa”, me había dicho en confianza el a la sazón director de Arte y Literatura, luego presidente de la UNEAC y hoy titular de Cultura.

“Negro, date por invitado a las recepciones de apertura y clausura. ¡Regias! --aseguró Federico, acompañando la exclamación con un manotazo santiaguero en el hombro, seguido de un guiño cómplice al volver yo un rostro de pocos amigos hacia él. La primera, añadió, banquete con mesa sueca, cervezas de barril, vinos, champán, orquesta, baile y rubias a granel; la segunda, con ídem durante paseo nocturno en yate de lujo por el Meno. “¡Tú verás!”

Por lo demás, ya se encargaría él de conectarme con el resto del funcionariado indígena que cortaba el bacalao en la Feria, todos ellos amigos suyos de años. Con las grandes casas editoriales occidentales, mis futuros interlocutores, él, Federico de la Cruz, trataba igual de tú a tú a dueños y redactores-jefes: “Vas a regresar con las maletas atestadas de libros gratis”. Por si fuese poco, me conseguiría un talonario de tickets de tranvía y autobús. Cortesía de la presidencia que podía verse acrecentada por el consumo mínimo gratuito dentro del recinto ferial, aunque esta última largueza había que “lucharla”.

Amaba mi gestión en solitario, pero no podía darme el lujo de desairar tanta generosidad. Sobre todo, acordándome de que en Madrid había tenido que hospedarme en un hostal de mala muerte, de cuyo camastro sin colchoneta aún llevaba estampada en los homóplatos la huella reticular del inclemente bastidor. Una frugal merienda a base de café con leche, tostadas y manzana verde en la Gran Vía, me había costado prohibitiva tonga de duros.

En fin que, sacrificando con escaso dolor parte de mi autonomía, cerramos el toma-y-daca, previa aceptación por Federico de que sólo me pondría a sus órdenes en el tiempo que me dejaran libres mis trámites en los predios feriales. Levantó la diestra abierta en gesto deportivo y, “¡Entra, fiera!”, la dejó caer con fuerza sobre la palma de la mía. Acto seguido se incorporó y al fin, para alivio mío y de los dos pasajeros a mi izquierda, se alejó por el pasillo rumbo a su asiento dejándonos envueltos en un vaho de ajos y cebollas en salmuera.

Cuando mis asfixiadas neuronas recuperaron el aliento en la sección del disco duro cerebral a cargo de la memoria, recordé un escollo adicional en las carreras que había tenido que dar, de la ceca a la meca y de la meca a la ceca, entre la sede de la editorial y el Instituto del Libro (ICL), el Ministerio de Cultura, la UNEAC, Relaciones Exteriores, etcétera. Todo para recoger dos sobres con dólares (650 en total), los pasajes, el permiso de salida, el visado y qué se yo cuantos papeles más.

Maratón contra reloj, aún de rigor para todo viajero oficial. Dura hasta el minuto de gloria en que uno trepa por la escalerilla del avión. Parte, sospecho, de un prolífico programa de humillaciones y angustias de última hora diseñado para recordarle al afortunado, macerándole el sistema nervioso, que no es tan fácil abandonar la jaula del paraíso socialista insular. Cuando ya todos los trámites burocráticos habían sido cumplimentados, faltando apenas un par de horas para el despegue del avión de Iberia, hete aquí que se presenta una dificultad adicional.

Y nada menos que con las visas alemanas, que aún no habían llegado al departamento correspondiente del Ministerio de Cultura. ¿Qué demonios estaba pasando? Un alemán amigo, del antiguo Lektorat de la RDA, me reveló el secreto a título estrictamente confidencial: el Verfassungsschutz, “Protección Constitucional”, eufemismo germanoocidental para eludir cualquier asociación nominal con instituciones de triste memoria en el pasado nazi, objetaba el visum a uno de los viajeros con bola de agente de la Seguridad del Estado cubana. Por suerte, los sabuesos alemanes dieron su brazo a torcer en el último minuto.

Me caí de la mata dentro del Boeing: el “seguroso” de marras no podía ser otro que el ingeniero Federico de la Cruz, con quien acababa de pactar un deal mutuamente ventajoso. Una sombra de desconfianza estuvo a punto de echarme a perder la alegría de la segunda fase de mi primer viaje al Mundo Libre. Pero enseguida se sobrepuso el entusiasmo: “¿A mí que?”

Aquel ingeniero sin obras había dicho la pura verdad: aunque nadie me lo hubiese advertido, yo formaba parte de la delegación cubana a ambas ferias. Y toda delegación cubana incluía, como todos sabemos, un forro policial. Según el cambalache convenido, yo no sería más que su intérprete. Por lo demás, era saludable estar de antemano en el insight. No tardaría en confirmar la sospecha.

Pues, polemista nato yo, a más de perestroiko convencido a la sazón; y él fidelista de los que echan espuma por la boca, tan pronto como la segunda noche en el apartamento nos enfrascamos en una perra discusión de principios. Por fortuna, o tal vez porque, además de necesitarme, sabía que yo también tenía un “boniato” (carné del PCC) en la cartera, la sangre no llegó al río.

Ya sosegados, al enterarse de mi participación como soldado de la reserva en la guerra de Angola, Federico, que presumía de combatiente rebelde en una supuesta “heroica toma de Santiago de Cuba”, hizo por primera vez en mi presencia lo que varias veces durante nuestra estancia en Francfort del Meno: sacó de la cartera una amarillenta foto en blanco y negro donde posaba, muy joven, de uniforme verde olivo, gorra, botas, mochila y fusil en mano.

Ya en Francfort todo concordaba con el panorama risueño pintado por él: aparatoso abrazo entre “el jefe” --como le llamaba su huraño ayudante y factótum Ciro, que le aguantaba carretas y carretones con tal de abastecer a su prole-- y Weidhass en el aeropuerto, cuarto aparte para cada cual en el apartamento avituallado en las afueras, pasajes gratuitos, entrada a la recepción inaugural por todo lo alto, etc.

Sin contar una cena con los propietarios de la bodega que había donado las cajas de vino, un español y un chileno. El sudaca, impermeable a mi comentario --ingenuo, soltado entre camaradas marxistas-- acerca de que los millares de chilenos de clase media y alta que, arribados a la Isla a raíz del “pinochetazo”, se habían caído sobre sus narices ante los agobios materiales del socialismo insular. Yo había sido testigo de su drama existencial en el reparto Alamar y de cómo habíanse marchado en masa a Europa Occidental. ¡Sacrilegio! Ahí, por cierto, hice un aprendizaje de utilidad aquí en mi exilio colonés.

En efecto, Federico era toda una estrella en el recinto ferial: apretones de manos por doquier, servicio de café, brindis con licores o burbujeantes copas de champán, besos y hasta manoseos con las secretarias (un providencial spray de la farmacopea teutona obraba el milagro de trasmutarle el mal aliento en aroma de cítricos), respuestas complacientes a casi todas sus peticiones, a cada dos por tres estentóreo interés por el estado de la desigual pelea entre el prepotente Goliat del Norte y el corajudo David del Caribe...

Entraba y salía de las oficinas como Pedro por su casa, siempre guiñándome un ojo al retirarnos. A decir verdad, cumplió su palabra de no utilizar más que el tiempo que me quedase libre. Y como mi labor allí durante la semana se reducía a concertar unas pocas entrevistas con editoriales no contactadas en Madrid y recorrer, maravillado, los tres inmensos pabellones feriales hojeando y forrajeando libros, aparte de flirtear con la bella librera que me había levantado con mis galanteos durante el convite inaugural, pronto le fui cogiendo el gusto a eso de acompañarlo en sus visitas a los stands, incluidos los de países de habla hispana.

El tenor de las charlas con sus interlocutores del Tercer Mundo (con los del Segundo y el Primero la charla era, por lo común, breve y distanciada) era el siguiente: cada cual se ensalzaba a sí mismo, recalcando que el presidente de su país o el ministro del ramo, en cuya suntuosa mansión era huésped asiduo, lo habían designado para esa modesta misión a la espera de alguna vacante más a tono con su alcurnia.

En este aspecto del protocolo, Federico se mostraba reservado. A veces, cuando el dato no era conocido por la contraparte, se las ingeniaba para darle a entender de algún modo, mostrándole de guillo la mencionada foto y añadiendo historietas elocuentes sobre la lucha a muerte con los astutos enemigos de la Revolución, que él pertenecía al prestigioso “Aparato”. (De ahí las suspicacias del Verfassungsschutz.) Lo cual surtía un efecto de “ábrete-sésamo” en el alelado colega, sobre todo en tratántadose de sudamericanos.

A renglón seguido, ya sorbiendo copas durante el improvisado brindis (con tantos tragos mezclados en oficinas, stands y recepciones, más los de vino en el apartamento, me pasaba el santo día “en nota”) o saboreando humeantes tacitas de café, el colega invitaba a Federico a la feria del libro de su país de ese año o el próximo. “Con todos los gastos pagos”, no faltaba más. A lo cual Federico reciprocaba, caballerosamente, con la correspondiente invitación, nunca ídem en lo tocante a desembolsos, a la Feria del Libro de La Habana. La iniciativa partía indistintamente del visitante o del visitado. Hablaban de todo, de lo humano y lo divino, de política, mujeres, viajes y orgías, menos de libros y autores.

Todo iba a pedir de boca, siguiendo las placenteras rutinas del "jefe" que me había echado. Por mi parte, encantado de la vida... Hasta el tercer o cuarto día en que visitamos el gigantesco stand de Estados Unidos. “No me falles, mañana por la tarde, negro. Por nada del mundo. Ya sabes que no me le cuelo al inglés y necesito que me des una mano: le toca a la Yuma”, me había prevenido la noche anterior.

Me alegré en el alma, pues no me quedaba casi nada por hacer y una visita oficial me daba la oportunidad de entrarles con buen pie a los norteamericanos, quienes hasta la fecha habían hecho caso omiso de mis flamantes credenciales de Arte y Literatura, sin darme chance a tumbarles un par de pocket books que me llenaban los ojos.

Para empezar, el cónclave adquirió de entrada un nivel insospechado: nos recibió un atildado anciano, esbelto, caballeroso, cordón a guisa de corbata, blanco en canas, de un inglés de Oxford, con ese aspecto venerable que distingue a los aristócratas sureños acostumbrados a mandar, con paternal amabilidad pero sin derecho de réplica, a todos a su alrededor como si fuesen criados de casa. Rodeado además por un solícito séquito de jóvenes trajeados.

Federico, ducho en la variante protocolar criolla a base de simulacro de etiqueta, jerga revolucionaria y auténtica campechanería solariega, me dio la impresión de estar allí fuera de contexto, algo así como un oso amaestrado a medias actuando por sorpresa en rara carpa de la gran escena. En verdad, yo también me sentía un poco en el baile extraño. A todas luces, aquel despliegue cortesano venía a romper nuestra hasta ahí cómoda rutina.

No bien Federico se hubo presentado y las copas del brindis quedaron vacías --por precaución, esta vez opté por un vaso de Coca-Cola--, el viejo, que presidía una de las dos grandes federaciones de libreros en Estados Unidos, ya no recuerdo cuál de ellas, fue directo al grano, que nada tenía que ver con comercio de libros ni derechos de autor.

My distinguished colleague, De la Cruz, soltó, de pronto, para sorpresa de aludido e intérprete, and I, Fulano de Tal, tenían el histórico privilegio de romper el hielo en las relaciones entre the Union and the Island. Al oír este inesperado introito, se nos cayó a ambos la quijada. A saber, él, Fulano de Tal, ya poseía considerable experience in this sort of discreet but effective working approach between old ideological foes. Federico parecía un oso escuchando una conferencia magistral en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.

Reproduzco el diálogo de memoria, atendiendo más al sentido que a la exactitud lexical. Se trataba, dijo, de lo que ya se conocía en su país como book diplomacy o “diplomacia del libro”. Bajo la presidencia de Nixon él, otra vez el Fulano de Tal, había iniciado con sus colegas rusos el deshielo entre Estados Unidos y la URSS, que ahora continuaba entre Reagan y Gorbachov. Otro tanto se había logrado por vía libresca con China y Vietnam. No había, pues, motivos para que Cuba, país vecino, fuera la excepción de la regla…

--By no means. Hence, hereby I inform you, sir, that I have been duly empowered by the presidency of the United States of America to proceed accordingly with your country wiht your help…”

Ahí Federico balbuceó un par de sílabas, intentando meter la cuchareta. El viejo lo paró en seco, levantando la mano: Please, let me finish... “Está Usted formalmente invitado a la Feria del Libro, a celebrarse de tal día a tal día en el mes tal. El stand, pequeño pero funcional, corre a cuenta de los anfitriones. Hospedaje y pasajes aéreos los pagan los huéspedes. Se les concederá un precio extraordinario de 50 dólares por noche. Comfortable rooms, to be sure. And cheap meals. Puede Usted asistir acompañado por una delegación de tantas personas. Por supuesto, eso no quiere decir que no puedan ir más cubanos. Pero en tal caso... Se encogió de hombros:

--Well, you know, the costs... As to the visas, no problem: I give you my word: any legal objection will be swept away on time... Indeed, right now. Wait a minute, please...

Y aquí sobrevino una de esas escenas claves que marcan la diferencia entre la democracia americana y las demás, para no hablar ya de dictaduras autoritarias o totalitarias. El viejo se volvió en la silla y le hizo una sola señal con el índice al más espigado y con cara de yo-no-fui entre los diligentes Toms and Marys del stand.

--Mr De la Cruz, let me introduce you to Mr ..., the man of the USIA, United States Information Agency. He will personally take care of the visa question.

Que aquel joven era el agente de la CIA en el recinto ferial, en Fránfort o a lo mejor en toda la RFA, no fue necesario que lo dijera, porque tanto como eso lo dedujimos Federico y yo. Pero ahora viene lo bueno: el jefe de un simple gremio de libreros trataba en público a un oficial de la policía política de la nación más poderosa del mundo con la misma displicencia inapelable que a sus empleados:

--Mr. So and So, I have just made a deal with these gentlemen. So a Cuban delegation will be entering the United States next year to attend our Book Fair. You warrant me that there should be no trouble of what ever nature with their clearances. Did you understand?

--Yes, sir.

--So, I think you better write down what I am going to tell you.

--Oh, sorry. Pardon, sir...


Y al instante extrajo de uno los bolsillos del saco un bolígrafo y un pequeño bloc, donde anotó punto por punto el encargo del senior bookseller. Al terminar el dictado, el viejo le dio las gracias, lo despidió con un apretón de manos y volvió un rostro expectante hacia su interlocutor cubano. Para acortar el cuento: Federico se enredó en una larga retahíla de evasivas monocordes que apenas variaban ante la insistencia del gringo viejo, que se lo comió a preguntas incontestables para cualquier simple funcionario cubano en el exterior.

Trasmitiría lo hablado sin falta, cuanto antes, tan pronto llegase a La Habana... Informaría enseguida “al más alto nivel”, al ministro de Cultura, de Relaciones Exteriores, para que elevasen de urgencia el asunto, la interesante, trascendental, propuesta americana...¿Acuerdo? No, “osease”, acordar en firme, no, eso no estaba dentro sus potestades. ¿Darle su palabra de honor? Hombre, sí, se la daba, pero sin compromiso, porque... ¿Qué? Bueno, sí, él era un funcionario de alto rango en el ramo...

Su palabra contaba en la Isla, era escuchado en las altas esferas... ¿Eh? Sí, claro, su homólogo a todos los efectos, en pie de igualdad. Pero, no, no, tomar semejante decisión allí mismo equivaldría a una atribución indebida... Claro, que queríamos que pusieran fin al “bloqueo..., es decir, al embargo”... Pero en Cuba las cosas no funcionaban como en Estados Unidos... Sí, claro, conocía personalmente a Fidel, pero “Usted sabe, es un estadista muy ocupado. No es tan fácil llegar a él...”

Aquel diálogo atascado amenazaba con no acabar nunca. A partir de un momento dado, intenté en vano abrirle los ojos a aquel anciano empecinado en su pragmatismo jamesiano (William James) mediante el discreto recurso de intercalar aquí y allá breves, enfáticos imperativos y ablativos de mi cosecha en frases dichas por Federico, como Forget about it, he can not make such a decision, even if he certainly wants to, donde el “Olvídelo” y el “aun si ciertamente lo quiere” iban por mi cuenta, y el he sustituía al I en el lenguaje directo.

Por fin, el anciano se rindió a la evidencia, conformándose con la promesa de Federico de elevar cuanto el asunto a las altas esferas de la nomenclatura castrista. Y cayó el telón, dejando sobre el escenario a un gringo viejo perplejo, a un Federico desinflado y a un Pomar un tanto más cerca de comprender quién tenía la culpa de que el boicot yanqui durara tanto tiempo. Allá en la Casa Blanca Ronald Reagan agotaba el penúltimo año de su mandato, posiblemente ansioso por cerrar con broche de oro poniéndole la guinda cubana a un pastel de garrote y la zanahoria que había conseguido desquiciar al Bloque Oriental.

Epílogo trágico

He afirmado al principio que probablemente sea yo el único testigo presencial del patio aún vivo de aquella sorprendente oferta de diálogo de Reagan. He aquí la explicación: el ingeniero Federico de la Cruz no regresó de Fráncfort del Meno directo a La Habana. Antes él y su ayudante volaron a no recuerdo cuál ciudad de Centro- o Suramérica a cumplimentar uno de aquellos compromisos recíprocos acordados en el recinto ferial.

A su llegada a La Habana lo esperaban las navajas de la muerte: una mañana, entre fines de agosto y principios de septiembre de aquel año de 1987, al día siguiente de su desembarco en el aeropuerto de Rancho Boyeros, unos colegas encontraron su cadáver en cueros, profusamente acribillado a puñaladas, en el apartamento prestado de una reportera amiga suya que se hallaba en Corea del Norte.

Según el informe pericial de la policía criminal, fue asesinado a traición en el curso de una orgía sexual. Entre otras heridas morbosas, presentaba un tajazo desde la comisura de los labios hasta la oreja. Sin dudas, un bestial crimen pasional, obra de de uno o varios compañeros de juegos eróticos que, por alguna razón desconocida, le profesaban un odio letal a la víctima.

Pablo Pacheco, el hombre de los epitafios dudosos y los discursos de expulsión contra “traidores a la Revolución” del gremio libresco --pronunció también el mío, contra su voluntad, porque es un tipo cabal, en el atrio del Palacio del Segundo Cabo--, tuvo a su cargo la despedida del duelo que, según dicen quienes lo escucharon en la necrópolis de Colón, fue toda una pieza antológica de malabarismo retórico funerario.

Malas lenguas del Segundo Cabo contaban que, al llegar a la funeraria y ver el cadáver cubierto con la bandera cubana, la mulata Lucía Sardiñas, responsable de “atención” a intelectuales en el Comité Central del PCC, no pudo contenerse y expreso su queja: "Este caso no está claro". Era un secreto a voces que le decían “el hombre de las mil caras”.

No creo que sus asesinos le hayan dejado tiempo al ingeniero Federico de la Cruz para cumplir su compromiso solemne con aquel gringo viejo de la Feria del Libro de Fránfort del Meno 1987. En verdad, me pareció inútil hacerlo yo en lugar del difunto. Jamás he vuelto a oír hablar de aquella espectacular oferta de diálogo de Ronald Reagan al Palacio de la Revolución. En todo caso, de entonces acá se han celebrado ya veinte ediciones del principal certamen de los editores del mundo sin que haya trascendido ninguna tentativa de diplomacia del libro. Pero, quién sabe, tal vez en la de este año, que se inaugura pasado mañana...

8 comments:

Anonymous said...

¡Tremenda historia!
Como muchas de las que nos vamos a enterar algún día.

¿Por cierto, para entonces abrirán los archivos de nuestra STASI? Me gustaría saber cuántos centímetros de grosor tiene mi dossier.

Anonymous said...

Que bueno es haber vivir lo suficiente; no sólo para no ser todavía enterrado (como siempre pasa)por la bestia-orate-ex-oratórica en Jefe sino también para poder enterarse de este tipo de "secretos"

andres

Anonymous said...

me divertí muchísimo con la historia

Garrincha said...

holy shit!

Anonymous said...

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