Borrador de tesis abicueril sobre historia de Cuba
Por Jorge A. Pomar, Colonia
[Para Ibis. Gracias por la inspiración colegial.]
Justamente el propósito fundacional de este blog abicueril sigue siendo la incitación al debate a rajatabla a partir de textos con enfoques heterodoxos, intuitivos, comprehensivos, intencionalmente provocadores. Porque, más que la concordia y los sucesos aislados, me encantan la polémica y la contextualización asociativa. Huelga aclarar que, aunque me apasiona el género --y creo haber asimilado con provecho a casi todos los clásicos criollos, plus unos cuantos extranjeros de fuste--, no pretendo dármelas de historiador profesional, oficio que cuadra mal con mi temperamento sanguíneo. Entre otras, por al menos tres razones:
(1) La indispensable pero, para Menda y su Alter Ego en particular, harto tediosa labor de buscar e indagar en polvorientos archivos es sólo la primera fase ajena de la ineludible división del trabajo en un campo inabarcable que debería ser del máximo interés público pero no lo fue, no lo es ni jamás lo será. Ni en la Isla de la discordia cordial entre gobierno y oposición, ni en ningún país del mundo habitable. Por suerte o desgracia. Pues, si bien por un lado semejante desconocimiento colectivo del pasado condena a la polis en cuestión a chocar dos o más veces con la misma piedra, por el otro no es menos cierto que, frente a la irresistible tentación de los aún más catastróficos experimentos de ingeniería social, garantiza el factor vital de la espontaneidad y la renovación generacional en los cambiantes, polivalentes avatares humanos.
Lo sabía por agridulce experiencia propia el Goya de los esperpentos: "Los sueños de la razón producen monstruos". Especialmente los de cualquier utopía revolucionaria. Ejemplo de pasarela en el patio de tales monstruosidades goyescas es la alucinante misión histórica continental asignada a las generaciones futuras por el Apóstol en su alegórica carta testamento. De cuyos mandamientos escatológicos se infiere que Martí, hijo de peninsulares leales a la Corona, condena explícitamente a sus hedonistas pero crédulos coterráneos, por un lado, a trucidar españoles en masa y, por el otro, a no ser felices mientras exista el Imperio. Destino manifiesto de sesgo megalomaníaco cuyo correlato sistémico para un país tan enano y bretero había de ser, salvo objeción divina, el comunismo de guerra a título perpetuo. Por fuerza, lógica, arrogancia y superchería historiográfica...
Broma macabra con la que, profundamente español en su fuero interno, el Poeta Nacional intenta la cuadratura sanguinaria, fratricida, de un círculo anglófobo iberoamericano que igual podía cuadrarse de manera incruenta siguiendo el trazado apacible del compás autonomista. La gran paradoja es que hoy cuando, a diferencia de los ingentes esfuerzos reformistas hechos contra reloj por un Madrid presa de la angustia geopolítica, es obvio de toda obviedad que la Gerontocracia Biránica no nos está tendiendo nada parecido a un ramo de olivo, el grueso obsecuente de la oposición martiana se desvive por el diálogo con sordo y la paz de los sepulcros a ultranza.
Ahora extrapolemos aquella ordalía a las circunstancias de sus descendientes bajo el Biranato: ¿sería descabellado creer abicuerilmente que todos esos aborrecibles “nagües” migrantes del Guaso enrolados en la Policía Nacional Revolucionaria de las provincias occidentales en el fondo responden ellos también a los mismos móviles instintivos que sus antepasados heroicos, o sea, como única forma de paliar su humillante miseria local y aplazar la cita con la muerte?
Por añadidura, escudriñado con las lúcidas pupilas del sentido común, aquella decisión gratuitamente vesánica de incendiar la villa, ordenada por los arruinados bachilleres negreros que capitaneaban la insurrección, marca el primer punto de apogeo del esnobismo eurocentrista radical en Cuba. A saber, en el fondo no era más que un calco neurótico del incendio de Moscú ante el imparable Gran Ejército (medio millón de efectivos) bonapartista, mortífera estratagema del astuto marical ruso Mijail Kutuzov a fin de forzar con sus cosacos a los imprevisores intrusos a retirarse enseguida en medio del crudo invierno justo por la misma senda desierta que acababan de devastar con su voracidad.
En cambio, los "rayadillos" de la columna del conde de Balmaseda podía darse el lujo de, amén de chupar cañas, recorrer el corto trayecto hasta Bayamo asando lechones a la barbacoa, cazando jutías congas, saboreando mangos del Caney, tamarindos, mamoncillos, anones, papayas, guanábanas, plátanos, piñas... O sea, un acto terrorista tan inútil como la política manigüera de tierra arrasada, incluyendo quemas indiscriminadas de cañaverales entre cuyas llamas perecían enteras familias de misérrimos guajiros y dotaciones de esclavos a manos de los Leonardo Gamboas del mambisado.
Añado, a guisa de ñapa, un último suceso ilustrativo esgrimido a menudo por ciertos sedicentes historiadores disidentes a semejanza de sus colegas oficiales: el desaire del alto mando invasor gringo al prohibirles terminantemente entrar en Santiago de Cuba a las victoriosas tropas auxiliares de Calixto García. Tal fue su modesto papel en la decisiva toma de la Loma del Caney, donde los Rudos Jinetes de Teddy Roosevelt se dejaron cuesta arriba los mil cadáveres que --con razón porque ya todo estaba perdido, sin contar que a la corta ni el mismísmo Abicú, que por entonces sólo lo era desde el punto de vista lucumí se lo iba a agradecer-- se negó a sacrificar el demócrata John F. Kennedy en Bahía de Cochinos.
La pura verdad, resaltada por el sentido común y un par de datos documentales de dominio público, consiste en que nuestro legendario general sucida habría tardado más en poner una sola bota por su cuenta y riesgo dentro del perímetro de la segunda plaza fuerte de la Isla que los cabreadísimos quintos, guerrilleros y voluntarios, aún armados hasta los dientes y en número múltiples veces superior (a la sazón alrededor de un cuarto de millón para una Isla de apenas tres), en sacarlo a patadas por salva sea la parte.
Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos, reza el título del soporífero ensayo canónico de Emilio Roy de Leuchsenrig, desafiando las evidencias de que Washington había intervenido a regañadientes, a mucho ruego rodilla en tierra de la diplomacia mambí, justo para evitar a tiempo un ya inminente segundo Pacto del Zanjón. Por cierto, el primero tampoco había sido resultado de la presunta cobardía de los veteranos firmantes, despectivamente tildados de "zanjoneros" por los belicosos pacifistas de hogaño, sino del ultimátum del "menos común de los sentidos" al cabo de diez agotadores, infructuosos años de guerra irregular y otros tantos de enconadas rencillas intestinas, a menudo mortíferas por ilustrativa añadidura.
Nuestra historiografía académica y escolar de ambas orillas, repleta de mitos caricaturescos a lo Elpidio Valdés, abunda en groseras falacias por el estilo, sin duda frutos hereditarios del ancestral complejo de inferioridad-superioridad inherente a nuestra quijotesca estirpe de los molinos de viento. Verbigracia, ya se pueden contar con los dedos de una mano los semovientes heresiarcas opositores dispuestos a admitir el fallo trascendental de que recién perdimos ad calendas graecas, por ucase de Obama & Hilaria pero también por rebatiñas e intrigas propias, la "Batalla de Ideas" a raíz del traspaso de la gerencia de Radio y TV Martí al liderazgo de la desteñida Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA). Nada que, como de costumbre, sólo ganamos sobre el papel, que todo lo aguanta... [Panorámica de abajo: Korda, El Quijote de la Farola, 1959.]
Si como colijo las respuestas son afirmativas, entonces ¿qué tendría de raro que, por ejemplo, Zapata Tamayo (insisto en incordiar a los crédutos inquiriendo donde moraba ese ilustre "palestino" durante sus largos años de apostolado capitalino) y Reina Luisa tampoco fuesen la excepción de la regla oriental en un país donde rato ha que la casi totalidad de la disidencia revolucionaria, la intelectualidad, la academia y hasta los tres cleros jinetean “abierto” en ambas orillas? Finalmente, introduciendo a mi alevoso Alter Ego sin piedad en la ecuación histórica, no cabe duda de que, si el Abicú --a quien sólo (oportunidades de retractarse lucrativamente no le han faltado) por no ser un simpático negro catedrático de filia socialista-democrática le tapian el acceso a los estudios de Miami y Madrid-- se arroga el derecho a arremeter contra los fariseos sin distinción de colores, dicha conducta guarda una lejana relación con añejos, entrañables prejuicios coloniales de los “afrodescencientes” en su ciudad natal.
(2) Y el estrepitoso fiasco histórico de la Cubanidad --porque de eso se trata, pese a los delirantes afanes de nuestro síndrome crónico de optimismo histórico agudo a contrapelo de crudas evidencias-- tiene demasiado que ver con la camisa de fuerza del "diseño inteligente" concebido para toda la eternidad criolla por la doble moral de nuestra mesiánica intelectualidad sacarócrata del siglo XIX.
En ese aspecto, la propaganda del régimen no yerra del todo al proclamar al Magno Paciente como legítimo heredero de nuestro inefable "Santo de América". Una vez en el poder, Fidel cumpliría con creces la palabra empeñada en esa carta confidencial a Celia Sánchez Manduley: "...aplastar a todas las cucarachas juntas". De hecho, hasta hoy persisten en su ardor suicida der metérsele voluntariamente debajo de los cascos.
Desde que la mano piadosa de Máximo Gómez o el secretario del futuro "Apóstol" arrancó del famoso Diario de Campaña los apuntes de Martí sobre el altercado con Maceo en La Mejorana, la mala costumbre de ocultar o destruir fuentes claves hizo escuela en la isla, agudizándose bajo el Biranato hasta el delirio como resultado de vicios hagiográficos comunes a tirios y troyanos. Como consecuencia, ni siquiera se puede calcular el número de documentos ya para siempre irrecuperables.

Desde que la mano piadosa de Máximo Gómez o el secretario del futuro "Apóstol" arrancó del famoso Diario de Campaña los apuntes de Martí sobre el altercado con Maceo en La Mejorana, la mala costumbre de ocultar o destruir fuentes claves hizo escuela en la isla, agudizándose bajo el Biranato hasta el delirio como resultado de vicios hagiográficos comunes a tirios y troyanos. Como consecuencia, ni siquiera se puede calcular el número de documentos ya para siempre irrecuperables.
(3) Por ende, no siéndonos dable alcanzar el nivel medio de exhaustividad necesario para sacar conclusiones a partir de las fuentes --que de todos modos incluso sin esos vandalismos nunca habrían sido más que una ínfima fracción del pasado--, a la hora de estudiar cualquier acontecimiento pretérito pasan a cobrar, por defecto, una importancia determinante el uso desprejuiciado del sentido común y del humor, la capacidad de imaginación factográfica, el cotejo con esquemas contemporáneos similares en países afines, el insight intuitivo-asociativo a partir de realidades objetivas y subjetivas actuales, que no por gusto representan el culmen de todo lo acontecido... Sin ellos, incluso la erudición más puntillosa sólo ayuda al investigador, profesional o aficionado, a ofuscarse cada vez más y despistar a los amantes del género, que ni siquiera son tantos que digamos.
(4) Sin embargo, último pero no menor --visto y comprobado ad nauseam que toda narrativa histórica es y siempre será materia opinable según el cristal individual y epocal con que se mire--, el imperativo categórico abicueril de incluirse a sí mismo como autor en la ecuación historiográfica, con todas sus virtudes y defectos, biografía, intereses y servidumbres, que es justamente lo que olvidan hacer todos esos ilustres autofusilados de cara a la vanidad de vanidades de ese “Otro Paredón” que acaban de inventarse de mutuo acuerdo promocional.
Bueno, Ibis, como ves al final no son tres sino cuatro las razones abicueriles arriba enumeradas. A buen seguro, aún no están todas. Pero consiénteme un par de preguntas mayéuticas en torno al mito fundacional de la Cubanidad, por mor de no dejar el asunto en la mera paja teórica. ¿Conociendo la estructura demográfica de nuestras ciudades durante la época (y hasta la fecha), es creíble que todo el patriciado bayamés, integrado por una mayoría de peninsulares, fuesen realmente tan altruista, patriota y heroica como para aplicarle la tea incendiaria a sus céntricas mansiones coloniales y alzarse en la “manigua redentora” junto con toda la familia a la zaga de nuestro primer “Padre de la patria”?
¿A la vista de látigos, cepos y perros, qué alternativa existencial tenían los esclavos bozales de La Demajagua para negarse servirles de carne de cañón a sus amos, mayorales y rancheadores de la víspera, transfigurados de la noche a la mañana en sedicentes adalides de la libertad, fraternidad e igualdad? ¿Acaso no es más lógico suponer que, en última instancia, sus móviles para seguirlos a una muerte (preferencialmente) segura apenas diferían de los de los cimarrones apalencados o de los que optaban por el corso y la piratería?

Por añadidura, escudriñado con las lúcidas pupilas del sentido común, aquella decisión gratuitamente vesánica de incendiar la villa, ordenada por los arruinados bachilleres negreros que capitaneaban la insurrección, marca el primer punto de apogeo del esnobismo eurocentrista radical en Cuba. A saber, en el fondo no era más que un calco neurótico del incendio de Moscú ante el imparable Gran Ejército (medio millón de efectivos) bonapartista, mortífera estratagema del astuto marical ruso Mijail Kutuzov a fin de forzar con sus cosacos a los imprevisores intrusos a retirarse enseguida en medio del crudo invierno justo por la misma senda desierta que acababan de devastar con su voracidad.
En cambio, los "rayadillos" de la columna del conde de Balmaseda podía darse el lujo de, amén de chupar cañas, recorrer el corto trayecto hasta Bayamo asando lechones a la barbacoa, cazando jutías congas, saboreando mangos del Caney, tamarindos, mamoncillos, anones, papayas, guanábanas, plátanos, piñas... O sea, un acto terrorista tan inútil como la política manigüera de tierra arrasada, incluyendo quemas indiscriminadas de cañaverales entre cuyas llamas perecían enteras familias de misérrimos guajiros y dotaciones de esclavos a manos de los Leonardo Gamboas del mambisado.
En suma, contra lo que suelen propalar Carlos Alberto Montaner y sus émulos, Cuba no se ha "haitianizado", por la elocuente razón de que, a diferencia de lo ocurrido en Puerto Príncipe a principios del XIX, los negros nunca han gobernado en La Habana. A no ser que se tenga por africanizador al Batistato, creencia que en resumidas cuentas era lo que bullía en el subconsciente de casi todos los antibatistianos. Y aún bulle, puesto que la clave para entender nuestra tragicomedia actual sigue estando en la trama racial de la intrincada, reveladora novela costumbrista de Cirilo Villaverde Cecilia Valdés. "Pelo bueno / malo", "adelantar / atrasar la raza", "salto alante / atrás", etc., son giros coloniales que aún hacen furor en nuestro "Paraíso de la Felicidad".
Lo que pasa es que todavía los más, amén de energúmenos y petimetres de cuna y pupitre, nos pasamos de sentimentaloides y visceralmente hipócritas, cosa que intuye muy bien el gobierno por idiosincrasia propia. De ahí la infalibilidad del truco mediático de venderle a la aperreada Capital del Exilio el cordero envenenado de las reliquias de Zapata Tamayo. Todo cuela, desde la saga jabonera del balserito Elián González y las costosas huelgas esfinterales asistidas del Beato de la Chirusa hasta el rocambolesco performance de la Santa de las Muletas interesándose en el Combinado del este por los derechos humanos de un par de bambinos lujuriosos acusados de trata de mulatas chancleteras e infanticidio consumado.

La pura verdad, resaltada por el sentido común y un par de datos documentales de dominio público, consiste en que nuestro legendario general sucida habría tardado más en poner una sola bota por su cuenta y riesgo dentro del perímetro de la segunda plaza fuerte de la Isla que los cabreadísimos quintos, guerrilleros y voluntarios, aún armados hasta los dientes y en número múltiples veces superior (a la sazón alrededor de un cuarto de millón para una Isla de apenas tres), en sacarlo a patadas por salva sea la parte.
Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos, reza el título del soporífero ensayo canónico de Emilio Roy de Leuchsenrig, desafiando las evidencias de que Washington había intervenido a regañadientes, a mucho ruego rodilla en tierra de la diplomacia mambí, justo para evitar a tiempo un ya inminente segundo Pacto del Zanjón. Por cierto, el primero tampoco había sido resultado de la presunta cobardía de los veteranos firmantes, despectivamente tildados de "zanjoneros" por los belicosos pacifistas de hogaño, sino del ultimátum del "menos común de los sentidos" al cabo de diez agotadores, infructuosos años de guerra irregular y otros tantos de enconadas rencillas intestinas, a menudo mortíferas por ilustrativa añadidura.
Nuestra historiografía académica y escolar de ambas orillas, repleta de mitos caricaturescos a lo Elpidio Valdés, abunda en groseras falacias por el estilo, sin duda frutos hereditarios del ancestral complejo de inferioridad-superioridad inherente a nuestra quijotesca estirpe de los molinos de viento. Verbigracia, ya se pueden contar con los dedos de una mano los semovientes heresiarcas opositores dispuestos a admitir el fallo trascendental de que recién perdimos ad calendas graecas, por ucase de Obama & Hilaria pero también por rebatiñas e intrigas propias, la "Batalla de Ideas" a raíz del traspaso de la gerencia de Radio y TV Martí al liderazgo de la desteñida Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA). Nada que, como de costumbre, sólo ganamos sobre el papel, que todo lo aguanta... [Panorámica de abajo: Korda, El Quijote de la Farola, 1959.]

A saber, Cárdenas, ciudad racista si las había --y hay--, para cuya negrada Cuba terminaba, a mucho reventar, en los confines occidentales de Camagüey. ¿Me expliqué bien? Para este atrabiliario cimarrón exiliar un "blanco pata de puerco", un "negro de mierda", un "mulato peste a culo", un "jabao mala raza" y un "chino maruga" siguen siendo, exactamente, lo que a puerta abierta, delante de sus nietos, la mestiza Doña Inocencia, mi abuela materna, les espetaba en la cara cada vez que chocaba con alguno de esos impertinentes especímenes criollos. Es más, si cabe, creo a pies juntillas que desde el uno de enero del 59 no hemos hecho sino afearnos a porfía...