Monday 12 March 2007

La incómoda lucidez de un suicida

El castrismo a la luz del testamento de Miguel Ángel Quevedo
Por Jorge A. Pomar, Colonia

"Conocerás a los hombres, víctimas de los males
que ellos mismos se infligen. Ciegos a los bienes
que les rodean, que no oyen ni ven, son pocos
los que saben librarse de la desgracia".

Pitágoras, Samos 572-497 a.C.

Agonía de Bohemia

El 12 de agosto de 1969 se suicidó en Caracas Miguel Ángel Quevedo de la Lastra, último director (y dueño) liberal de
Bohemia, otrora el semanario ilustrado cubano de mayor circulación en Iberoamérica. En la Isla llegó a ser tan popular que, pese al descrédito de la versión actual, aún se usa su nombre como sinónimo de revista. Con una tirada anual de 200 mil ejemplares, que en su época de apogeo (1940-1959) alguna vez llegó al medio millón y al millón, Bohemia era de todo: semanario de actualidades, de historia y literatura, de divulgación científico-técnica y filosófica, y revista del corazón, a la vez que prensa amarilla. Fundada en 1908 por su padre, Miguel Ángel la heredó en 1927, siendo su director hasta 1960.

Bohemia daba voz en sus páginas a intelectuales del patio y el extranjero, de todas las tendencias. Único requisito: la calidad. Sus francotiradores le apretaban las tuercas sin falta al gobernante de turno, ponían al descubierto, a menudo exagerándolos, escándalos y corruptelas. Igual se respetaba el derecho de réplica de los aludidos, lo que generaba apasionadas controversias. Por lo general, no había represalias, aunque en épocas turbulentas la redacción veía suspendida alguna que otra edición. Bohemia fue también acosada por los censores de Batista (y Saldívar, Fulgencio, presidente constitucional 1940-44, dictador 1952-1959).

Pero, para que se tenga una idea de cuán laxa era la censura batistiana: en la tirada del medio millón, de 1958, figura una carta de Fidel pidiendo mayor cobertura al accionar de sus guerrillas. En las cárceles no había periodistas y el único intelectual asesinado de que se tenga noticia fue el doctor Pelayo Cuervo (su cadáver apareció a orillas del Laguito), que no lo fue por sus opiniones sino por su militancia activa en la clandestinidad. (Dicen que, al ser informado del crimen, Batista comentó cínicamente: “Está muy bien muerto pero muy mal matado”.)

Bohemia fue la publicación periódica que más influyó en el vuelco de la opinión pública que a fines de 1958 dio al traste de golpe y porrazo con la dictadura y, de paso, con la democracia que Quevedo pretendía defender frente a aquella. Sus sensacionales reportajes con secuencias fotográficas de cadáveres acribillados y cuerpos torturados contribuyeron a inclinar la balanza a favor de la oposición armada.

Tras el triunfo rebelde en enero del 59, retroalimentado por la euforia popular, Quevedo rompe definitivamente el tradicional equilibrio del semanario para emplearse a fondo, de buena fe, en la tarea publicitaria de tejer la leyenda negra del batistato, olvidando la del Movimiento 26 de Julio (M-26-07), cuyos secuestros y atentados terroristas habían sido censurados por Bohemia: en una sola noche los “comandos de acción y sabotaje”, que empleaban también adolescentes como William Soler (14 años) y Urselia Díaz Báez (18), muertos mientras colocaban petardos, habían hecho estallar cien bombas en sitios públicos de la capital porque el país estaba “de luto” y nadie tenía “derecho a divertirse”.

Esa parcialidad histórica, asociada al enfoque antisistémico contra el
ancien régime, haría cortocircuito con la difusión acrítica de otro constructo fatídico: el mito de Fidel Castro como encarnación de un ideario martiano supuestamente frustrado. El poeta marxista Rubén Martínez Villena (1899-1934), marcando la ruptura entre la tradición liberal-conservadora de los “generales y doctores” mambises --que cierra con la caída del machadato-- y la época de la subversión radical y el mito antiimperialista, había resumido en vibrantes versos aquel sueño mesiánico en su famoso poema “Mensaje lírico civil”:

Hace falta una carga para matar bribones,
para acabar la obra de las revoluciones[…]
para limpiar la costra tenaz del coloniaje […]
para que la República se mantenga de sí,
para cumplir el sueño de mármol de Martí.


A todo lo largo del año 59 la revista
Bohemia acentúa la nota chauvinista, respalda a ciegas los decretos revolucionarios y glorifica la gesta guerrillera, editando uno tras otro números hagiográficos anunciados por sugerentes carátulas con retratos de comandantes (Fidel, Camilo, Che) nimbados por halos de santidad. Paralelamente, hace la apología de los incesantes fusilamientos de reales y supuestos sicarios de Batista, al tiempo que apoya o pasa en silencio la atmósfera de “circo romano” prevaleciente en aquellos juicios sumarísimos con testigos de cargo a menudo falsos.

Pero las señales de error y terror van en aumento. Se agudizan los conflictos al interior de las organizaciones revolucionarias y con el primer gabinete burgués de la Revolución, reaparecen las guerrillas y los sabotajes, los sindicatos pierden su independencia y, tras el simulacro de renuncia de Fidel en julio del 59, dimite el flamante presidente Manuel Urrutia Lleó, que enseguida se asila y es sustituido por otro presidente nominal de origen burgués: Oswaldo Dorticós (1959-1976, acabaría suicidándose en 1983 después de haber cedido la plaza a Fidel).

A la estampida de los batistianos siguen el éxodo masivo de la alta burguesía y las clases medias, deserciones y alzamientos de oficiales rebeldes, fugas de intelectuales... Tras el arresto del comandante Huber Matos, acusado de “alta traición”, desaparece misteriosamente el 28 de octubre el más popular de los jefes guerrilleros: Camilo Cienfuegos. Aunque Fidel jura y perjura no ser comunista, es un secreto a voces que la Revolución gira aceleradamente hacia la extrema izquierda.

Pero ya no hay vuelta atrás para la prensa: el otrora poderoso “cuarto poder” ha perdido su autonomía. Se hace sentir cada vez más en la redacción de
Bohemia la labor de zapa del historiador Enrique de la Osa, a quien Quevedo atribuye la “diabólica” invención de los veinte mil mártires, un ardid propagandístico para justificar la orgía de sangre del Che en La Cabaña. Las nuevas autoridades confiscan la revista.

En lo adelante, cada vez que el director pone reparos a algún texto tendencioso, el comisario voluntario De la Osa lo chantajea: “Eso ya lo leyó Fidel”. Quevedo saca sus conclusiones: o se tira a tiempo del tren en marcha del castrismo o lo apean a la fuerza rumbo a la cárcel o al paredón, entre cuyos huéspedes menudeaban los “traidores”. El 18 de julio de 1960 se asila en la Embajada de Venezuela.

“Culpables fuimos todos”

En lo sucesivo, sufriría como pocos los avatares de una de las diásporas más denostadas de la historia universal después de la hebrea. “Me mato porque Fidel me engañó”, confiesa en su testamento. En verdad, lo hacía porque, como tantos compañeros de viaje del castrismo, más bien se había dejado engañar, y otros no menos culpables que él le estaban pasando la cuenta en el exilio. Ante la crueldad de esta nueva ironía del destino, opta por el suicidio. He aquí como describe su estado de ánimo justo antes de poner fin a su existencia:

Yo no niego mis errores ni mi culpabilidad, lo que si niego es que fuera “el único culpable”. […] Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en día muy difíciles.

A partir de ahí inicia un demoledor análisis de la causas históricas y psicosociológicas del triunfo castrista, enumerando los factores humanos que coadyuvaron a la debacle republicana hasta llegar a una conclusión irrefutable:

Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores […] Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad. […] Por acción u omisión. […] los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. […] los curas de sotana roja que mandaban a los jóvenes para la Sierra Maestra a servir a Castro y sus guerrilleros. […] El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo.

Paradojas del destierro

Aparte del ostracismo, pesaron en su fatal decisión otras dos paradojas del desterrado reacio a los condicionamientos de la política local y a las eternas querellas de la Diáspora: 1) el dolor de sentirse estigmatizado por ex colegas y amigos; 2) la tenaz campaña de deslegitimación orquestada en su contra por correligionarios extranjeros a quienes sarcásticamente llama:

…titanes de esa "Izquierda Democrática" que tan poco tiene de "democrática" y sí de "izquierda". Rótulo Betancur [sic., Rómulo Betancour, presidente de Venezuela], Figueres [José, presidente de Costa Rica], Muñoz Marín [Luis, gobernador de Puerto Rico]. Cuando se convencieron que yo era anticomunista, me demostraron que eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del tercer mundo”. El mundo de Mao Tse Tung.

La alusión al Gran Timonel en relación con la izquierda democrática es el quid del análisis retrospectivo de Quevedo, quien establece nexos causales entre esa difusa amalgama de izquierdismo-culto a las armas-mesianismo-antiimperialismo que, como hemos visto, desde la época de la resistencia clandestina contra el dictador Gerardo Machado configuraba un imaginario revolucionario latente, de una parte, y el riesgo de deriva totalitaria, de la otra. Con todo, siendo la segunda paradoja del demócrata exiliado en Occidente la menos dolorosa, se desquita de esos ingratos líderes extranjeros con un par de frases de despecho.

En cambio, frente al ataque de sus compatriotas, que no sólo lo desarmaba moralmente sino que --a su juicio, aplicado a distintas categorías de exiliados, impedía la expansión del movimiento anticastrista-- el ex magnate mediático reacciona arremetiendo contra todos aquellos diletantes que, al igual que él, habían empujado desaprensivamente a la Isla a la catástrofe. Como aprendiz de brujo revolucionario, él tampoco le había visto, o querido verle, la carta en la manga al antiguo pistolero del “bonche” estudiantil metamorfoseado en instancia moral de la nación a raíz del controvertido (los comunistas del PSP lo condenaron en su momento como “aventurerismo blanquista”) asalto al Cuartel Moncada. Sin embargo, sobraban datos biográficos para distanciarse a tiempo de aquel joven demagogo de perfil griego, y Quevedo insiste en recordárselo a título póstumo a sus desmemoriados ex colegas:

Los periodistas conocieron la hoja penal de Fidel, su participación en el Bogotazo comunista, el asesinato de Manolo Castro, y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.

Lucidez suicida

El aspecto más sobresaliente en su arranque de lucidez suicida es el reconocimiento de que el poder de seducción del discurso de la violencia castrista estribaba en el dato incontrovertible de que, en el fondo, Fidel no había hecho otra cosa que traducir al lenguaje bélico las moralinas de tribunos como Eduardo Chibás, José Pardo Llada, Manuel Bisbé, Agustín Camargo, Raúl Roa, Pelayo Cuervo, etc. ¿No había sido el inefable Bisbé aplaudido a rabiar por los ortodoxos cuando exclamó en 1947 aquello de que “Si en 45 años de República nos ha ido tan mal con los cuerdos, vale la pena que probemos con un loco”? Bisbé se refería a la candidatura del siempre truculento Chibás, cuyo espectacular suicidio radiofónico cinco años después (por no haber podido cumplir la promesa solemne de probar una acusación suya que jamás ha sido corroborada) dejaría el escenario listo para la aparición de un émulo violento mucho más eficaz: Fidel Castro.

De Fidel, por tanto, se puede decir lo mismo que de Hitler: no inventó nada que no estuviera ya inventado. A lo sumo, acertó a ensamblar las piezas dispersas de una maqueta subversiva previamente diseñada. Llama la atención el detalle, aparentemente fuera de contexto, de que Quevedo incluyera entre los ídolos del pueblo a Antonio Guiteras (1909-1935), el “tiratiros” por antonomasia de la Revolución del 33, bestia negra de Batista y precursor de Fidel. Históricamente, el triunfo castrista era en buena medida el coletazo del Leviatán de la violencia revolucionaria, enquistada en la Universidad de La Habana (UH) y extendida al resto de las escuelas de enseñanza media y superior en casi toda la Isla.

¿Cómo explicar, si no, que sendos grupos de estudiantes asaltaran la segunda fortaleza militar del país en Santiago de Cuba y el fortificado Palacio Presidencial en la capital? Detrás de ambos estaba --se sabía y denunció ya entonces-- el gansterismo político de derecha e izquierda. El de derecha quedó acéfalo a resultas del fallido asalto a la sede presidencial; el de izquierda, encabezado por el astuto Fidel, se haría fuerte en la Sierra Maestra y, a la postre, gracias a una mezcla de suerte y habilidad, se ceñiría en exclusiva los laureles de la victoria.

Pero, a pesar de la posesión de armas de combate y el hábito de las prácticas de tiro en el estadio de la UH, posibilitados por la perversión del concepto de autonomía universitaria, ninguno de aquellos dos comandos suicidas (ni el desembarco del yate “Granma” en 1956), habría sido concebible sin las prédicas delirantes de los tribunos catastrofistas, quienes pintaban invariablemente a la Segunda República como un gigantesco establo de Augias que urgía limpiar de manera drástica (Cuba era, según el socorrido aforismo, “una puta a la que hay que meter en cintura”) y glorificaban al llamado “hombre de acción”, sugiriendo de manera explícita o implícita el recurso a las armas.

Un factor concomitante, efecto del descrédito de la clase política, sería el apoliticismo, la desidia de las clases dominantes, confiadas en que Estados Unidos no permitirían un triunfo subversivo en su traspatio latinoamericano. Tarde comprendieron este otro axioma de la época: “La política es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos”. Mucho menos para dejarlo al arbitrio de sus propios hijos imberbes, que en la práctica fue lo que, para su mal, hicieron.

Así las cosas, todas las premisas estaban dadas para que lo que vendría después. En fin, lo que no debió haber ido más allá del usual rito de paso generacional de la pubertad a la edad adulta, más o menos aparatoso (discursos, mítines, manifestaciones callejeras, gestos simbólicos como desfiles de antorchas, entierro de la Constitución, etc.), de la nueva hornada estudiantil, acabó degenerando en revuelta antisistema. Faltaba el líder carismático. Por desgracia, apareció en el momento adecuado. Lo demás hay que anotárselo a las circunstancias, y a la buena estrella de Fidel Castro.

Aquellos profetas de la subversión, colaboradores asiduos de
Bohemia (y de una docena larga de periódicos de primera línea en un país de apenas 6 millones de habitantes con una de las redes mediáticas más densas del planeta), se regodeaban en describir la política republicana empleando un vocabulario cloacal. He aquí cómo los caracteriza Quevedo:

Los periodistas […] llenaban mi mesa de artículos demoledores contra todos los gobernantes, buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme de los 'oposicionistas sistemáticos'. Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos.

“Fecalización mesiánica”

Esa retórica capciosa congeniaba con las metáforas escatológicas de una influyente pléyade de escritores progresistas. Sin hablar ya de los Luis Felipe Rodríguez, Onelio Jorge Cardoso, Dora Alonso, Nicolás Guillén, Samuel Feijóo o Félix Pita, que eran claramente de izquierda, hasta un Miguel de Marcos (1892-1954) --de cierto el narrador más bonachón de la República, de la que traza una sátira autocomplaciente-- hiperboliza en su novela
Papaíto Mayarí (1946) las lacras republicanas bajo la presidencia de Ramón Grau San Martín (1944-1948). Leamos un pasaje

Grau se defeca en la Constitución todos los días, y nadie hasta ahora muestra inquietud por esa disentería persistente y en abanico. Tal vez sea tarde cuando se adviertan los estragos de esa fecalización mesiánica. […] Olvidemos esa diarrea apostólica sobre la Carta Fundamental. […] quiero decir, esas supermojonadas. […] todo tiende a la podredumbre en un país podrido.

El tiempo le daría, trágicamente, la razón a De Marcos en cuanto a los efectos nefastos de aquella “fecalización mesiánica”, de la que se hacía eco. Pero lo interesante al objeto de este artículo es que el novelista pinta en términos insuperablemente sórdidos el período auténtico anterior al batistato. De que exageraba los desfalcos del primer gobierno auténtico, sirva de botón de muestra el siguiente dato: el ex presidente Grau murió en Cuba en 1969 sin más fortuna que su auto y su mansión, no habiendo sido jamás molestado por la draconiana justicia castrista. En fin de cuentas, aquellas corruptelas, escándalos e inestabilidades eran fiel expresión política de la mentalidad criolla.

La hipertrofia naturalista en literatura, que tenía su correlato lúdico en la simulación masoquista del antihéroe del bolero “de bares y cantinas”, se da de la mano en los años 50 con la imaginería efectista de un John Dos Passos, la autocompasión existencial a lo Camus-Sartre, el patetismo neorrealista italiano y la boga marxista de posguerra, para que nuestros narradores, siempre en pos de las últimas corrientes occidentales, pinten el lienzo lúgubre del pasado que aún sirve de telón de fondo a la propaganda castrista.

Pero el leimotiv de la “Cuba que sufre” cuadraba mal con la alegría de vivir del criollo durante el período republicano. Justamente en virtud de ese rasgo hedonista del ambiente insular un Ernest Hemingway deposita su medalla del Nobel en el santuario de El Cobre en 1954, o sea, en plena dictadura batistiana. Lejos de irse “a bolina” como quería Raúl Roa, las conquistas sociales de la Revolución del 33-39 habían inaugurado el lapso de mayor prosperidad en toda la historia de la Isla hasta nuestros días.

Sin embargo, la metáfora del muladar nacional será el eje del imaginario con que nuestros intelectuales encaren la rebelión antibatistiana. Que la llamada “seudorrepública” distaba mucho de ese diagnóstico de terapia intensiva, lo demuestra, amén de una simple ojeada a los anuarios estadísticos de la época, cualquier lectura de la nada parcial enciclopedia
Historia de la Nación Cubana (1952), de Ramiro Guerra, Emeterio Santovenía, et allii.

La mentira se confirmaría después de la victoria castrista. Entre otros sucesos reveladores, con la censura oficial del cortometraje
P.M., donde Sabá Cabrera Infante, el hermano del célebre Guillermo, rueda a cámara alzada un día cualquiera a fines de 1960 secuencias de la animada vida nocturna habanera, que aún no había perdido su encanto prerrevolucionario: personajes humildes, en su mayoría negros y mulatos de solar, de cuello y corbata, estanterías bien surtidas, modales civilizados, música y baile, desenfado... Escenas que, según el cristal con que se miren, pueden interpretarse como felicidad o decadencia. Nuestros literatos, al menos en sus libros, aún afectan creer lo segundo.

El pudoroso Lisandro

A modo de ejemplo, he aquí cómo Luis Dascal, el protagonista burgués de la novela del entonces pudoroso Lisandro Otero
La situación (1963), sumando mojigatería lacrimosa y autocompasiva al bufo fecalista de De Marcos, describe el ambiente habanero de cara al golpe de estado del 10 de marzo recién consumado:

Nada realmente importante ha pasado hoy, pensó Dascal, nada importante, nada que pueda alterar esta isla florecida de caña, sumergida en un mar de mierda, flotando hacia la nada, cubierta de relajo, orgasmo y fetiches, devota del azar, quebrada por la ineficacia, sucia de ansiosa violencia… Nadie se siente bien y esto que es lo otro, es lo mismo: con su Prío [Carlos, presidente 1948-52] de todos los días y su Batista para amanecer y siempre un Machado [Gerardo, 1925-33], un Grau, un Zayas [Alfredo, 1921-1925] para romperlo todo y gastarnos la vida que se nos va. Aquí no ha pasado nada.

En efecto, “nada realmente importante” para los intelectuales (y para el pueblo llano y las más bien muertas “clases vivas”) había ocurrido. Tanto que los siete años de dictadura subsiguientes serían la época dorada de la literatura contemporánea en la Isla con una floración de talentos nunca antes vista. El cambio “realmente importante” se produciría poco después del ansiado triunfo revolucionario. Aplicándole al pie de la letra a aquella decadencia sociopolítica las recetas de convento insinuadas por el autor de La situación, el Comandante en Jefe optó por una terapia intensiva de doble carril: por un lado, se declaró a sí mismo autócrata vitalicio, suprimiendo para siempre aquella, para Lisandro, irritante alternancia de mandatarios venales.

Por el otro, acabó con el “relajo” documentado en
P.M. y proscribió los “fetiches” (léase orishas afrocubanos) y el “azar”, reemplazándolos por el ateísmo y la planificación central. En suma, logró que los plebeyos se sintieran al fin “bien” marchando en los batallones de milicia o haciendo trabajo voluntario. Tras la equívoca luna de miel entre pueblo, intelectualidad y castrismo, vendría el desencanto. Pero para entonces ya Fidel tenía a todo el mundo “atado y bien atado”.

Todos revolucionarios

Cualesquiera hayan sido los móviles personales de Batista en 1952, lo cierto es que, al hacerse con el poder manu militari, respondía él también --si bien no en clave antisistémica, como un septenio más tarde haría Fidel-- a esa cultura de la queja inculcada a la población como un reflejo condicionado frente a una decadencia nacional más virtual que real. Un constructo fabricado por periodistas, tribunos y literatos, y esgrimido por casi toda la clase política, incluido el propio Batista.

En su primer mandato constitucional (1940-1944), pese a abusar de la retórica nacional-revolucionaria, Batista demostró que dominaba el difícil arte de aliarse con los comunistas manteniéndolos a raya. (Irónicamente, sucumbió junto con la República cuando sus antiguos aliados marxistas del PSP se pasaron súbitamente al bando castrista, arrastrando consigo al reticente movimiento obrero. Como los militares, la mitad larga de ellos pagarían caro aquel cambio de casacas a última hora.)

De hecho, el general tenía sus razones para considerarse a sí mismo un revolucionario: bajo su égida la Constitución del 40 le había conferido a la Segunda República un cariz socialdemócrata que los dos gobiernos auténticos siguientes apenas desvirtuaron. Por lo demás, el nombre del “Partido Revolucionario Auténtico” denotaba una presunta traición al ideario martiano de la Revolución del 33. Bien mirado, todo el espectro político cubano desde Machado, que era nacionalista y también concebía su régimen despótico como una revolución, reclamaba para sí esa dudosa tradición. Sin embargo, Cuba, a pesar de su creciente prosperidad, decadente y dependiente según la realidad virtual al uso, estaba urgida de un cambio radical, cambio que en buena ley no podía ser muy distinto del que trajo consigo el castrismo.

Digresión germánica a modo de comparación

Pero, ¿requería una revolución social, por ejemplo, la pujante Alemania del “milagro económico”? Vaya ocurrencia, pensará el lector. Sin embargo, así lo pregonaban filósofos de la Escuela de Francfort como Marcuse, Adorno, Horkheimer, Habermas… Bajo su tutoría, los estudiantes de la revuelta del 68 se propusieron seriamente la meta de derribar el “estado de derecho social” nada menos que durante la fase de consolidación los gobiernos socialdemócratas de los cancilleres federales Willy Brandt y Helmut Schmidt para instaurar… ¡un socialismo de corte maoísta! El “realmente existente” de Europa del Este había sido declarado obsoleto por aburguesamiento.

Fotografías de la época muestran a cantidad de mozos melenudos con barbas grecorromanas a lo Che Guevara. Líderes juveniles como Daniel Cohn-Bendit, alias “Dani el Rojo” y Rudi Duschke, alias “Rudi el Rojo”, predicaban vehementemente la violencia revolucionaria. Balbuceaban para ello el mismo abstruso galimatías marxistoide en versión deconstructivista del que salió el título de la famosa monografía de Régis Debray
Revolución en la revolución (1968).

Según la tesis de ambos, la universidad debía ser el centro motor de la “revolución anticapitalista”. Aquellos iracundos chicos burgueses partían de una realidad virtual en la que creían a pies juntillas. La orden “¡Ahora golpeen!” impartida a la gendarmerie por Charles De Gaulle le dio el tiro de gracia en cuestión de semanas a la revuelta estudiantil en París, marcando casi al unísono su declive en Alemania y el resto de Europa Occidental.

Años más tarde la llamada Fracción del Ejército Rojo (RAF en alemán) pondría bombas, secuestraría y mataría en Alemania en nombre de aquel ilusionismo juvenil. Por suerte para la clase social de la que provenían sus belicosos militantes, a diferencia de nuestro estudiantado rebelde de 1952-1959, fracasaron en su demencial empeño. Cohn-Bendit aprobó suma cum laude su agresivo rito de paso generacional: copresidente por Los Verdes en la Eurocámara. Duschke, el más noble de los dos, moriría asesinado por un fanático. Sus últimas palabras al caer abatido: “¡Mamá, mamá!” Los cuatros dirigentes de la RAF se suicidaron (o “los suicidaron”, según la versión alternativa) simultáneamente en la prisión.

En suma, admitiendo de antemano que la RFA no es Cuba y abundan las diferencias, todo lo que pretendemos decir con tan sorprendente comparación se reduce a esta perogrullada: mayo del 68 prueba que para que prospere un movimiento anticapitalista no es imprescindible la existencia de un régimen dictatorial o ultraconservador, de desigualdades sociales o corrupción generalizada. (La prueba irrefutable de que esto es así es nuestra propia Isla donde, a pesar de la ruidosa bancarrota del castrismo, no hay señales de rebelión.) El éxito o fiasco dependen más bien de una concurrencia de fenómenos psicosociales colectivos con circunstancias favorables.

En Alemania no se dio tal concurrencia; en Cuba, sí. Por lo demás, la ideología tercermundista de la sesuda Escuela de Francfort era un calco de la matriz castrista. El factor decisivo es de orden subjetivo. Es decir, como en el caso cubano, tiene mucho que ver con la activación de un imaginario subversivo latente susceptible de activarse en ciertas coyunturas muy concretas del país en cuestión, lo cual refuta la tesis central del determinismo histórico.

Sangriento ciclo macbethiano

Con su golpe del 10 de marzo Batista simplemente propició la activación del imaginario nacional cubano, luego hábilmente instrumentado por Fidel. La tez del dictador --a quien la progresista
Bohemia y el conservador Diario de la Marina, entre otros, caricaturizaban como el “mono encaramado en la mata” o el “Reyecito Criollo”, bembón y aindiado, para más señas--, su indudable carisma, su condición de self-made leader de una mulatocracia en ascenso en país mestizo de élite blanca ancestralmente recelosa del negro, su origen humilde y su programa socialdemócrata, el hecho de venir precedido por una fama de hombre fuerte (no lo habían sido ni Grau y Prío) y buen administrador (lo habían sido también Grau y Prío), el descontento popular con la corrupción generalizada, el apogeo del gansterismo durante los dos gobiernos auténticos precedentes (al que pondría fin) y, a modo de colofón, el absurdo suicidio de Chibás, entre otros factores, todo se conjugó para que el cuartelazo del 10 de marzo de 1952 dejara indiferentes a las masas populares.

Así, pues, no las luego sobreañadidas causales sociopolíticas, que existían en la Cuba de entonces, en la de hoy y en cualquier otro país, sino la ruptura del orden constitucional, talón de Aquiles de Batista, sería la baza de triunfo en manos de un Fidel que planea a largo plazo. Según la estrategia oculta del jefe guerrillero, el derrocamiento del dictador es sólo la primera etapa de su lucha. Su meta final desde el principio consiste en destruir el sistema. Con todo, el castrismo jamás habría logrado inclinar a su favor la balanza de la opinión pública sin la consistente instrumentación mediática del sangriento ciclo macbethiano de acción y reacción generado por el cuartelazo del 10 de marzo del 52.

Aquí jugaría un papel determinante la leyenda del “comportamiento ejemplar” (falso, pues practicaron el terrorismo y “ajusticiaron” a numerosos chivatos y “traidores”, menores de edad incluidos) de las guerrillas urbanas y rurales, que Guillermo Cabrera Infante contrasta con la sádica crueldad (cierto, torturaban y asesinaban, arrojando los cadáveres de las víctimas a la cuneta de las carreteras) de las fuerzas represivas en su novela Vista del amanecer en el trópico, Premio Seix Barral 1964. Significativamente, el más famoso de los renegados literarios del castrismo, quitándose la venda de los ojos, no tardaría en repudiar la obra como un “libro políticamente oportunista”.

Estados Unidos inclina el pulgar

Ante la galopante pérdida de popularidad del régimen de facto a mediados de 1958, el Gobierno norteamericano reacciona como de costumbre cuando la subversión parece no poner en peligro sus intereses o no huele a comunismo: inclinando el pulgar o, lo que venía a ser lo mismo, cortándole sin más los suministros a unas Fuerzas Armadas ya desmoralizadas, cuya plana mayor prestaría enseguida oídos a las añagazas de Castro. La suerte estaba echada.

Los norteamerianos pagarían caro aquel cambio de casacas a última hora. La suerte estaba echada… En retrospectiva, tal vez a modo de desagravio por las injurias de Bohemia, Quevedo se identifica con aquellos militares, traidores a su vez traicionados. Su alegato contra Estados Unidos descarta el axioma fundamental de la historiografía castrista, que presenta al batistato como una tiranía --recordemos que eso mismo se decía de todos los gobiernos constitucionales precedentes-- impuesta y protegida por Washington:

Fue culpable Estados Unidos de América, que se incautó de las armas destinadas a las Fuerzas Armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros. Y fue culpable el State Department, que apoyó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.

La frase final es un dislate: imposible que una administración tan conservadora como la de Eisenhower-Nixon apoyase semejante conjura a sabiendas. Sencillamente, el Departamento de Estado apostó por lo que, a juzgar por las evidencias, era ya la voluntad mayoritaria de los cubanos. Siguiendo la actual divisa de Bush en el sentido de que el futuro de la Isla “está en manos de los propios cubanos” --lo cual es otro soberano disparate, pues los aludidos no están condiciones de decidir nada--, los dejaron hacer y deshacer a su antojo. Por desgracia para los “gringos” (por una plaza en cuyas fábricas se desvivía el proletariado criollo, del mismo modo que hoy vota con los pies por el “norte revuelto y brutal”) y para nosotros, se cumplió el viejo refrán: el bueno por conocer salió peor que el malo conocido.

¿Se arriesgarán a jugar la misma carta con Raúl Castro? Es probable, sobre todo si el Hermanísimo se lo propone. El resultado sería, irónicamente, una vuelta al batistato en versión totalitaria, con la ventaja para la Casa Blanca de poder apoyar al nuevo déspota y asegurarse de paso --para nuestro bien y el de ellos, que al menos pagarían el trabajo de los petroleros cubanos mejor que el estado castrista y los consorcios chinos o españoles-- el control las enormes reservas de hidrocarburos en la costa norte de la Isla, sin exponerse a las críticas de la izquierda. Retruécanos del destino o “al que no quiere caldo le dan tres tazas”…

Quienes, en cambio, ya sea por pura novelería o prejuicios doctrinarios, sí actuaron por motivaciones parecidas a las que Quevedo atribuye al Departamento de Estado, fueron la mainstream de la prensa y la intelectualidad norteamericanas, y desde luego el ala “liberal” (izquierda) del Partido Demócrata. De hecho, la exaltación mediática del castrismo arranca con la famosa entrevista concedida el 17 de febrero de 1957 a Herbert L. Mathew, el editorialista del New York Times que se dejó embaucar por la ficción de ejército guerrillero escenificada por Fidel (a quien retrata como “el Robin Hood de las Américas, un joven y valiente líder que lucha en defensa los pobres y oprimidos”) y alcanza su apoteosis después del triunfo rebelde en 1959. Aún hoy en su lecho de muerte está lejos de amainar por obra y gracia de la idolatría de la farándula hollywoodense, encabezada por halalevas de Oliver Stone.

Por tanto, la diferencia esencial entre la Casa Blanca y la prensa “progresista” norteamericana con respecto a nuestra Isla apenas ha experimentado algún cambio. La primera, demócrata o republicana, sigue siendo más bien obsecuente y tiende a querer para la Isla lo que nosotros: vivir como personas bajo un gobierno y un sistema a nuestra medida. O sea, con democracia hacia dentro y, hacia fuera, independencia relativa (nunca total, aspiración que, aparte de indeseable, sería ilusoria en un mundo globalizado).

En cambio, la segunda, masoquistamente “progre”, quiere lo que entiende que, dado nuestro bajo nivel civilizatorio, hemos de añorar los cubanos: un líder carismático al frente de alguna versión ligera del “mundo de Mao Tse Tung” que sirva de contrapeso regional a la --para esos filantrópicos periodistas “anti-anticomunistas” de un imperio vergonzante-- aborrecible hegemonía de Estados Unidos.

Catastrofismo histórico

El legado de nuestro ilustre suicida resulta profético de cara al exordio biológico de un régimen que ni siquiera ante la agonía de su creador prescinde del show publicitario. Quevedo dio en el clavo: el castrismo nació y sobrevive como una solución totalitaria a los males de una realidad imaginada. Como tal, en esta era de altas tecnologías digitales, de desaforada manipulación mediática de la realidad “objetiva”, de Babel posmoderna de los metalenguajes derridianos con sus malabarismos conceptistas, no es un anacronismo histórico sino una tendencia fuerte reflejada en el auge de la demagogia populista.

Consecuentemente, el subtexto de su carta de despedida a Ernesto Montaner se lee como un esfuerzo póstumo por corregir en los sobrevivientes esa fatídica combinación de visión unilateral de la Segunda República e imaginario subversivo, de factura mediática, que el autor ayudara a forjar cuando era un príncipe de la prensa.

Esa imagen catastrófica del pasado y ese inconsciente colectivo seudorrevolucionario, coartada principal del totalitarismo, son aún compartidos por la historiografía castrista y, lo que es peor, por un sector del exilio y la oposición interna. Sustenta, en perfecta retroalimentación recíproca, la visión edulcorada del régimen castrista en los medios de difusión occidentales, con los cuales --como hemos visto en el caso de Alemania-- interactúa.

De ahí la coherencia de la crítica-autocrítica quevediana como dolorosa, pero ineludible fórmula para superar las divisiones y coincidir en un programa democrático desprovisto de imaginarios lastres históricos y etiquetas político-ideológicas que, sin aspirar a la utopía, apenas excluya a recalcitrantes y criminales de ambos bandos.

Por desgracia, la reacción de los más ante su suicidio confirmó los temores de Quevedo: no sólo se ha arrojado su persona al desván de los engorros históricos sino que se ha puesto en duda la autenticidad del testamento, atribuyéndolo a la falsificación de un supuesto batistiano. La acusación sigue el clásico patrón conspirológico, habida cuenta de que, por un lado, entre Batista y Castro existe una relación secuencial, no así de causa y efecto.

Es absurdo acusar al segundo de haber desvirtuado los ideales originales de la Revolución y al mismo tiempo achacarle ese brusco cambio de agujas al primero. Sobre todo sabiendo que el núcleo duro del castrismo ocultó su credo comunista hasta que se sintió lo bastante fuerte como para poder proclamarla a los cuatro vientos. Si bien es verdad que el texto quevediano no demoniza a Bastista, no lo es menos que tampoco lo exonera. De hecho, aplica a Castro idéntico tratamiento, asignando el peso de la carga acusatoria al imaginario nacional y a la ingenuidad de los medios de difusión republicanos.

Ya hemos visto que Quevedo mide su propia falta personal con la misma vara. Pero, al ir más allá y aplicársela al pueblo entero, abandona la senda de lo “políticamente correcto”, transgrede el tabú maniqueísta inmanente al romanticismo histórico, trizando la piedra angular de todas las teorías populistas: las masas populares como tabla rasa, víctimas inmaculadas de un sistema intrínsecamente perverso, y el supuesto rol positivo de la intelectualidad en el proceso de liberación.

El veredicto quevediano de “culpables fuimos todos” presupone la imperfección de toda sociedad, recoloca de lleno la culpa donde aún hoy muy pocos quieren verla: en nuestra idiosincrasia nacional, en una conciencia y un inconsciente colectivos que aspiraban, aspiran aún, a la perfección utópica. Quevedo pone ex profeso el dedo en la llaga al concebir de manera implícita al batistato como parte de la continuidad republicana, haciendo énfasis en la viabilidad de una solución electoral a la crisis:
Fueron culpables Gobierno y la Oposición, cuando el Diálogo Cívico, por no ceder a llegar a un acuerdo, decoroso, pacífico y patriótico. Y los infiltrados por Fidel Castro en aquella gestión, para sabotearla y hacerla fracasar, como lo hicieron.

El reproche de sabotaje a la solución dialogada no es ninguna exageración: el electoralista ortodoxo Carlos Márquez Sterling salió ileso milagrosamente de varios atentados. Si Quevedo estaba en lo cierto, y había en efecto una salida pacífica razonable al conflicto, entonces la continuación de la lucha armada fue un acto irreflexivo que, en caso de victoria, a lo sumo sólo podía justificarse en parte post factum con el retorno a la legalidad constitucional o, en su defecto, implantando un nuevo orden superior a la dictadura y la República a la vez. No ha sido así en cerca de medio siglo, y no vale la pena gastar bitios intentando demostrárselo a quienes se niegan a comprenderlo.

A la luz de ese colosal fracaso, ¿cómo seguir considerando un mérito personal cualquier participación en la saga castrista antes o después de la victoria? La leyenda heroica de la resistencia contra Batista y la pretendida “fase romántica” de la Revolución Cubana sigue siendo hasta el sol de hoy el Arca de la Alianza gubernamental y el parteaguas de la oposición. Cuestionar ese mito equivale a privar al castrismo, y a más de un veterano anticastrista, de la Cruz de Hierro en su expediente patriótico.

Aquelarre en la UNEAC

El debate público suscitado por la prohibición de P.M. a principios de 1961 terminó el 6 de noviembre con la abrupta clausura oficial del suplemento literario Lunes de Revolución, donde Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante y el propio Lisandro, entre otros intelectuales de la izquierda liberal, intentaban poner en práctica los sueños originales de libertad civil y apertura cultural de la Revolución Cubana.

El lema de Fidel en junio de ese año a propósito de la polémica, “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, plagio de un discurso de Mussolini (de quien es también la manía de llamarle batalla a todo: “batalla del trigo”, “batalla de la lira”, “batalla de los nacimientos”, etc.), presagiaba, después del de la prensa libre, el “fuera de juego” también para los escritores. Al cabo de múltiples desencuentros, llegaría el ucase definitivo con el arresto del poeta Heberto Padilla en 1971 y el inicio de lo que Ambrosio Fornet bautizara, a su aire viciado, como el “Quinquenio Gris”.

A 36 años de aquel intervalo de represalias relativamente benignas (los castigos más fuertes para los intelectuales eran no poder publicar y/o ser obligado a laborar en una fábrica en una época en que, compárese, aún se fusilaba a diario y millares de presos políticos se podrían en la cárcel), gracias al cual los afectados se han ceñido a perpetuidad la corona de espinas del martirio, se vuelve a poner de manifiesto que pensamiento lógico, coraje civil y sentido autocrítico no son necesariamente virtudes de los más cultos. La intelectualidad cubana ha tocado fondo. Peor aún, se regodea a voz en cuello en los meandros de su propia abyección.

La servil cursilería de la carta a Fidel del recién celebrado Festival de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) --“Querido Gigante… Recupérese. Le queremos… Lo abrazamos con fervor revolucionario…”-- y el intercambio de emails de protesta entre escritores veteranos de la Isla (¡e incluso del exilio!) a propósito de la reaparición televisiva de los defenestrados policías culturales del “Quinquenio Gris” Luis Pavón y Carlos Serguera, indican cuán difícil le será exorcizar los fantasmas del castrismo a nuestra casta letrada, tan acostumbrada como está a patear hacia abajo y postrarse hacia arriba.

Notoriamente, no tocan a Lisandro, brazo derecho de Pavón en el Consejo Nacional de Cultura (CNC), el órgano que dirigió la represión contra los intelectuales entre 1971 y 1976. Tampoco mencionan el papel del hoy presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Carlos Martí, otrora segundo al mando en el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) del Partido del tronado Carlos Aldana, cuyo posible retorno como hombre fuerte de Raúl dicen temer. Por otra parte, el manejo de los conceptos en la disputa digital revela ignorancia supina o fanatismo consciente. Por ejemplo, el oxímoron “pensar desde la izquierda y la revolución”, que Arturo Arango dice preferir en su email del 6 de enero, encierra in nuce toda la dogmática estaliniana, gulag incluido.

Y es que nuestros escritores habitan, de oficio, en el reino estanco del mito y la prestidigitación verbal. Defienden sus intereses creados, no la libertad del creador, que en su concepto se reduce al derecho a la experimentación manierista, hueca, divorciada de todo mensaje inconformista. El escritor ya no es para ellos el “enemigo del estado”, como en la República, sino el cantor conforme, el cronista dócil del feudo castrista.

Por falta de un mínimo distanciamiento hacia el objeto de sus loas (la élite castrista), cumplen demasiado ramplonamente su misión de glosadores-racionalizadores-sublimadores del mundo virtual forjado por Fidel. Las reformas pragmáticas al estilo realpolitik china del sucesor que por fuerza deberá poner los pies sobre tierra podrían requerir como legitimación estética el enfoque más balanceado de la nueva generación literaria.

No obstante, a fin de sosegar a la alarmada grey cultural, que reclama la prórroga de su jaula dorada durante la sucesión, la dirección de la UNEAC fue, como era de esperar, oportunamente autorizada a cortar la resbaladiza polémica. Y lo ha hecho con frases que son toda una profesión de fe castrista: “La política cultural martiana, antidogmática, creadora y participativa, de Fidel y Raúl, fundada con el discurso ‘Palabras a los intelectuales’, es irreversible”, “agenda anexionista”, “trabajando obviamente al servicio del enemigo”, etc. Fraseología legible como un rotundo “Amamos las caenas” que a estas alturas da vergüenza ajena: el lenguaje jineterizado para decir justo lo contrario de lo que es y de lo que se siente.

Para que nadie se llame a engaño en el exilio, otra de las víctimas eternas del llamado “pavonato”, Miguel Barnet, diputado a la monocorde Asamblea Nacional del Poder Popular, ha dejado claro lo que entienden en la UNEAC por “unidad de la cultura cubana de las dos orillas” al dictaminar: “Los que estamos aquí y hemos vivido estos años, somos los indicados para lavar nuestros trapos, sean cuáles sean”. Dicho en otras palabras, los colegas del exilio, o se suman a la coral wagneriana de la UNEAC, o pierden su derecho a opinar en un debate exclusivamente reservado a los incondicionales. Barnet no deja un nicho honorable ni siquiera para la llamada “solidaridad crítica”. Tan intolerantes son estos burgueses conversos al marxismo.

No queda, pues, más remedio que concederles un sitial destacado en el “culpables fuimos todos” de Quevedo. Con la circunstancia agravante de que, a salvo de cualquier reproche de mediocridad intelectual (se la achacan rutinariamente a todo aquel que no comparta su fidelidad a la causa) no pueden alegar inocencia. Si no, cotejándolo con la cita anterior del mismo autor, juzgue el lector por este delirante panegírico de la cosecha del Lisandro reivindicado a golpe de mandarria antiimperialista de
La jiribilla:

Fidel Castro es uno de los grandes genios políticos de América. Es una figura que puede compararse a estadistas de la talla de Roosevelt, de Gaulle, Churchill […], o sea, el conductor de pueblos que tiene una clara idea de una estrategia a seguir y de un destino diáfano adonde debe dirigir a la nación. Fidel ha sabido comportarse con un decoro cívico y una dignidad en su cargo que nunca antes habíamos tenido en nuestra historia republicana. […] Entró en la vida cubana como un vendaval y su impronta renovadora será imborrable en la historia. […] Como decía el Che para ser revolucionario hay que ser estimulado por considerables impulsos de amor.

Ad maiorem gloriam Dei... O sea, donde antes, bajo la República se podía decir en principio no a todo, ahora lo saludable es proclamar lo contrario. Y se hace con entusiasmo. De ahí que la paradójica pataleta leal de las vacas sagradas de la literatura cubana apenas refleje su temor a que de pronto, en busca de legitimación fresca, al heredero y su cohorte de tecnócratas se les ocurra la malhadada idea de abrir la jaula de oro del castillejo cultural de 17 y H y ordenarles alzar el azaroso vuelo de vuelta a una libertad perdida que los más viejos usaron mal bajo Batista y ya es demasiado tarde --y sobre todo peligroso, lo intuyen-- para reaprender lo desaprendido. Se juegan el sustento y la bovina paz espiritual de las ovejas de lujo.

Por lo pronto el comunicado de la UNEAC ha disipado sus angustias, pero en tiempos de cambio que no acaban definirse podría suceder lo imprevisto. Algo se cuece en las alturas del Buró Político, y nadie sabe a ciencia cierta qué será. En todo caso, algunos creadores jóvenes, salvando el honor del gremio, manifestaron su desacuerdo con el extraño aquelarre de los veteranos. Otros, la mayoría silenciosa de la cultura inconformista, guardan un silencio prudente, a la espera de poder entrar en el ruedo por causas más altruistas. Son los convidados de piedra del banquete retórico uneacista. Entretanto, en la calle los cubanos de a pie, ajenos a una disputa gremial que no les da ni frío ni calor, ansían el cambio. Hay esperanza…

Conclusiones

Por analogía por el tratamiento que da al batistato, la incómoda lucidez del más didáctico de nuestros suicidas echaba abajo premonitoriamente la que, una vez muerto y enterrado el sucesor de Batista, será sin duda la coartada de los sobrevivientes tan pronto se apague el eco de los llantos rituales: Fidel a su vez como el único culpable. Y vuelta a empezar… Esa genial anticipación explica el rencor contra el antiguo director de Bohemia.

Por último, al destacar el carácter transgresivo del testamento quevediano, no pretendemos atribuirle al difunto todas nuestras deducciones, sino tan sólo destacar lo más provechoso de su mensaje: el doble acierto de haber cortado sin piedad el nudo gordiano de la historia contemporánea de la Isla y propuesto por primera vez a los cubanos de ambas orillas el recurso implacable del espejo.


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Carta de despedida de Miguel Ángel Quevedo de la Lastra
Miami, Florida 12 de Agosto de 1969
Sr. Ernesto Montaner.

Querido Ernesto:

Cuando recibas esta carta, ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado -!al fin!- sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965. ¿Te acuerdas? Ese día entraste en mi despacho a entregarme un artículo tuyo. Conversamos un rato. Pero notaste que yo estaba ausente del diálogo.

Me viste preocupado, triste, muy triste y profundamente abrumado. Y me lo dijiste. Pensé en mi hermana Rosita, a quien adoro y se me llenaron de lágrimas los ojos [..] Te confesé que en el momento que llegaste a mi despacho, estaba pensando darme un tiro en la cabeza. Y hasta te dije que mi única preocupación era Rosita, que me viera tirado en el suelo sobre un charco de sangre. No quería dejarle esa última imagen, habiendo decidido - y también te lo confesé suicidarme acostado en el sofá para que, al verme, tuviese la impresión que dormía.

Recuerdo la expresión de pena y asombro que había en tu cara. Te levantaste. Fuiste a mi escritorio y le quitaste las balas al revólver. Y allí, sentado en la silla del escritorio me dijiste: "Estás loco, Miguel, estás loco" . Me hablaste de Dios. De la perdición eterna de mi espíritu. De la brevedad de la vida. De la falta que yo le haría a Rosita, dejándola sola en el mundo. Me hablaste de veinte cosas. Y viendo que me resbalaban, me amenazaste con llamar a Rosita y a todos los empleados de Bohemia para enterarlos. Te supliqué que no lo hicieras. Comprendí la responsabilidad que mi confesión te habría echado encima. Y te juré por la vida de Rosita que no lo haría.

Convencido que me habías desviado del propósito - al menos por el momento -, saliste de mi despacho. Te encontraste a la salida con Agustín Alles y se lo contaste. Y tú y Agustín se fueron a ver al doctor Esteban Valdés Castillo. Me llamaron de la casa de Valdés Castillo y me pusieron al habla con él. Un gran médico de excepcional talento. Quiso verme con urgencia, pero no nos vimos. Lo que hicimos fue hablar mucho por teléfono. Cuando no me llamaba él a mi, lo llamaba yo a él. Pero hablábamos todos los días. Con quien jamás volví a hablar jamás fue contigo. Perdóname, pero pensé que habías hecho mal al divulgar algo que yo te había dicho a ti amistosamente, en un momento de flaquezas. Y no volvimos a tener comunicación hasta hoy, en que ni tú, ni Agustín Alles, ni Valdés Castillo, ni nadie me hubiera impedido llevar a vías de hecho mi determinación. Estás, pues leyendo, la carta de un viejo amigo, muerto. Valdés Castillo tenía razón cuando afirmaba que la idea del suicidio pasaba por la mente del paciente en forma de círculos, que cada vez se iba reduciendo hasta convertirse en un punto. Mi punto llegó.

Sé que después de muerto lloverán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como "el único culpable" de la desgracia en Cuba. Yo no niego mis errores ni mi culpabilidad, lo que si niego es que fuera "el único culpable". Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.

Culpables fuimos todos. Los periodistas, que llenaban mi mesa de artículos demoledores contra todos los gobernantes, buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme de los "oposicionistas sistemáticos". Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.

Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos, o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas conocieron la hoja penal de Fidel, su participación en el Bogotazo comunista, el asesinato de Manolo Castro, y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.

Fue culpable el Congreso que aprobó le Ley de Amnistía. Y los comentaristas de radio y de televisión que lo colmaron de elogios. La chusma que le aplaudió deliradamente en las galerías del Congreso de la República. Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió "los veinte mil muertos". Invención diabólica del diplomado Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.

Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones militares en la Sierra Maestra.

Fueron culpables los curas de sotana roja que mandaban a los jóvenes para la Sierra Maestra a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respalda a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar el poder.

Fue culpable Estados Unidos de América, que se incautó de las armas destinadas a las Fuerzas Armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros. Y fue culpable el State Department, que apoyó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.

Fueron culpables Gobierno y la Oposición, cuando el Diálogo Cívico, por no ceder a llegar a un acuerdo, decoroso, pacífico y patriótico. Y los infiltrados por Fidel Castro en aquella gestión, para sabotearla y hacerla fracasar, como lo hicieron.

Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que, como Bohemia, le hicieron el fuego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.

Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión.

Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro que nos faltaba la lección increíble y amarga: que los más "virtuosos" y los más "honrados", eran los pobres.

Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en día muy difíciles. Como Rómulo Betancur, Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa "Izquierda Democrática" que tan poco tiene de "democrática" y si de "izquierda". Todos, deshumanizados y fríos, me abandonaron en la celda. Cuando se convencieron que yo era anticomunista, me demostraron que eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del tercer mundo. El mundo de Mao Tse Tung.

Ojala mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que pueden, aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas, no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para los millonarios no den más sus dineros a quienes después les despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradas de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie a esos voceros del odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.

Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Núñez de Arce, cuando dijo: "Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano"

Adiós. Este es mi último adiós. Y le dije a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal que yo he hecho.

Miguel Ángel Quevedo

5 comments:

Anonymous said...

Jorge, este articulo, que me lei de cabo a rabo, es SOBERBIO!!!

La verdad es que no hay otra forma de clasificarlo.

Hay que dar a conocer este blog. De eso no hay dudas.

Ojala que el egoismo de muchos en este medio no sea un obstaculo.

Vamos a ver que puede hacerse.

Un abrazo!

Anonymous said...

Aunque no nos conocemos, permíteme felicitarte por tan buena entrega.
Acabo de terminarlo, a pesar de la hora que es y que me tengo que levantar bien temprano mañana para "laburar". Es muy completo y debe divulgarse.
¿Por qué no está tu blog en Cubaencuentro?!.
LC

(btw, conocí a tu hermano Alexander, hace muchos años en La Habana, a través de mi amigo Pavel, un flaco de Lawton. Nunca más me encontré con él, pero conservo viva la imagen del encuentro. Fue en San Juan Bosco, o al menos me parece "ver" la calle Santa Catalina)

Anonymous said...

muy bien, ya estás en la línea a lo sucedido, pero:

1. ¿Estás tan seguro de la autenticidad de la carta de Quevedo? También Prío se suicidó y no dejó una de este tipo. El suicido de Quevedo huele a ausencia, tal vez de dólares.

2. La clave no es Pavón, sino Serguera. No es la alta cultura sino la baja la que es esencial para mantener el poder. El primero tenía un poder relativo e instrucciones muy claras; el segundo, tenía poder de decisión y respondía al primero. Pero claro meterse con Serguera no es tan fácil.

3. No es en la reunión de 1961 cuando comienza la política cultural de la revolución. Fue el primero de enero con la toma de cinco diarios y varias plantas de radio. Pero sobre todo con el fin de las subvenciones gubernamentales a los diarios (que hasta Bohemia recibía en tiempos de Batista). Lo de la biblioteca fue una clásica peleíta mariconil entre intelectuales, a los que ÉL tuvo que recordarles las reglas de juego, ¿recuerdas cuando dice en el discurso final que ha tenido mucha paciencia?

Anonymous said...

Estimado Jorge Pomar:
Es una lástima que «La incómodo lucidez de un suicida» descanse sobre la carta apócrifa que Ernesto Montaner atribuyó a Quevedo. Agustín Tamargo fue quien encontró el cadáver, limpió la sangre y atesoró todas y cada una de las cartas de su entrañable amigo. No se puede hacer calistenia reflexiva sobre arenas movedizas.

Anonymous said...

Se puede y si no queda otra, cómo es el caso por ahora, se debe. ?O no te gustó pensar un poco?

Oxiuro Cojimaratum