Monday, 12 March 2007

La socialdemocracia europea en crisis

La socialdemocracia europea en crisis
¿Se salva o perece el estado del bienestar social?

Por Jorge A. Pomar, Colonia

“No es el no franco-holandés el responsable de la crisis
de Europa; es la crisis de Europa la responsable del
rechazo a la Constitución. […] Repetir que todo va bien
nos conduciría a la catástrofe.
Nicolas Sarkozy, 21-02-2007




PRIMERA PARTE

Introducción

En la Primera Parte de este artículo nos ocuparemos del nacimiento y la evolución histórica del estado del bienestar desde Bismarck hasta la caída del Muro de Berlín. Para ello tomaremos como ejemplos los casos de Alemania y el Reino Unido.

Alemania, por su doble condición de haber sido, por un lado, cuna de la seguridad social y de la socialdemocracia; y por el otro, sede del totalitarismo de izquierda y derecha, que fueron ambos estados providenciales strictu senso.

El Reino Unido, por ser allí donde, bajo la férula de Margaret Thatcher, se llevó a cabo la primera reforma radical del estado del bienestar, que a grandes rasgos coincide cronológicamente con el desplome del bloque soviético y el inicio de la era postindustrial.

En la Segunda Parte, cuestionaremos la tesis marxista sobre la “misión histórica del proletariado” a la luz de la conducta real de la clase obrera frente a los distintos modelos socioeconómicos analizados y la creciente contracción del Sector Terciario (industrial). A renglón seguido, intentaremos delimitar los escurridizos contornos del llamado New Labour (Nuevo Laborismo) o “Tercera Vía” de Tony Blair.

Enseguida, describiremos las peculiaridades del estado del bienestar en Francia, lastrado por la herencia gaullista, antes de contrastar los programas de los candidatos de fuerza a la presidencia de la Grande Nation en las elecciones de abril-mayo (dos vueltas) de 2007. A continuación, especularemos acerca de las posibles consecuencias de esa inminente consulta popular para el futuro de la Unión Europea, que en breve cumplirá 50 años de fundada. Finalmente, analizaremos las perspectivas de cambio de la política cubana del Viejo Continente.

Bismarck, precursor del estado del bienestar

La socialdemocracia nace en Alemania a mediados del siglo XIX como un movimiento socialista revolucionario apoyado en la clase obrera e inspirado en el Manifiesto Comunista. Inicialmente, sus líderes propugnaban, en forma más o menos intransigente, la abolición de las clases sociales y de la propiedad privada capitalista, el derrocamiento del sistema democrático-burgués y la implantación de la “dictadura del proletariado”. Ambas corrientes eran, pues, subversivas en toda la extensión de la palabra. No obstante, poco a poco se fue abriendo un foso entre los dogmáticos del marxismo, que rechazaban de plano el parlamentarismo burgués, y los gradualistas o evolucionistas, que coqueteaban con la posibilidad de minar el sistema capitalista por la vía del sufragio.

Concurría la circunstancia de que, además de proscribir y encarcelar a líderes contestatarios en virtud de la draconiana Sozialistengesetz (Ley Antisocialista) de 1878, el canciller imperial (Reichkanzler, jefe del gabinete imperial) Otto von Bismarck (1815-1894) neutralizó la propaganda socialista al introducir en 1874 una legislación laboral de nuevo tipo que incluía los primeros elementos del sistema de seguridad social moderno, garantizando a la clase obrera seguro médico, subsidios por paro y accidentes laborales, y pensiones de retiro. A él se debe también la novedad de erigir barrios obreros. Su lema nacionalista: “Todo alemán, por el hecho de serlo, tiene el derecho a una vida digna”.

Bismarck hizo más: unificó el país en 1871 bajo la égida de Prusia, levantando las barreras aduanales, y protegió el mercado alemán por medio de aranceles prohibitivos, lo que trajo consigo una sensible mejoría del nivel de vida de las clases populares. Partiendo de los principios del nacionalismo y la beneficencia cristiana, Bismarck intentaba corregir las desigualdades más escandalosas del capitalismo sin violar las reglas de la libre concurrencia al interior del país ni afectar la competitividad de la economía nacional.

Su finalidad era garantizar la “paz social” entre obreros y capitalistas por medio de una red asistencial mínima que asegurase al trabajador de cara a los riesgos de la vida, inmunizándolo de paso contra el contagio socialista. La reforma bismarckiana prefigura en la época del primer despegue industrial alemán lo que en la segunda posguerra se conocería como “economía de mercado social”. El “Canciller de Hierro” es, por ende, el primer precursor del estado del bienestar a nivel mundial.

Frente a la proscripción del Partido Obrero Socialdemócrata (SDAP), fundado en 1869, los socialistas reaccionaron fundando de asociaciones obreras de “recreo y educación”. Supuestamente apolítico, este movimiento se extendió por todo el país como un reguero de pólvora. Las tácticas de “no confrontación” ideadas por los líderes August Bebel (1840-1913) y Wilhelm Liebknecht (1826-1900) dieron resultado: en la primera mitad de la década siguiente ambos son elegidos diputados al Reichstag (Parlamento Imperial), donde sobresalen por su apasionada oratoria en defensa de las clases populares.

Sin embargo, a fines de la centuria ya era harto evidente que las tesis catastrofistas sobre las crisis periódicas del capitalismo y la depauperación de las masas populares no se estaban cumpliendo. Algunos teóricos socialdemócratas se percataron de que el capitalismo y sus instituciones democrático-burguesas eran mucho más flexibles de lo que habían previsto Marx y Engels. La escisión de la socialdemocracia no se haría esperar.

Comprobada la capacidad de adaptación del sistema, se acentuaron las discrepancias ideológicas, desgajándose las primeras corrientes del “socialismo reformista”. Anarquistas y comunistas, conocidos genéricamente como “socialistas revolucionarios”, se mantuvieron en sus trece, difiriendo entre sí en cuanto a la necesidad de suprimir de entrada la maquinaria estatal o utilizarla durante una fase de tránsito al socialismo. Pero todos, incluidos los reformistas, seguían de acuerdo en cuanto al objetivo final de suprimir las propiedad privada y descapitalizar la sociedad.

Bernstein y la socialdemocracia moderna

Remando a contracorriente, el berlinés Eduard Bernstein (1850-1932), discípulo personal de Engels y padre del “revisionismo”, publica en 1889 lo que podríamos llamar el palimpsesto de la socialdemocracia moderna: Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, donde refuta la tesis marxista de la lucha de clases y la violencia como “partera de la historia”. Bernstein se decanta por la vía democrática y, aunque no renuncia a la utopía socialista, la engaveta hasta las calendas griegas.

Durante la primera posguerra, bajo el impacto de la decepcionante experiencia de los comunistas en el poder en la antigua Rusia zarista (Revolución de Octubre), el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) acabaría echando por la borda incluso su objetivo mesiánico original. A partir de entonces, tanto en la teoría como en la práctica, se consagraría más de preferencia a la tarea de defender los intereses del proletariado dentro del marco de la democracia burguesa y el estado de derecho.

En 1918-1919 tuvo lugar la última gran escisión en el seno del SPD: bajo la dirección de Rosa Luxemburgo (1870-1919) y Karl Liebknecht (1871-1919) se separa el ala izquierda del partido: la Liga de Espartaco, que pronto adopta el nombre de Partido Comunista de Alemania (KPD). Convencida de que no estaban dadas las condiciones para el triunfo de una rebelión proletaria, la Luxemburg apoya la insurrección de los espartaquistas “por razones partidarias”.

A su entender, en vez de la “vanguardia de la clase obrera”, es decir la nomenclatura del partido, el proletariado en su conjunto debía jugar un papel rector en la construcción del socialismo. Bajo la máxima “Libertad es siempre la libertad del que disiente”, se oponía al “centralismo democrático” leninista y aconsejaba el diálogo y la democracia dentro del movimiento socialista. Con ello se anticipaba medio siglo a las tesis del eurocomunismo y del socialismo democrático.

Por fatalidad tanto para la historia posterior de Alemania y de la socialdemocracia, en 1919 ex oficiales revanchistas la linchan en Berlín junto con su correligionario Liebknecht. Resultado: tras varios conatos de rebelión armada, tan sangrientos como infructuosos, en 1925 asciende a secretario general del KPD un comunista de barricada: Ernest Thaelmann (1987-1944) quien, a la zaga de Stalin, tilda a los socialdemócratas de sozialfaschisten (“socialfascistas”).

Tras la capitulación alemana en 1918, la República de Weimar (1919-1933), presidida por el socialdemócrata Friedrich Ebert (1871-1925), parecía anunciar el triunfo de la línea revisionista. Nueva fatalidad: Ebert, estadista dotado de una fuerte voluntad de poder que tal vez hubiera metido en cintura a nazis y comunistas, fallece también prematuramente a la edad de 54 años, siendo sucedido en la presidencia del Reich por el mariscal Von Hindenburg. Aunque despreciaba al “cabo” Hitler, temiendo una alianza entre comunistas y socialdemócratas, el anciano monárquico le abre las puertas del Reichstag a Adolf Hitler.

Este infausto desarrollo no era inevitable: un pacto siquiera de ocasión entre socialdemócratas y comunistas lo habría abortado con relativa facilidad, ya que entre ambos disfrutaban de una cómoda mayoría en el Reichstag. Pero eran aceite y el vinagre. Como hemos visto, al SPD le sobraban razones para desconfiar del KPD, que consideraba a la socialdemocracia el enemigo número uno a batir.

Ambos, al igual que monárquicos y liberales, veían en los nazis un mal menor. Bandas de porristas de ambos partidos solían enfrascarse en batallas callejeras. De ahí que cuando, poniendo a un lado la tesis estalinista del “socialfascismo”, Thaelmann invita a los socialdemócratas a aliarse en una “Acción Antifascista” común, éstos hacen caso omiso del convite.

Ahora bien, como enseguida veremos, el ascenso de Hitler al poder no marcó del todo una solución de continuidad con los fundamentos del estado del bienestar. Otro tanto cabe decir, cambiando lo que haya que cambiar, de la extinta República Democrática Alemana (RDA).

Hitler logra la cuadratura del círculo socialdemócrata

El subtítulo suena chocante pero, analizando ambos sistemas sin preconceptos, refleja una verdad como una casa. En materia de asistencia social, la diferencia entre el estado del bienestar social, caro a la socialdemocracia, y un estado totalitario de derecha o izquierda, es decir, capitalista o comunista, es tan sólo de grado. Ambos son sistemas benefactores donde los intereses colectivos prevalecen, más o menos, sobre los del individuo. Parámetros y contradicciones son también los mismos.

Con la diferencia de que el régimen de propiedad privada (dominante pero no total, porque el sector estatal suele ser fuerte) del fascismo hace que sea económicamente más eficiente que el socialismo. Ambos son formas extremas de capitalismo de estado. En cambio, como veremos más abajo, el estado del bienestar social vive de la tensión entre privatizaciones y nacionalizaciones. Hecha la aclaración, que no huelga, continuemos.

La toma del poder por Adolf Hitler en 1933 no representó una solución de continuidad con el proyecto de estado del bienestar, frustrado en la República de Weimar. Descontando ventajas materiales como el despojo de la burguesía judía, el fin de la quiebra mundial y el saqueo de países altamente industrializados de Europa ocupados por la Wehrmacht (Fuerzas Armadas), la eficiencia económica del régimen nazi se explica en esencia por esta doble característica suya: amén de administrativamente eficiente (no rompió con la tradición prusiano de orden y aplicación), era un capitalismo de estado corporativo-asistencial y un régimen políticamente obsedido por la cohesión entre patronal y clase obrera.

En el Tercer Reich la educación era gratuita y obligatoria, el sistema sanitario funcionaba bien, el costo de la vida era bajo y, para que los alemanes no se aburrieran “cuando no estaban estudiando o enfermos”, aparte de los rituales de masas, los nazis promovieron el turismo popular. Bajo el lema “La fuerza por la alegría”, estimularon la práctica del deporte y la gimnasia colectiva, complementadas con programas de veraneo que incluían, por ejemplo, excursiones veraniegas a las islas alemanas del Báltico. Los nazis pusieron de moda el Volkswagen, “Auto del Pueblo”, diseñado para familias de bajos ingresos.

El marco imperial era una moneda sólida, había pleno empleo, sueldos y salarios eran decentes. Los campesinos recibían créditos blandos. Los Krämer (“tenderos” o pequeña burguesía minorista), base popular del régimen junto a la clase obrera y el campesinado, disponían de oportunidades de ascenso económico y social. La movilidad social, talón de Aquiles del régimen de castas anterior, e incluso de la actual RFA, experimentó una notable mejoría. No sólo por la naturaleza populista del nacionalsocialismo sino debido al desgate humano de la guerra.

La clase media profesional también tenía sus razones para sentirse satisfecha, dada la acrecentada demanda de servicios y la hipertrofia burocrática. Gracias a los enormes pedidos de la Wehrmacht y, en una medida aún mayor, al aumento de la demanda de bienes de consumo, la mediana empresa y los consorcios, base capitalista del régimen, obtenían ganancias hasta entonces insospechadas.

Los impuestos cada vez más altos que pagaba el empresariado colmaban el fisco fascista, que a su vez no escatimaba en las dos grandes sangrías pecuniarias de todo estado providencial: los programas de seguridad social y el aparato administrativo estatal, ambos tan onerosos como en el estado del bienestar de matriz socialdemócrata. Todo en el régimen nazifascista −no huelga subrayarlo− estaba en función de la conquista de “espacio vital” para la “raza aria”.

La maquinaria militar, principal fuente de financiamiento del estado benefactor nacionalsocialista, no podía detenerse sin comprometer la “paz social”. Las guerras estaban en función de la prosperidad de la raza aria y, viceversa. Cuando las arcas estatales crujieron bajo el peso de los bombardeos y de las derrotas de Wehrmacht en ambos frentes, el fisco nazi se cuidó hasta la debacle final de gravar en exceso a las clases bajas, aumentándoles los impuestos preferentemente a los grandes consorcios hasta la hecatombe final en 1945.

Hitler logró la cuadratura el círculo socialdemócrata: armonización (corporativa) de los intereses obreros y patronales a fin de evitar huelgas y quiebras; medidas keynesianas para eliminar el desempleo (por ejemplo, construcción de autopistas y vías férreas (con vistas a sus planes expansionistas); elevados impuestos al empresariado para costear los gastos asistenciales y el aparato burocrático estatal (fascista).

Cambiemos en el párrafo anterior el sujeto y los paréntesis, sustituyamos “saqueo de países satélites” por “comercio exterior ventajoso” o −para complacer a los izquierdistas− “intercambio desigual con el Tercer Mundo”, y tendremos en síntesis los postulados centrales del estado del bienestar social europeo. En cuanto a las “medidas keynesianas” contra el desempleo, se ocultan hoy, por ejemplo, en la RFA, detrás del eufemismo Arbeitsbeschaffungsmassnahmen (ABM, “medidas de creación de empleo”), en virtud de las cuales el estado subvenciona a empresas privadas para que contraten a desempleados crónicos en labores superfluas. (La diferencias se reducen a la cuestión de si el estado asegura al ciudadano desde la cuna hasta la tumba o sólo en parte.)

Sin embargo, el rearme y la guerra por sí solos no explican la eficiencia de la economía hitleriana, que sólo explosionó bajo el embate de los aliados. A modo de comparación: el fascismo italiano, estructuralmente idéntico, fue de principio a fin un desastre de proporciones mayúsculas. Y el bloque soviético −a despecho de la “teoría de la convergencia” de Sorokin-Galbraith-Tinbergen, según la cual la economía del mercado y la planificada tendían a coincidir en un modelo intermedio− implosionó por quiebra en tiempos de coexistencia pacífica.

La sustancia del pasado zarista (Lenin y Stalin no construyeron el Kremlin, ni Moscú ni Leningrado, igual que Fidel Castro no erigió La Habana) y los inmensos recursos naturales eurasiáticos, fuente financiera del modelo igualitarista soviético, no compensaban la irracionalidad inherente al sistema. Por el contrario, arquitectónicamente no dejaron otra huella que edificios prefabricados tan efímeros como los de Alamar. Hay, pues, un problema de eficiencia administrativa y psiquis colectiva de por medio. (Otro buen ejemplo sería el éxito económico de la China de Deng Xiaoping frente a las hambrunas del maoísmo.)

La política social hitleriana de Bier und Braten (“cerveza y carne asada”), combinada con los tradicionales hábitos prusianos de disciplina, laboriosidad, compensación social y funcionalidad administrativa −transferidos al capitalismo alemán por Bismarck durante la fase de apogeo monopolista− rindió excelentes resultados.

Bondades del estado providencial en la RDA

Por si al lector le quedaran dudas, he aquí un dato demoscópico desmitificador: encuestados sobre si bajo los comunistas eran más libres que bajo los nazis, los alemanes que escapaban a la Zona Occidental antes de la construcción del Muro, solían escandalizar a los inspectores germanooccidentales con respuestas de este calado: “Mucho menos. No hay comparación”. (Le mal français, Alain Peyrefite, Librairie Plon, 1976, p. 32).

El esquema se repite en la RDA: la insurrección obrera de junio de 1953 no tuvo su origen en un desafío al sistema socialista como tal sino en una en una protesta obrera contra el decreto que ordenaba elevar las normas laborales vigentes, que afectaban la rentabilidad empresarial. Fue el primer y único conato de rebelión masiva en Alemania Oriental hasta las manifestaciones pacíficas de Leipzig y la caída del Muro de Berlín.

El conflicto surgió debido a que el gobierno partía del principio de que había que trabajar más antes de comer más, mientras que los obreros creían lo contrario. Al final, los tanques soviéticos ahogaron en sangre huelga y disturbios callejeros. Pero los jerarcas del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED) dieron su brazo a torcer: desempolvaron a la carrera la eficaz tradición social de “cerveza y carne asada”. Las normas laborales se mantuvieron siempre tan bajas que en los 80, para disgusto de sus colegas nativos, los incautos Gastarbeiter (“trabajadores invitados”) cubanos, ansiosos de forrarse de marcos, las duplicaban y hasta triplicaban sin apenas sudar la camiseta.

No hubo más protestas populares hasta las manifestaciones masivas de Leipzig en 1989. Fuera del exiguo movimiento disidente −por cierto, de características muy similares a las del cubano−, que fue un fenómeno más bien intelectual, las quejas, siempre entre lenguas y orejas de confianza, no iban más allá de aquel popular chascarrillo que reza: “Es una suerte que exista el socialismo… Y una desgracia que nos haya tocado a nosotros”. En la RDA, que igual gozaba de un excelente sistema asistencial, sueldos y salarios pagados por VEB (Empresas Propiedad del Pueblo) y los Kombinate (combinados o consorcios socialistas) eran bastante generosos, existía el pleno empleo y el problema de la vivienda lo resolvieron mediante un superávit de edificios prefabricados con la pésima técnica usada en Cuba pero con mejor acabado.

Si bien echaban de menos la libertad y, sobre todo, la pacotilla occidental, en aras de la “paz social”, a los Ossis (apócope cariñoso de germanoorientales) se les permitía vivir bien, laborando poco y mal. Para que padecieran menos de ojeriza con respecto a los Wessis (germanoocidentales), el gobierno hacía la vista gorda ante el bosque de antenas parabólicas (en contraste con Cuba, donde ahora mismo están siendo desmontadas a la fuerza); liberó parte del comercio minorista con la cadena Handelsorganisation (HO, Organización Comercial) y las agencias profesiones libres; y creó la red de tiendas estatales paralelas “Salamander”, donde se podían adquirir productos de marca occidentales a precios subvencionados. Además, salvo períodos de crisis, los supermercados estatales estaban relativamente bien surtidos.

Por otro lado, se asignaba sin distingos (al cumplir los 15 cada joven podía solicitar el suyo) el ortopédico “Trabbi”, émulo socialista del Volkswagen. Las ofertas recreativas no se quedaban atrás: gimnasia masiva, excursionismo, vacaciones. Una ventaja nada desdeñable con respecto al Tercer Reich y la RFA: las mujeres estaban incorporadas al trabajo calificado en pie de igualdad con los hombres. Todo, claro está, en función del papel de “vitrina del socialismo real” asignado a la RDA, pero a costa de la modernización de la industria, que hubo que

Sea como fuere, y esto es lo que nos importa aquí, lo cierto es que la herencia asistencial nazi y comunista no sólo no representó una ruptura total con las tradiciones socialdemócratas, sino que más bien las reforzó. De hecho −dejando a un lado la RDA, que es otra historia−, la primera dejó a la psicología colectiva germanooccidental mejor preparada para saludar, tras unos pocos años de sacrificios sin cuentos, las soluciones socialdemócratas de la segunda posguerra.

El “Milagro Económico” alemán

Tras 14 años de predominio democristiano, el estado del bienestar viviría su hora estelar en Alemania Occidental con el ascenso a la Cancillería Federal del primer socialdemócrata. La creación del Wohlfahrtstaat (estado del bienestar) fue, sin embargo, una obra iniciada por la democracia cristiana (CDU/CSU). No sólo porque a partir de 1966 el Partido Socialdemócrata (SDP) alternó en el poder con sus rivales conservadores, sino también porque ya antes estos últimos, al igual que los liberales del FDP −aliados indistintamente con ambos partidos para gobernar− hicieron suyas, en versión reducida, las aspiraciones de Bernstein respecto al bienestar de la clase obrera.

En efecto, en 1948 Ludwig Erhard no implantó en la futura RFA el capitalismo salvaje sino la llamada “economía de mercado social”, inspirada en las teorías socialcristianas de profesor colonense Alfred Müller Armack sobre la “vinculación del principio del libre mercado con el equilibrio social”. Tan temprano como el 13 de febrero de 1957, el primer canciller federal demócratacristiano Konrad Adenauer (1949-1963) explica en estos términos su concepto de la economía de mercado social:

Así como una buena política económica es la premisa decisiva para una buena política social, en sentido inverso una política social rica en contenido sienta las bases necesarias para la continuidad del crecimiento económico. Quien al final de una vida dedicada al trabajo o por motivos de salud tiene que dejar de trabajar antes de tiempo, ha de tener también como pensionista una participación justa en el rendimiento de la economía…

Los tres primeros cancilleres de la RFA fueron los democristianos Konrad Adenauer, Ludwig Erhard (1963-1966) y K. G. Kiesinger (1966-1969), quien ya tuvo que pactar con los socialdemócratas para formar la primera gran coalición CDU/CSU-SPD. Las bases del estado del bienestar se echan durante los 14 años de los dos primeros al frente de la cancillería federal en Bonn. Como ministro de Hacienda de Adenauer, Erhard fue el arquitecto del “Milagro Económico”.

La pieza clave del Milagro Económico fue la Währungsreform (Reforma Monetaria) de 1948, obra de Ludwig Erhard. Para imponer tan drástica medida en medio de la escasez general de posguerra, Erhard contó con el respaldo del gobernador militar de la Zona de Ocupación Norteamericana, general Lucius Clay, quien le dio el visto bueno al atrevido plan, contrariando a sus homólogos francés, británico y ruso, quienes se oponían de plano por distintos motivos.

El cambio del Reichsmark (marco imperial, RM) al Deutsche Mark (Marco Alemán, DM), magistralmente preparado, por cierto, tuvo lugar el 20-21 de junio de manera simultánea en las tres zonas de ocupación occidentales y cuatro días después, el 25 de junio, en Berlín Occidental. Fue un golpe sucio, si se quiere, puesto que, antes de asestarlo en un país aún racionado, las autoridades provisionales acapararon mercancías en secreto durante meses, hasta que todos los almacenes estuvieron llenos hasta el techo.

Excluyendo salarios, sueldos, rentas, pensiones, alquileres, arriendos, la tasa de cambio fue de 10 RM por 1 DM. Cada persona natural tenía derecho a cambiar el equivalente de 60 DM en dos transacciones sucesivas. Lo que constituía otra estafa estatal de envergadura, pero tuvo la virtud de cortar de golpe y porrazo una inflación galopante. Como por encanto, las vidrieras de las tiendas amanecieron repletas de todo lo humano y lo divino. La zanahoria estaba a la vista, y era tan seductora y variada que no había que ser un conejo para romperse el lomo por ella. La idea de simultanear el cambio de moneda y el cese del racionamiento con la implantación de la economía de mercado, no contaba con el visto bueno de todos los aliados.

Contrariando a las potencias occidentales ocupantes (Inglaterra, Francia y, en particular, a la URSS), a la sazón presidente del Consejo Parlamentario, aprovechó el deslumbramiento popular para meter el pie a fondo: canceló de un plumazo planes y cartillas de racionamiento, dejó flotar precios y salarios, privatizó el sector público, liberó el comercio exterior… Pero Erhard no propugnaba la economía de mercado a secas sino, concretamente, la llamada “economía de mercado social”. A fin de conjurar la anarquía capitalista, emitió una serie de regulaciones antitrust para evitar la formación de carteles y monopolios. Así las cosas, el 15 de septiembre de 1949 Adenauer fue electo canciller federal por el Bundestag.

Corrían tiempos de jauja en que no alcanzaban los brazos y hubo que traer fuertes contingentes de trabajadores inmigrantes. Un chiste de la época da fe del enorme prestigio de la economía alemana a fines de los 60:

De tanto oírlo repetir, un rústico siciliano se había creído al pie de la letra el cuento de que Alemania Occidental era tan rica que bastaba con sacar la mano por la ventana para recoger puñados de marcos. Decide vender su terrenito y venir a trabajar aquí para hacerse rico en un abrir y cerrar de ojos. Al apearse en la estación central de Colonia, ve un billete de cien marcos tirado a sus pies sobre el andén. Incredibile!, exclama. Instintivamente, hace ademán de inclinarse para recogerlo pero en el último segundo desiste. Y haciendo un gesto despectivo con la mano, dice para sí: Beh…Oggi è domenica. Domani incomincio a lavorare (“Bah... Hoy es domingo. Mañana empiezo a trabajar”).

Cuando llega al poder en Bonn (entonces capital federal de la RFA) el primer canciller socialdemócrata (SPD), ya el país, arrasado por los bombardeos aliados, está reconstruido. El “Milagro Económico” ha convertido de golpe y porrazo a Alemania Occidental en la segunda o tercera potencia industrial del mundo, alternando con Japón. Las bases del estado del bienestar social estaban echadas. Los gobiernos socialdemócratas siguientes de Willy Brandt (1969-1974) y Helmut Schmidt (1974-1982) apenas hicieron otra cosa que consolidar institucionalmente el modelo mediante el simple expediente de repartir a manos rotas, mientras pudieron, las enormes riquezas acumuladas en el período anterior.

La socialdemocracia en el poder: Brandt, Schmidt y Schröder

Bajo el lema de “Atreverse a más democracia”, Brandt puso en práctica un ambicioso programa de reformas internas que modernizó los códigos penal y familiar, y fortaleció el derecho de representación paritaria y cogestión sindical en el consejo de dirección de las empresas, consolidado jurídicamente por su sucesor y vigente hasta hoy. Además, aumentó sustancialmente los subsidios estatales por enfermedad, jubilación y demás conceptos asistenciales. (Paradójicamente, Brandt, el artífice de la distensión con el bloque soviético y del reconocimiento oficial de la RDA, se vería forzado a renunciar a raíz del escándalo suscitado por el descubrimiento de un espía de la STASI infiltrado en su gabinete.)

Pero ya en 1973, o sea, apenas 25 años después del inicio del Milagro Económico con el sorpresivo cambio de moneda de 1948, Brandt y sobre todo su sucesor Schmidt afrontaron las primeras “vacas flacas” del estado del bienestar en Europa Occidental. A decir verdad, aquella crisis estructural y financiera coincidió con una coyuntura internacional desfavorable: el boicot petrolero de la OPEC. De pronto, por primera vez desde 1948, las arcas estatales no daban abasto para seguir adelante con los costosos planes sociales del SPD.

Schmidt, un político culto, lúcido y enérgico cuya popularidad ya andaba por el suelo, entre otras cosas, por ser considerado un socialdemócrata de derecha y no haber vacilado en aplicárselas todas a los terroristas de la Fracción del Ejército Rojo (RAF), pisó el freno con delicadeza. De nada le valieron virtudes y prudencia: abandonado a su suerte en el Bundestag por sus aliados liberales, visto con recelo por el ala izquierda del SPD y demonizado por la generación del 68, ansiosa por implantar el socialismo en la RFA, sucumbió sin pena ni gloria a una moción de censura.

Le sucedió en la ya candente primera magistratura el astuto canciller democristiano Helmut Kohl (1982-1998). No queriendo correr a sabiendas la misma suerte que su antecesor, entre amagos y tanteos, con algún que otro insustancial recorte presupuestario de por medio, el “canciller de la reunificación alemana” se las ingenió para aplazar el grueso de la reformas y mantenerse en el poder durante la friolera de 16 años.

Al entregarle el bastón de mando al socialdemócrata Gerhard Schröder en 1998, los días felices del grandioso reencuentro de las dos Alemanias ya habían pasado a la cuenta histórica de Kohl, dejando tras sí un desengaño recíproco por las expectativas frustradas a ambos lados del Muro de Berlín. El saneamiento de la ruinosa economía germanooriental pasó abultada factura a los contribuyentes germanoorientales, quienes soportan hasta la fecha un Impuesto de Solidaridad del 3 por ciento que, si bien ha elevado el nivel de vida de sus acomplejados compatriotas del Este, apenas ha servido para reconstruir las infraestructuras. Por obra de la fuga de capitales y las dislocaciones, las añoradas inversiones masivas en Alemania Oriental aún se hacen esperar.

Y es que el timing de la reunificación no pudo ser más fatal: pilló a la economía germanooccidental en baja y coincidió con el desplome en cadena del bloque soviético, la apertura de los mercados de Europa Oriental, más atractivos para el capital alemán, y el apogeo de la globalización. Entre la espada y la pared, Schröder, un estadista demagógico pero ambicioso, aprovechó su segundo mandato en 2002 para huir hacia delante.

La “Agenda 2010” y la caída de Gerhard Schröder

A la postre, el rechazo popular a su “Agenda 2010” −en esencia un modesto paquete de reformas para reducir los incosteables subsidios por paro a millones de desempleados que preferían vivir indefinidamente a costa del estado− lo indujo a una jugada temeraria: autosometerse a una moción de confianza en el Bundestag. Resultado: fracasó, forzando a una elecciones federales anticipadas que su coalición rojiverde perdió por un pelo.

Su sucesora conservadora Angela Merkel, electa en 2005, es una tecnócrata brillante y voluntariosa oriunda de la RDA. Convertida contra viento y en canciller de un país que en el fondo una machocracia muy poco romántica, subiría la parada de buen grado, si pudiera. Pero, aunque gobierna en una “gran coalición” armónica con el SPD −lo que la ampara contra la manía demonizadora de la progresía−, intuye que, de atreverse a hacerlo, correría idéntica suerte que Schröder, enajenándose a sus aliados socialdemócratas −y a los barones de su partido, siempre al acecho− y provocando su propia caída en desgracia. La “Dama de Hierro” alemana ha decidido no hacerle honor a su epíteto, optando prudentemente por una táctica de kleine Schritte (“pequeños pasos”) que no ponga en peligro la tradicional política social alemana de Bier und Braten, que hoy incluye un montón de regalías adicionales.

La Merkel aplica lo que pudiéramos llamar una “tercera vía de seda”. Como todos sus antecesores, tampoco ella se propone desmontar el estado del bienestar. Conociendo a sus paisanos, sabe a ciencia cierta que no tiene el menor chance de apostar al thatcherismo y salir airosa del empeño. Aún tienen mucho que perder antes de dar su brazo a torcer. Como buenos alemanes, lo harán a lo sumo in extremis, cuando ya no les quede otra que someterse a la clásica cura de caballo. Es sobre todo una cuestión de mentalidad colectiva. La crisis británica de posguerra lo atestigua de manera inequívoca.

Wild tradeunionism (“sindicalismo salvaje en el Reino Unido)

Para entender cabalmente el sentido de las drásticas reformas de Margaret Thatcher, es preciso hacerse una idea de la magnitud del desastre en que se encontró de pronto la economía británica después de 1945. Contra lo que se cree, Inglaterra no salió tan arruinada de la II Guerra Mundial: más bien se arruinó inmediatamente después, a causa del brusco tránsito a un estado del bienestar mal concebido.

Winston Churchill (1940-1945), quien había debutado como premier en la Cámara de los Comunes con su dramático eslogan de combate I have nothing to offer but blood, toil, tears, and sweat (“No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”), prometió compensar a los ingleses con el estado benefactor después de la derrota de Alemania. Conservador consecuente, no cumplió la palabra empeñada. Había que modernizar la industria a toda costa, lo que exigía ingentes sacrificios materiales. Pero los electores no querían oír hablar más de austeridades y le pasaron la cuenta en las urnas al heroico premier antes de terminar el año de la victoria.

Su sucesor laborista Clement Richard Attlee (1945-1951), fundador del estado del welfare state (estado del bienestar) británico, nacionalizó una serie de industrias claves (carbón, ferrocarriles, gas, electricidad, etc.), remodelando al Reino Unido como una auténtica economía mixta; dilató al máximo las prerrogativas de las trade unions, haciendo del sindicalismo organizado una fuerza política opresiva; subsidió empresas obsoletas y fomentó el corporativismo en las grandes consorcios con la finalidad de reducir a cero el desempleo y las huelgas; e impulsó un vasto programa asistencial que incluyó el Nacional Health Service, uno de los sistemas sanitarios más avanzados de la época pero incosteable.

Sus reformas sociales surtieron diversos efectos negativos para la economía del Reino Unido, y para su Partido Laborista, que en 1951 perdió las elecciones: (1) el aparato burocrático-administrativo, ya de por sí fuertemente acrecentado durante la guerra, se hipertrofió; (2) las gratuidades sociales abrieron grandes boquetes presupuestarios; (3) los altos costos sociales de la mano de obra y el aumento de los impuestos arruinaban cada vez más a las pymes (pequeñas y medianas empresas; y (4) se produjo un éxodo masivo de cuadros jóvenes altamente calificados que, debido a la inamovilidad laboral y a la falta de nuevas inversiones, no encontraban trabajo en el país.

Pero el leñazo más brutal a la eficiencia empresarial y la competitividad británicas fue la hipertrofia sindical: las trade unions llegaron a ejercer una influencia tan avasallante en la política del gobernante Partido Laborista que este se convirtió en simple instrumento de las grandes centrales sindicales, violando el principio de la división de poderes de forma inaudita. De los tres elementos de la formula estatal, big labour, big business, big government (“gran sindicalismo, gran industria, gran gobierno”), sólo el primero conservaba el adjetivo. Del liberalismo salvaje se había pasado al sindicalismo y la burocratización salvajes. La contradicción entre progreso económico de la nación e intereses creados de los gremios y el funcionariado laborista se había resuelto a favor de estos últimos.

Durante una época de recrudecida competencia, en la que Alemania y Japón renovaban sus fábricas destruidas con las últimas innovaciones tecnológicas, las trade unions y la burocracia estatal, coaligadas, torpedeaban cualquier modernización del parque industrial, dado que ésta implicaba pérdidas de puestos masivas de trabajos. Athlee y sus sucesores intentaron en vano corregir los excesos, congelando salarios y mochando aquí y allá beneficios sociales para estimular la inversión.

Los sindicatos entraron en una fase histérica, llamando a la huelga por todo y por nada. Por ejemplo, en la década de los 60 los astilleros británicos quedaron paralizados debido a una extravagante disputa entre mecánicos y carpinteros por el derecho a abrir los agujeros de las juntas de metal con madera. Las huelgas, entre otros motivos, arruinaron también las industrias automovilística y aeronáutica británica, que jamás recuperarían su excelencia de preguerra. El mal ya estaba hecho, y era legal. Los índices de productividad de la industria inglesa cayeron en picada y una inflación galopante puso los precios por las nubes, vaporizando salarios y beneficios sociales.

Reapareció el fantasma del desempleo masivo. Tal como sucediera en la RFA a partir del fin de la era de Adenauer, el wellfare state malvivió 34 años (1945-1979) a costa de la sustancia del pasado. Las seis semanas de huelgas y manifestaciones continuas del Winter of Discontent (“Invierno del Descontento) en 1978 despertaron de su largo letargo a la clase política británica en su conjunto. Las trade unions acabaron perdiendo cara e influencia ante la opinión pública. La economía británica había tocado fondo: el Reino Unido, cuna de la Revolución Industrial en el siglo XIX y segunda potencia económica del mundo sólo superada por Estados Unidos hasta antes de la guerra, era ya el “pariente pobre” de Europa.

La “Revolución Azul”

Al año siguiente Margaret Thatcher (n. 1925 fue la primera mujer en mudarse en calidad, no de First Lady o Primera Dama sino de jefa de gobierno a Downing Street 10. Licenciada en Derecho y Química, no era sólo una tecnócrata de tomo y lomo, sino también una dirigente dotada de una fuerte voluntad de poder que ya había dado haciendo pasar por el aro a los mañosos barones conservadores (tories). Al efecto, empezó por cederles la batuta dentro del Partido Conservador a los llamados dries (“secos”), partidarios de las reformas neoliberales, frente a los timoratos wets (“mojados”), que tendían a contemporizar sin alterar el statu quo.

Fusta en mano, la “Dama de Hierro” (el epíteto, que pegó, se lo puso la prensa soviética) se dio de inmediato a la tarea de cumplir sus dos hercúleas promesas electorales: domar al potro salvaje de las trade unions (sindicatos) y limpiar el establo de Augias de la economía británica. En los 11 años (1979-1990) que duró su mandato, hizo pasar por el cepo a las trade unions y levantó la anémica economía británica con una serie de medidas y reformas radicales encaminadas a restablecer la primacía del individuo sobre el estado, del mérito sobre la igualdad.

De entrada, la victoria de los Tories, con los “secos” a la cabeza, puso fin automáticamente a la interdependencia entre el gobierno y los sindicatos. Del resto se encargo la Thatcher, que resistió a pie firme numerosos paros, de los cuales el más sonado fue la huelga nacional declarada en 1984 por el poderoso sindicato de la minería en protesta por el cierre de 20 minas de carbón. La Thatcher ganó el pleito sin hacer concepciones y, a la postre, doblegó a al resto de las trade unions. A grandes rasgos, la cura de caballos recetada por ella consistió en las siguientes medidas:

La reforma thatcheriana

Primero: Hizo promulgar una ley que ilegalizaba las huelgas no aprobadas previamente en votación secreta por la mayoría de los trabajadores, prohibía el closed shop o “fábrica cerrada” (derecho gremial no escrito según el cual los centros de producción sólo podían contratar a trabajadores que fueran miembros de miembros de las trade unions correspondientes) y las huelgas por simpatía. Establecía, además, un procedimiento de derecho civil en virtud del cual los dirigentes sindicales debían resarcir a los patrones y/o a la comunidad por daños causados por paros incompatibles con las nuevas reglas de juego.

Segundo: Privatizó industrias y servicios básicos como telecomunicaciones, emisoras de radio y la televisión, transporte (incluyendo la compañía aérea estatal British Airways y varias empresas ferroviarias), acueductos, energía, siderurgia, plantas automivilísticas (Rover y Jaguar), aeronáutica, etc. Esta medida, que dejó a las firmas afectadas a merced de la ley de la oferta y la demanda, contribuyó a racionalizar los procesos productivos en busca de mayor competitividad, forzando a empresas y consorcios a “adelgazar”.

Tercero: Fomentó el capitalismo popular, al promover la inversión de parte del salario o sueldo en la compra de acciones bursátiles y alentar la privatización de las pensiones. De este modo, logró que obreros y empleados se interesaran más por la solvencia y productividad de las empresas donde laboraban y, en consecuencia, se mostraran más proclives a aceptar la cancelación de puestos de trabajo superfluos.

Cuarto: Paralelamente, vendió a bajo precio o a crédito un millón y medio de viviendas de propiedad estatal subsidiadas a sus respectivos inquilinos, lo cual reforzó la mentalidad de propietarios de los ingleses de a pie. (Aquí, sin ironía, la vemos entroncando con Carlos Marx, quien escribió: « Las sociedades por acciones, la dispersión del capital de las grandes empresas entre accionarios múltiples, equivalen ya a una destrucción de la propiedad privada”. O sea que, o el profeta se equivocó, o muchos tendrían que cambiarle de nombre a su doctrina particular?)

Quinto: A fin de equilibrar el presupuesto estatal, recortó drásticamente los gastos por concepto de asistencia social, comprimió el aparato burocrático-administrativo y eliminó los subsidios estatales al resto de las empresas deficitarias. Fiel a su política de ahorro estatal y a su euroescepticismo, negoció con Bruselas un leonino descuento sobre el aporte británico al presupuesto Comunidad Europea: el llamado “cheque británico”. (Gracias a este mecanismo compensatorio, el Reino Unido recibe de vuelta en la actualidad unos 4.350 millones de euros que, de lo contrario, servirían para financiar la Política Agraria Común PAC, cuyo primer beneficiario sería Francia).

Sexto: Rebajó al máximo los impuestos al patrimonio, a la ganancia y al volumen de ventas.

Séptimo: Restringió la emisión de moneda en consonancia con las tesis monetaristas, aumentó los tipos de interés (precio del dinero) y desreguló el comercio exterior y el mercado financiero británico. A la vez, se eliminó el intervencionismo estatal y el proteccionismo, abriendo el mercado británico al capital extranjero. Estas medidas, conocidas por Big Bang, le dieron a los bancos, a las compañías de seguro y a la bolsa de valores londinense una considerable ventaja competitiva.

La Thatcher no lo tuvo para nada color de rosa. Sus 11 años en el poder fueron de lucha de cabo a rabo. En 1984 escapó de milagro a un atentado terrorista del Ejército Republicano Irlandés (recordemos que dejó morir a 11 de sus miembros en huelga de hambre). Cierto, la guerra de las Malvinas le tiró la toalla a mitad de camino, pero ella se creció. Su alarde de temperamento despertó el fervor patriótico de los británicos, que la reeligieron en 1983. En parte, su euroesceptecismo, que obviamente no se debe sólo a resabios isleños, haría otro tanto a favor de su segunda (y última) reelección.

Los efectos positivos de sus reformas demoraron años en hacerse sentir. En cambio, los negativos afloraron de inmediato: se duplicó el desempleo, aumentó la inflación, mermó el poder adquisitivo, la producción industrial experimentó un brusco descenso… La Thatcher no aflojó la mano. Cuando cayó en desgracia al final de su tercer mandato debido al rechazo popular a un nuevo impuesto (el poll tax o “impuesto por votante”), ya estaba claro para tirios y troyanos que el país había remontado la pendiente: la economía nacional volvía a gozar de buena salud, la agricultura se había tecnificado y el sector terciario (servicios), pasado al primer lugar, dejando atrás al industrial.

Y, last but not less, los británicos estaban en mejor posición psicológica para afrontar la gestión de riesgos y los altibajos de la era postindustrial: el Reino Unido había pasado a ser una meritocracia similar a la norteamericana. Se había operado un cambio de mentalidad. Con todo, la “Revolución Azul” no desmanteló del todo el estado del bienestar. Tanto es así que, lejos de iniciar una contrarreforma, 17 años después la Tercera Vía del primer ministro laborista Tony Blair fue, en lo esencial, una continuación del thatcherismo.

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