A Gipsia Cáceres, in memoriam
Por Jorge A. Pomar, Colonia
Cada vez que leo la última noticia acerca de las Damas de Blanco, cada vez que observo en vídeo a esas luctuosas cubanas de todos los colores recorrer a porfía las calles habaneras con sus quejas silentes estampadas en el rostro, bajo miradas curiosas, indiferentes u hostiles, me pongo en la piel de la mía muerta y siento una pena adicional por ella, que no tuvo ocasión de manifestar de esa nobilísima manera el dolor por la falta de libertades en la Isla y la separación forzosa de su marido, ese tremendo doble castigo infligido a la vez al reo y a su amada que es el más cruel de cualquier cautiverio, donde cada recluso se aferra a sus manías.
Gipsia Liduvina Cáceres de la Guardia, mi difunta esposa, era una auténtica hija de Ochún, una mulata atractiva y coqueta como para ella sola, nacida para el amor y el goce de la vida en clave sensual en pleno corazón de La Habana. Para ser más exacto, vino al mundo un 14 de febrero de 1943 en el segundo piso del edificio que hace esquina entre las calles San Rafael y Aramburu frente al Parque Trillo en la popular barriada de Cayo Hueso.
Nada indicaba que aquella mujer, en la época en que nos conocimos técnica de laboratorio del Instituto de Gastroenterología del Hospital Calixto García en 25 entre H e I que, con su hábito de no usar ajustadores bajo la blusa verde, atraía las miradas concupiscentes de más de un varón que venía o no a hacerse análisis; que aquella mujer de carcajada fácil, perturbadora, en apariencia díscola y frívola; aquella Afrodita que elegía sus amantes ateniendo en exclusiva al dictado de sus ovarios, iba a acabar sus días como una fiel, austera Magdalena, asumiendo el calvario de las visitas a un preso político encerrado en la lejana Prisión Provincial de Cienfuegos, más conocida por Ariza, nombre de la aldea donde se alza.
Aquel recluso era yo, desde luego. Nos habíamos conocido en circunstancias que, de un modo retrospectivamente obvio para mí, presagiaba un final lúgubre: justo en el velatorio de Mercedes Montalvo, mi madre, en julio del 81 en la funeraria de Zanja e Infanta. Contemplaba yo ensimismado en la capilla ardiente el rostro rejuvenecido de la autora de mis días cuando, de improviso, la vi a ella, Gipsia, acercarse con un precioso cojín de rosas, crisantemos y gladiolos en las manos.
Desafiante, me clavó la vista en el entrecejo mientras colocaba la ofrenda floral sobre el modesto féretro de pino forrado de burda tela gris reservado a los cubanos de a pie. La expresión en sus ojos se me antojó insolente, fuera de tiempo y lugar. En una palabra, descarada, impúdica. Una rabia asesina me subió del pecho hasta hacerme un nudo en la garganta. Pero no llegó a invadirme la cabeza, pues, vaya Usted a saber por qué, baje la vista. Noté que el rostro sonriente, sosegado, de mi madre, con los párpados suavemente cerrados, revelaba una extraña complicidad con el convite erótico en los ojos de la seductora intrusa. ¿O la nota erótica la estaba poniendo aquí yo mismo?
Tal vez fuese lo de siempre: la vida retozando sobre las tumbas, el destino, la rebelión de mis hormonas ante el hondo sufrimiento que provoca en los hijos el deceso de su madre, la convicción irrefutable, recóndita, la primera, definitiva evidencia metafísica de ser nosotros mismos también mortales.
Qué sé yo. En todo caso, ni rastro en mí de aquella cursilería lírica a lo "mira cómo se me pone la piel cada vez que recuerdo que soy un hombre casado y sin embargo te quiero" (Rafael de León, 1909-1982). Nunca fui mojigato en asuntos de faldas, pero bajé la vista abochornado ante mis malos pensamientos para refugiarme en, aferrarme a la contemplación del rostro, ¿levemente burlón?, de mi madre inerte.
Mi madre me persuadía --se me ocurrió entonces y quise creer más tarde-- de que aquella jabada irreverente que había sabido hacerse querer por ella, colega y "amiga de los años" de mi hermana mayor Felicia para más señas, contaba con su visto bueno. Gipsia era, en virtud de un enigmático pero inapelable decreto de mi progenitora, su elegida post mortem para acompañarme en el trance amargo que me aguardaba. Sacudí la cabeza y, por el momento, logré echar tierra sobre aquella críptica imaginería afectiva.
No por largo tiempo porque, una semana más tarde al telefonear, sin segundas intenciones, a mi hermana en "Gastro", fue ella, Gipsia, quien contestó a la llamada. Tras una breve sensación de bochorno y un renovado repunte de cólera, rompí el mutismo para exigirle sin más que me pusiera con "Fela". En efecto, conversé con mi hermana lo que deseaba o necesitaba, pero ya yo era de nuevo yo y me puse en plan de conquista.
A los tres días, esfumados los últimos restos de vergüenza filial, volví a llamar al mismo teléfono. Con tanta suerte que me volvió a responder su voz: "Hola... ¿quieres hablar otra vez con Fela?", indagó con una hesitación que rozaba la ironía. Pero, dejando a un lado las supersticiones, fui directo al grano: "No, es contigo con quien quiero hablar. Paso a recogerte a la salida del trabajo. ¿Algún inconveniente?" "Jamás para ti, mi cielo".
Pasé a recogerla en el taxi de un buen conecto de mis tiempos de Microbrigada en la ECOA 8 de Alamar. Ya me esperaba en la acera frente al edificio del Instituto. Mientras me reprochaba no haberle dejado tiempo para ir a su casa a acicalarse, le di una orden terminante al chofer: "¡A 11 y 24!" "¡Eh, aguanta ahí, chico, de eso nada! Sin taquicardias que lo nuestro es para largo. Señor, llévenos a mi casa en Aramburu, Parque Trillo. Luego ya se verá". Y entre los tres pusimos a vibrar la carrocería del destartalado Chevy a fuerza de risotadas.
Nuestra dicha comenzó esa misma noche, pero no en una vulgar posada de mala muerte sino en el hotel Vedado (¿o fue el Saint John’s?), gracias a otro “social” útil. No terminaría hasta su muerte, por cáncer de mamas, el 22 de septiembre de 1993. Menos de un mes antes de que el director del penal de Ariza me extendiera la ansiada “Carta de Libertad” el 9 de agosto de ese año ambivalente.
Por una cuestión de principios, Gipsia nunca reclamó el divorcio como condición para seguir queriéndonos. En realidad, yo siempre había sido un calavera y, como saben quienes nos conocieron, si me divorcié dos años después, fue más bien por incompatibilidad de caracteres que por exigencia suya. Tan grande era su delicioso desenfado.
Aparte de mis añoranzas, del deseo de rendirle homenaje a la difunta y, como es natural, de la consabida dosis de narcisismo propia de todo ser humano sano, la publicación de esta especie de poemas epistolares escritos durante la convalecencia final de Gipsia mientras, encaramado sobre el tanque de agua de mi celda, contemplaba el paisaje a través de la celosía de hormigón que da al Poniente, no tendrían sentido si no es para aconsejarle encarecidamente a todos los aspirantes a opositores en la Isla que, antes de dar un paso tan crucial como ése, se aseguren de tener al lado una mujer amante de la libertad sin etiquetas y dispuesta a todo por su amante cautivo.
Para esa faena conyugal hace falta una que, como Gipsia Cáceres de la Guardia, a la pregunta de ser o no ser, de si está o no dispuesta a seguirlo a uno en su nuevo, desastroso avatar de disidente activo, planteada a cuatro ojos en la intimidad de la alcoba por alguien a quien conoció como un tipo "parametrado" con ciertos privilegios apreciables, responda sin demora: "Sí".
Y ante la reiteración de esa interrogante existencial, apriete los dientes y, con los ojos aguados o no, inquiera: "¿Por qué clase de mujer me tomas? ¿Qué te he hecho yo para que dudes así de mí?" Y llegado el momento, cumpla su palabra: durante dos años ("sirigaña", como se dice en el argot de los presidiarios, es decir, nada, como en mi caso), cinco, diez, quince, veinte, como tantas Damas de Blanco antes y después.
Fue mucho lo que hubo de soportar durante mis dos años de cárcel: golpes e insultos a la salida del juzgado en Habana del Este, azarosos viajes al centro de la Isla en carreras de relevo empleando los más diversos, estrafalarios y antediluvianos medios de transporte, frías madrugadas de vigilia frente al penal, cuclillas desnuda ante las combatientes del MININT, actos de repudio a domicilio de los que se libraba escapando por la azotea en el último instante... Una vida en permanente zozobra, a salto de mata sobre el asfalto en candela.
Un mediodía el aviso de la vecina no llegó a tiempo y Gipsia no consiguió escapar. A boca de jarro, se vio delante de un trío de encopetadas señoras con aspecto de funcionarias en el paso de escalera. Venían a verme. "¿Eh!... No, créanme que mucho lo siento, pero mi esposo no se encuentra en casa". Lejos de agresivas, parecían amables, gentiles. Le anunciaron que el Ministerio de Educación había decidido premiarme por la edición (traducción y prólogo) de la noveleta del germanooriental Erik Neutsch Dos sillas vacías, en su momento considerada subversiva por el ministro anterior.
"¿Y dónde está el compañero Pomar, por favor? ¿Si no es una indiscreción?" "Preso". "¿Preso!... Bueno, cualquiera comete un... ¿Y por qué?" "Por contrarrevolución: propaganda enemiga, más asociación ilícita". No se habían enterado. Tan férreo es el hermetismo de la prensa oficial, que oculta a cal y canto los rostros de los disidentes, el mínimo detalle humano en ellos susceptible de despertar compasión.
Pero lo peor es la brusca ruptura con seres queridos: una tarde en el Parque Trillo, al ver jugando a su ahijada del alma, una niña liliputiense de apenas seis años, se le acercó con los brazos abiertos como de costumbre. Para su sorpresa, la chiquilla echó a correr despavorida rumbo a su casa. Gipsia la siguió sin entender los motivos de aquella fuga. Tapizada de verde olivo de pies a cabeza, la mamá, su comadre y compañera de juegos desde la más tierna infancia, le espetó en la cara que, si ella no renunciaba a vivir con un "gusano", con un "traidor", ya podía irse olvidando de haberlas conocido: "¡A mí, a mi hija y a toda nuestra familia! ¡Conque ya estás informada!" Y cerró la puerta. Gipsia regresó a casa llorando a lágrima viva.
Pues, bien, yo tuve ese privilegio, yo también tuve mi Dama de Blanco. Una cubana que antes de conocernos ya tenía razones a granel para lamentar haber desairado a su Tía paterna y madre de crianza cuando a principios de la Revolución le propuso a su niña mimada "perderse del Morro para siempre jamás" junto con ella. Porque no es menos importante que su media naranja lo respalde a uno en tales lances de perdición. No sólo por amor sino, ante todo, por convicción propia.
Por eso, no me canso de llorar su muerte. Nunca me cansaré, por más que de nuevo sea feliz y me sonría Cupido en los labios de una valquiria. De hecho, de haber sabido que los dos años perdidos tras rejas y candados (italianos) serían los últimos restantes a ella y a nuestra pasión, seguro estoy de que ésa habría sido acaso la única razón en el mundo capaz de forzarme a aplazar mi rebelión o a elegir el "exilio rosa" al amparo de sus parientes en La Florida, posibilidad que igual estaba a nuestro alcance, gracias a sendas cartas de invitación que su Tía nos habría expedido gustosa a la menor señal. Pero repito: a falta de madre, e incluso teniéndola viva, la Dama de Blanco es conditio sine qua non antes de quemar las naves frente al castrismo, que siempre juega fuerte. No olvidarlo, por favor.
A continuación, tres de las cartas que le escribí a Gipsia desde “El Tiburón” o “El Secadero”, como se conoce a la tristemente célebre prisión cienfueguera de marras. Finalmente, un par de datos: el énfasis en el aspecto erótico en estos textos, que por lo demás se correspondía con la realidad de nuestro diario coexistir, era, por lo que respecta al papel, más bien parte de un esfuerzo consciente del remitente por distraer a su amada de su agónico combate con la Parca.
Aún conservo los finos cordeles de henequén con un nudo por cada día transcurrido antes de sus visitas. (Nunca me falló, salvo en los últimos meses, cuando la enfermedad se lo impidió.) Los sobres de mis cartas los coloreaba y adornaba con fotos de paisajes recortadas de un lexicón Meyer. Dos de mis manías de presidiario nostálgico y sereno. Banalidades que ayudan a soportar el cautiverio. El resto lo explican por si solos los textos, que desde luego no aspiraban a la excelencia poética sino a la comunicación afectiva en circunstancias de extrañamiento.
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A Gipsia Cáceres de La Guardia
Ariza, 27 de octubre de 1991
Para decir tu nombre / de resonancia gitana...
Volver a decir Gipsia, / Que es decir amor...
Querida esposa:
[...] Precisamente ayer estuve rememorando nuestros muchos momentos hermosos, las circunstancias de nuestro encuentro, nuestros viajes y fiestas, en particular aquella noche maravillosa de la boda de tu sobrina Aimara allá en la playa; pude verte con gran nitidez mientras buscábamos la casa y la brisa nocturna batía tu chubasquero blanco.
¿Recuerdas aquella noche? Éramos tres (Mario iba con nosotros) y yo me sentía muy dichoso de haberte conocido, de aquella existencia de amantes arrebatados que estábamos viviendo. Exhibías un rostro de mariposa, se notaba que eras feliz, con ese don natural que tienes para extraer felicidad de las cosas más sencillas de la vida, y era halagador para mí el saber que esa cosa sencilla y escasa de la extraías tanto alborozo giraba en torno a mi persona.
Sentí también una punta de dolor y nostalgia por aquella bata verde bajo la cual se estremecía la firmeza nacarada de tus senos, rematados por aquellos pezones moteados que rasgaban la fina tela con una pujanza que parecía desafiar la imaginación. En verdad, con ellos podías asfixiar de pura envidia a la mejor de las vedettes. Sí, aquel busto tuyo era un portento, y era sobrecogedora tu belleza de piel, junto a otros muchos encantos.
Inmerso en un rapto de gozo que ningún artificio puede proporcionar, extasiado en plena vigilia (siempre preferí el amor de ojos abiertos y despiadado juego de luces como hasta nuestro último pabellón en Ariza), no se me escapaban ni siquiera las inevitables imperfecciones de un cuerpo de mujer madura; ésas, más algún que otro desliz de la mano de la naturaleza (la perfección de las cosas del cuerpo, si existe, no pasa de ser una impostura), se convertían a mis ojos de explorador en otras tantas virtudes.
Fui exhaustivo, levanté de tu cuerpo el inventario más completo, absorbí cada porción de tu piel, me recreé insaciablemente en cada confluencia, en cada hendidura, cada articulación, cada contraste, cada textura; aprendí de memoria todas las lúbricas hondonadas del surco en tu espalda, las manchas negras en torno a tu sexo [...] Reclamé de tus extremidades un dinamismo y una estática de contorsionista que a veces rayaban en el martirio. [...] En fin, que mis reclamos y tu complacencia se confabularon para agotar las más exigentes recapitulaciones de la historia erótica de la humanidad.
No hablo por gusto, alarde o vanidad; no es por suficiencia que destaco la nota física en nuestro erotismo pasado y presente. Antes al contrario. Más bien he estado preguntándome por qué un amor de personas maduras y experimentadas como nosotros dos no se agotó en la saciedad, como es usual a la edad en que nos conocimos, una edad en la que aún se es joven para vivir una aventura, pero en la se suele estar tan encallecido de alma por los golpes de la vida que ya se ha perdido la ingenuidad, y los defectos de los nuevos amores salen a relucir a primera vista, abultan demasiado para que se pueda erigir sobre la mera atracción física algún sentimiento amoroso más o menos integral, esto es, auténtico, perdurable.
Nada nos ataba a largo plazo. Es más, para la lógica de los tantos observadores amigos o extraños que nos conocieron entonces, lo nuestro no debía rebasar los límites de una de esas pasiones corrientes que a la postre resultan siempre tan aparatosas como efímeras. Sin duda no habrán sido pocos los que nos pronosticaron un final así. Y sin embargo, no sólo ha resistido la prueba del tiempo, no sólo ha encontrado el cauce legitimador del matrimonio.
Ha hecho mucho más: ha vencido tendencias disociantes internas, tentaciones aparentemente irresistibles e incluso la formidable labor de zapa de una naturaleza al parecer empecinada en mutilarte encantos. Ahora mismo, sin ir más lejos, el formidable castigo de una justicia perversa ha interpuesto muros y distancias entre nuestros cuerpos, robándonos un tiempo precioso que de ninguna manera nos sobra. Y otra vez la naturaleza que vuelve a la carga, ensañándose en tu cuerpo.
Me he hecho esa pregunta, repito. Y la respuesta la he encontrado no en la memoria de tu cuerpo, que aún oculta placeres para mí, que sé buscarlos. Sino en una parte de ti que con toda intención dejé fuera de la morbosa recapitulación de nuestra vida horizontal: en tu rostro, en el que transparece, como en las aguas de un claro estanque, toda la belleza y sublimidad de tu alma de mujer hecha a la medida de un gran amor, esa femineidad inefable que es encarnación espiritual de un eros pródigo e inmortal, virtud exclusiva de las hembras elegidas por las diosas del amor.
Ese rostro arrebolado de grandes ojeras, en el que sólo para mí he visto confluir erotismo y maternidad en la noche memorable de nuestro primer encuentro, atesora por siempre, incólume, cuanto haya podido perderse de tus encantos físicos. Me basta con mirarte a la cara en este retrato que adorna mi texto de latín para que renazca, como obedeciendo a un conjuro, la orgía sexual de nuestros mejores días.
Podría añadir a lo dicho palabras que describan tu nobleza humana, arrobas de gratitud por tu bondad para conmigo, tu tolerancia, tu comprensión, tu paciencia, los sacrificios que ahora te impongo, los sufrimientos que por mi causa con gusto asumes, pero no quiero ponerme ni ponerte sentimental, porque esta carta sólo se ha escrito
Para hablarte de amor,
para enaltecer tu gracia,
para desahogarme y,
como siempre, amor mío,
para sacar fuerzas de ti.
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A Gipsia Cáceres de La Guardia
Ariza, 28 de octubre de 1992
...Acoge mis palomas, contesta mi llamada
Querida esposa:
Mis cartas son palomas mensajeras. Su vuelo es incierto. No siguen el norte de un instinto infalible, sino la ruta azarosa de ajenos caprichos, cuando no son víctimas de las imperfecciones de un mecanismo desmañado y sin alma.
Cualquiera puede interrumpir su vuelo, levantarles el ala y profanar su mensaje, porque son mansas y vuelan al alcance de manos sin escrúpulos de gran autoridad. También puede ocurrirles algo peor: que mis mensajes les sean arrebatados para arrojarlos a la inopia cruel de un gavetero, al fondo del cesto más cercano o simplemente a la cuneta.
Mis palomas son seres inocentes, tan inermes que, para interrumpir su vuelo, a sus cazadores les basta con interponerles la palma de la mano. Abatidas al instante, caen de bruces, verticalmente hacia el suelo, donde de inmediato da comienzo la agonía inmóvil que en breve pone fin a sus vidas.
Apenas un imperceptible opacamiento de sus ojos monocromos, semillas de uvas grises, anuncia el súbito deceso de mis aves, cuyas almas, de un delicado diseño transparente, se sumen en cierto rarísimo limbo de carámbanos blancos.
Entregan el alma sin odio, sin queja, siquiera un suspiro. Porque tampoco experimentan sufrimiento al morir. Su agonía es indolora: saben que nada se pierde.
Porque yo persisto, te las suelto en bandadas, con la esperanza, en apariencia absurda, de que el mecanismo falle, o se trabe, o funcione, o qué sé yo, que la mano poderosa se duerma, o se engarrote, o se distraiga, y que alguna de estas mis aves mansas te haga llegar este mensaje, el grito ahogado de mi voz.
Aunque son palomas sin armas, animales sin maldad, llevan tras sus quillas anhelosas un animoso corazón de terciopelo rojo. Han resuelto volar sin descanso rumbo a ti, puenteando lejanías, sorteando obstáculos a pechadas de perseverancia.
El mensaje bajo sus alas, botín de sus captores, no siempre es sublime para el entendimiento profano; más aún, en algunos pasajes resulta francamente prosaico, vulgar a ratos. La causa es ésta: el afán interpretativo de la mente profana jamás rebasa la materia tosca de los signos.
La verdadera clave está en poder de la única iniciada, que es a la vez solitario objeto de este ritual esotérico. Sólo ella, es decir, mi Gipsia, está facultada para trascender el ámbito de los signos y percibir en toda su inefable belleza el contenido del mensaje.
Pudiera ocurrir también, aunque sería un verdadero milagro, que arriben todas juntas, o al menos varias de ellas. Y el batir de sus alas, vastas como las de los albatros, te abrase el alma con este calor que estoy irradiando a raudales hacia las coordenadas de tu existencia.
Entonces, envuelta en el gran manto blanco de sus plumajes reunidos, volarás a mi encuentro, y penetrando en el reino encantado de mis deseos, viviremos el sobresalto feliz de un contacto ideal. Y habrá bailes de colores, y festines de placeres, y todo será luz y amor y derroche de sensualidad...
Mas, por estos días mis palomas son presas de gran inquietud. Les sobran motivos. Unas se hacen al viento de la tarde con gran resolución; otras se aprestan a partir y en breve siguen a sus antecesoras con la vista clavada en un horizonte arrebolado por las llamas del ocaso.
Hay desesperación en sus rostros afilados, la misma que se aprecia en el semblante de su dueño, que aprieta los dientes para cerrar el paso al desconcierto. Las va despidiendo una tras otras y se queda oteando un firmamento vespertino en el que sus mensajes ha tiempo no encuentran señales de retorno.
Atribulado ya, le sobran motivos, se niega a perder la compostura, a abrir el grifo receloso de las lamentaciones, a dejarse envolver por la sombra fatal de la desesperanza.
Cuando el ademán amenaza con tornársele inseguro, apronta una nueva paloma en el arco tensado de su alma, y con una poderosa vibración de sus cuerdas espirituales, asaetea el sol poniente para cerrar la brecha abierta por la vacilación...
Date prisa, amor. Yo sé que el gran encuentro final ha de producirse de manera ineludible, que a la postre habrá en efecto bailes de colores iridiscentes, acordes de órficas flautas y festines de placeres...
Pero sucede, a pesar de mi voluntad, contra toda certidumbre, que a veces desespero del retorno de mis aves... Te lo ruego, amor, acoge mis palomas, contesta mi llamada. No hagas sufrir a mis colombas.
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A Gipsia Cáceres de La Guardia
Ariza, 22 de junio de 1992
Mis crueles cardenales
Querida esposa:
Cierto: mi amor fue clamoroso,
súbito escándalo de ayes y suspiros
estallando noche y día en tu alcoba,
encendidos cardenales en tu cuello
y tus hombros, sospechosos en la nuca,
y allí donde no llega el ojo del profano.
Cierto: amante perversamente refinado,
fui entre tus piernas sátiro de ébano,
y en horas de locura, anudando en mi diestra
la fronda rebelde de tu cabellera,
pacté con el Maligno y cabalgué
sobre tus ancas con bríos de sádico marqués.
Cierto, confieso: busqué en tu sexo,
con labios voraces, el sendero perdido
de la divina, edénica inocencia;
ataqué con saña la frágil porcelana
de tus senos, y empaña mi conciencia
oscura suspicacia de culpa involuntaria.
Cierto: raras veces fui platónico,
tierno, lírico caballero andante;
adúltero, engendré en vientre furtivo
el hijo que ansiabas, y en mi viril
desenfreno hubo y ha de haber todavía
furores extraños, aventuras sin nombre.
Cierto: pecador impenitente sin motivos,
ni siquiera hoy, tras rejas inclementes,
esbozo el gesto de pretender enmendarme.
Sí, todo eso es cierto y aún algo más:
que bullen en mis sienes aviesas intenciones
y he de hacerte sufrir como nadie en el mundo.
Mas, escucha bien, amor de tus dolores:
he sido hasta hoy y seguiré siendo,
sobre las algas olorosas de tu sexo,
hipocampo jadeante de lujuria,
y encenderé en tu cuello y en tus hombros
la mácula ardiente de mis crueles cardenales.
No lo dudes, señora de mis noches,
ama de llaves de mi caótico existir,
pongo al diablo por único testigo:
así ha de ser mientras brillen estos astros,
hasta que yo cierre tus ojos,
hasta que tú cierres los míos.
Saturday, 26 May 2007
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6 comments:
Obrigado, seu Rodrigo, mas nao sei como faz um lusoparlante para entender a questao cubana nesse nivel de detais.
Em 1991, ainda em Cuba, tehno traduzido ao españhol os dois tomos de "Memórias de cárcere", de Graciliano Ramos. Entao eu começava meu caminho pela dissidênncia.
À noite lia para Gipsia as folhas traduzidas no dia. Ao ler-lhe a passagem onde Graciliano ingressa na cadeia, ela fez o seguinte comentário: "Ainda bem que você esteja a traduzir esse livro, porque pronto você vai mesmo necessitar".
E deu certo. Talvez O Sehnor tehna lido tambem esse livro. Entao sabe como é.
Agora entro no seu blog.
Gipsia, gracias por haber dejado tan alto nuestra raza.
Gracias, Jorge, por tan profundo y hermoso homenaje.
Sigue sacando recuerdos de tu memoria y compartiéndolos.
Será un bálsamo para ti y para nosotros. Sinceramente, Tania
Olá Jorge
"Memórias do Cárcere" é um livro muito conhecido aqui no Brasil. Uma otima leitura. Parabéns pelo blog.
Gracias por informar sobre este magnifico Post, fué un placer leerlo y ver cómo se querían, como se desvivía ella por apoyarte en el Tanque y como luchabas tú para apoyarle en su lucha contra la inexorable...
Hasta tienes la delicadeza de aconsejarle a quien quiera hacerse un luchador anticastrista que se procure primero de una mujer como ella.
Me siento más tranquilo después de leer este trabajo. Gracias.
Gracias, Jorge, por el post
Ella es tu ángel de la guarda.
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