Tuesday 12 June 2007

El precio de la coherencia ética



Carpentier versus Cabrera Infante*

Por Jorge A. Pomar, Colonia

Por la originalidad de sus novelas Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante clasifican, junto a Lezama Lima, Virgilio Piñera y pocos más, como el gran dúo de narradores cubanos de la segunda mitad del siglo XX. Y sin duda también como los mejor ranqueados a nivel mundial: ambos son Premios Cervantes y altos exponentes del controvertido boom latinoamericano, ambos merecieron con creces el Nobel. Pero, en virtud de los mecanismos extraliterarios de la Academia sueca, les tocó bajar a la tumba sin el codiciado galardón.

Amé de que lees tocó escribir su obra en una época de fuerte competencia continental, los dilatados ciclos migratorios del Nobel impedían otorgárselo en forma sucesiva. Favorecer a uno ignorando al otro habría sido escandaloso. Lo ideal hubiera sido concedérselo a los dos en forma compartida en un mismo año. Tal solución, de haber sido posible, hubiese prestigiado al jurado de Estocolmo, colocándolo excepcionalmente por encima de las barreras ideológicas. A la postre, ambos se fueron en blanco. Sin embargo, tal vez haya sido una suerte para ellos no haber sido objeto de ese cada vez más cuestionable homenaje. Pues, gracias a esa adversidad, pasaron a engrosar la nómina selecta de los inmortales excluidos.

Su indiscutible excelencia literaria, el hecho de ser ambos poseedores de una erudición enciclopédica y su condición de intelectuales revolucionarios perseguidos en algún momento antes y después de 1959 (los dos adverbios temporales valen aquí sólo para Cabrera Infante; a Carpentier apenas le es aplicable un antes fugaz durante el machadato, que le sirvió de escarmiento para el resto de su vida) sean las únicas, o al menos las más significativas coincidencias en dos biografías y dos novelísticas crasamente contrapuestas en casi todo lo demás.

El binomio Carpentier-Cabrera Infante representa una contradicción tan paradigmática como paradójica en cuanto a sus respectivas posturas éticas y político-ideológicas frente al fenómeno Castro. Ambos serán funcionarios culturales del régimen durante el mal llamado "período romántico de la Revolución Cubana". Y en cuanto tales, como toda la vieja guardia de la UNEAC que hace unos meses presumía de víctimas del Quinquenio Gris (1971-1976), cómplices de cuello blanco de la orgía de sangre de aquellos años de juicios sumarios y paredones insaciables.

Sin embargo, tras esa común, y desigual, entrega inicial a la causa revolucionaria, sus trayectorias se bifurcan hasta dejar a Carpentier en el cómodo papel de diplomático cubano en su entrañable París, donde morirá en olor de santidad castrista, y a Cabrera Infante en su inclemente exilio londinense, que padecería hasta morir (21 de febrero de 2005) en hedor de apátrida herejía, de imperdonable apostasía, hostigado por el espionaje castrista y acosado por una progresía ilusa y/o vengativa. El primero, salvo el Nobel, gozó de todos los honores y beneficios habidos y por haber al alcance exclusivo de escritores de izquierda. El segundo consiguió atenuar los sinsabores del ostracismo castrista gracias a su condición de prominente y abicú de las letras.

Hay una gran diferencia de edad entre ambos: Carpentier nace en 1904 y Cabrera Infante en 1929. Aunque, al menos a los efectos de nuestro asunto, el importante cuarto de siglo que media entre el uno y el otro cuenta poco. Cuenta más el dato de que, por su origen y la filiación comunista de sus primeras influencias culturales, Cabrera Infante puede reclamar para sí un pedigrí proletario, genuinamente criollo, inexistente en Carpentier, un hombre nacido en Cuba por azar, de padre francés y madre rusa pertenecientes a la clase media profesional, que antes y después de 1959 apenas residió en la Isla esporádicamente.

La cuna culta y cosmopolita de Carpentier --apoyada por una temprana formación hogareña en arquitectura (profesión paterna) y música clásica (influjo materno) y reforzada por una prolongada estancia en la capital francesa, donde a los 12 años cursa la enseñanza media-- aguzará su capacidad para ver a Cuba y el Caribe desde una perspectiva eurocentrista, donde el mundo americano aparece como un reflejo asombroso del acontecer en el Viejo Continente.

El tiempo de la acción de sus obras será casi siempre diacrónico: la historia universal vista como un caleidoscopio cuyo eje está dado por el contrapunto Europa-América, que es el ámbito épico en que se mueven unos prototipos históricos por lo general captados de principio a fin de sus vidas en un largo viaje desde o hacia la semilla. A la poética acuñada por él, basada en un desprejuiciado rastreo de las sorprendentes repercusiones de los sucesos europeos en un Caribe plagado de mitos indios y africanos, la definió como “realismo maravilloso” en el prólogo a El reino de este mundo.

En El siglo de las luces esa poética real-maravillosa alcanza su máxima expresión literaria en un monumental fresco histórico del siglo XIX. Cuando, tras evasivas y dilaciones, su autor la vuelva a aplicar en La consagración de la primavera (1978), saltarán a la vista los remiendos y cortapisas impuestos por una venalidad política que lo induce a hacer culminar el panorama de la historia universal del siglo XX en la escaramuza de Bahía de Cochinos.

Significativamente, como si la servidumbre política invalidase la poética pesimista de El reino de este mundo y El siglo de las luces, incurre en esa vasta novela en una grosera justificación de la ola represiva desatada en la Isla en vísperas del desembarco:

Al comenzar la batalla, se había hecho una necesaria redada de gente propicia a constituirse en Quinta Columna o realizar acciones de sabotaje. Amplia redada, pero acaso no todo lo amplia que hubiese debido ser --y en esto el Gobierno Revolucionario había dado muestras de gran moderación dentro del rigor que exigían las circunstancias...

La dureza gubernamental le parecía insuficiente. Y desde luego, denigra al exilio miamense en su conjunto con parrafadas a nivel de la leche cortada de los panfletistas de La Jiribilla, el virulento portal digital del Ministerio de Cultura. Ataques que, como pone en pone en boca de la disoluta burguesa Teresa, dejan entrever el enfoque discriminatorio de un continente cuya singularidad el propio Carpentier defiende a capa y espada en otros contextos:

En Coblenza estaban los escombros de una sociedad que tenía empaque y estilo. Pero en Miami, si exceptuamos algunos aterrorizados, algunos engañados por la propaganda antirrevolucionaria, algunos viejos que maldicen la jodida hora en que se fueron, y algunos niños inocentes de su exilio, los demás son un amasijo de pandilleros políticos, gente que implora una intervención norteamericana aquí, tahúres que aspiran a reinstalar sus ruletas y garitos, expendedores de drogas, putas, proxenetas, buquenques, estafadores y cuanto lumpen fue a encallar a la Florida –pura mierda. Y yo puedo andar con locos, pero nunca andaré con mierda.

Sin más comentarios. En revelador contraste, la biografía de Cabrera Infante se halla en las antípodas. Nacido en Gibara en el seno de una familia proletaria de filiación comunista, mordido por la miseria en carne propia, el autor de Tres Tristes Tigres y La Habana para un infante difunto, abandonará el terruño también a los 12 años rumbo a la capital de la Isla, para él un mundo tan fulgurante y genuino como París para Carpentier.

La Habana provocará en el joven provinciano una obsesión rastreable como un hilo conductor a lo largo de su obra. La Habana Vieja y el entonces rutilante Vedado, con sus cines, bares, cantinas, casas de vencindad, cabarets y rascacielos, serán, a los ojos de este escritor gibareño empedernidamente cubanocéntrico, el vórtice del universo, el non plus ultra de la modernidad. Al extremo de que se ha afirmado con toda razón que esta ciudad, con su variopinta fauna callejera y desaforada bohemia, es el protagonista arquitectónico de sus novelas, en las que el autor se reserva invariablemente para sí el modesto papel de guía de un infierno urbano fascinante.

En este ámbito picaresco habanero de los años 50, sus personajes --por lo general, hijos de vecina, cantantes, buscones, bohemios, erotómanos-- se desplazan en un tiempo sincrónico, fotográfico, empeñado en captar la instantánea (piénsese, por ejemplo, en la presentación del animador del cabaret Tropicana en Tres tristes tigres). No falta en sus novelas, claro está, el bisturí sociológico, la mirada crítica incisiva. Pero predomina el deslumbramiento amoroso, la celebración entusiasta de un mundo encantado que el autor-narrador ansía ver más justo, más al alcance de todos, pero que a la vez sabe disfrutar tal como es y jamás propone reformatear como un sistema insalvable.

Se diría que en la narrativa de Cabrera Infante la relación se invierte, y lo que en Carpentier es reflejo ancilar (Cuba y el Caribe) para él es centro, vórtice, culminación. Más que eso: un universo autónomo, casi excluyente, desde cuya óptica todo lo circundante (Europa incluida) aparece como telón de fondo, periferia. La poética de Cabrera Infante refleja una obsesión autoral por aquel microcosmos capitalino, pero visto desde una óptica autóctona, caleidoscópica y fragmentaria, de la realidad cubana que acaso pudiéramos llamar “naturalismo impresionista”.

Apoyada en una exuberante fabulación de signo nostálgico, su narrativa del exilio se presenta en el fondo como una obsesiva búsqueda del tiempo perdido, de una Habana vista desde abajo y en toda su contradictoriedad. Pero, pese a sus evidentes imperfecciones, sentida ahora desde la lejanía como una Arcadia irremisiblemente perdida que en vano intenta rescatar volviendo una y otra vez sobre sus propios textos anteriores, matizándolos, completándolos sin hacer concesiones a sus fijaciones de exiliado.

Cada cual a su manera, por encima de su reconocido virtuosismo narrativo
--pocos les aventajan en cuanto a rejuego con el lenguaje, las ideas y los conceptos-- ambos autores hacen gala de frecuentes excesos culteranos en ese orden que desalientan a no pocos lectores, obligados a descifrar en cada página chispeantes retruécanos y aparentes galimatías (Cabrera Infante) o a consultar a cada paso una enciclopedia universal a fin de descifrar insólitos tecnicismos arquitectónicos y musicales o arcaísmos de épocas remotas (Carpentier).

En Cabrera Infante, es un alegre retozo estilístico en el que el enunciado se subordina a la fonética de la frase en un incesante bombardeo de juegos de palabras en los que el lenguaje pugna por independizarse del contenido, y a menudo lo consigue. Aquí también aflora la vena criolla del autor, cuya prosa estiliza el notorio manierismo expresivo del vulgo insular.

En cambio, la prosa clásica, culterana, barroca, literalmente catedralicia de Carpentier, además de sus dificultades sintácticas, de sus largas frases racionalizantes, suele incurrir en un insoportable alarde de erudición que, en particular en los campos de la arquitectura y la música, roza la pedantería y hasta el esnobismo: molestan esos balcones, balaustradas, cimborrios, columnatas, arcadas y rejas de La Habana que siempre le recuerdan al narrador no sé cuáles modelos de Boloña, Brabantes o Granada.

Carpentier y Cabrera Infante llegan a enero del 59 con un aval clandestino y relatos que, en cierto modo, parecían identificarles de antemano con el régimen triunfante. Ahora bien, mientras Cabrera Infante prácticamente debutaba como narrador con los relatos de Así en la paz como en la guerra (1960, muchos de los cuentos databan de una fecha anterior), cuando ven la luz los formidables relatos de Guerra del tiempo en 1958, Carpentier era ya un autor consagrado por títulos como ">El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El acoso (1956).

Del exilio venezolano, a donde había marchado más bien seducido por el boom petrolero que por un luego pretendido descontento con la situación imperante en la Isla, el descontento, traía prácticamente listo el manuscrito de una obra maestra: El siglo de las luces, publicada en Cuba en 1962. Entre los títulos mencionados figuraba otro anterior que --mucho antes de que entrara en escena ese enfant terrible antillano del género antitotalitario llamado V. S. Naipaul-- bastaba para conferirle a su autor credenciales de gurú desacralizador de la vía revolucionaria como motor de los cambios sociales: El reino de este mundo, novela corta que, al margen de su indiscutible excelencia literaria, se lee también como un contundente alegato contra el radicalismo tercermundista. Fazit: la revolución no paga a corto plazo ni mediano plazo para los pueblos que se liberan del colonialismo.

El ciclo de la acción en El reino de este mundo se circunscribe a las peripecias de la revolución haitiana encabezada por Toussaint Louverture. El personaje central es un esclavo que, para su estupor, tras la gloriosa victoria contra el colonialismo francés, se da de bruces con el alucinante espectáculo de un Henri Christophe que se declara rey, se rodea de una pomposa corte, implanta el trabajo forzado, ordena erigir una inexpugnable fortaleza serrana e instaura en el país una monarquía que somete a los estupefactos haitianos a un régimen aún más despiadado que la esclavitud francesa.

Mal o bien leída, esta deliciosa noveleta es a todas luces un alegato anticipado contra los males de una descolonización burdamente entendida en sentido multicultural. Anticipación genial, habida cuenta de que hoy en día, más de medio siglo después, esos males saltan a la vista no sólo en Haití sino también en casi todas las antiguas colonias africanas y en buena parte de las hispanoamericanas y asiáticas. Pero era ésta una idea reñida con las tesis tercermundistas de moda en los años 50-60.

De modo que, Carpentier, intelectual de un olfato proverbial para asociaciones tan indeseables bajo el castrismo, nunca volvió a insistir en esa arista del texto original. Por motivos similares, adoptó a posteriori una preventiva, vergonzosa postura autocrítica sobre su primera novela, a saber, Ecué Yamba-Ó (1933), donde aborda con crudo naturalismo la marginalidad del negro, su violencia asesina intraétnica, en la Cuba republicana.

Sin embargo, leída sin prejuicios, la novela clasifica sin lugar a dudas como una joya del tema afrocubano. Tanto desde el punto de vista histórico-social como estrictamente literario, ya que es un retrato naturalista a lo Émile Zola del status del negro en aquella época y, en particular, de la perversión del ñañiguismo, cuyos plantes (sectas) solían masacrarse entre sí en espeluznantes machetinas. Carpentier no exonera en modo alguno a la blanca sociedad, que sin embargo queda bastante fuera de foco en el relato. En cambio, hace de manera implícita un hincapié tan lúcido como extemporáneo en la propia responsabilidad de los oprimidos, poniendo en entredicho la viabilidad moderna de su idiosincrasia y sus cultos ancestrales. El tiempo le daría la razón al joven escritor, desautorizando al veterano.

Puesto que, lejos de aplacarse o extinguirse, notoriamente desde el inicio del Período Especial con su remarginalización del negro, las sectas abacuás (y las peores modalidades de las demás reglas afrocubanas) se encuentran hoy de nuevo en alza, retrogradando a la raza con la anuencia del régimen, que hace la vista gorda ante un fenómeno pernicioso que desvía convenientemente la atención de las masas hacia el reino de lo mágico-real o real-maravilloso. Ecué Yamba-Ó ha perdido, pues, nada o poco de su aterradora vigencia. No obstante, temeroso de ser acusado de racista, Carpentier abjuró por escrito del libro, atribuyendo sus presuntas debilidades ideológicas a su inexperiencia juvenil.

A decir verdad, abundan en el texto párrafos que reflejan inmadurez autoral. Sobre todo por lo que respecta al aún en ciernes barroquismo carpentereano del lenguaje y al análisis un tanto lombrosiano al describir a sus personajes. Pero no se siente la mirada despectiva del racista. Por fortuna, el autor tampoco pone ningún énfasis explícito en la nota compasiva, lo que habría desvirtuado el relato. Al contrario, narra con singular crudeza los episodios sangrientos. Por lo demás, se percibe cierta nota épica, homérica, nada desdeñable. La empatía, la solidaridad autoral con las desgracias del antihéroe negro, es siempre implícita, un dato más bien inferible del conjunto de la obra, al igual que la crítica social en sordina.

Al margen de esos detalles, la novela sobresale por la fidelidad del retrato colectivo. Por si fuera poco, tiene garra, lo apasiona a uno hasta el punto final. De ahí que el lector actual --sobre todo si es negro como yo, se crió en barrios populares de Matanzas y La Habana, cunas de las sectas abacuás, y tuvo la desgracia de cumplir sentencia en una de las 300 cárceles de la Isla-- no puede menos que decir que sí, que así fue y sigue siendo hasta el sol de hoy. Al descartar más tarde esta novela de juventud, el viejo zorro de Carpentier se aplicaba a sí mismo, como el arribista que sin duda era, una autocensura retroactiva. El remedio sería peor que la enfermedad.

En El siglo de las luces, Carpentier retoma el argumento central de El reino de este mundo, enmarcándolo de nuevo en el contexto de las distintas fases de la Revolución Francesa. Esto es, la historia iberoamericana planteada como una copia funesta del acontecer en el Viejo Continente. Otro indudable acierto suyo que echó por la borda olímpicamente para poner su pluma al servicio del castrismo. Ese añejo vicio, reflejo sobre todo del complejo de inferioridad de nuestras clases dominantes y sus intelectuales, lastra aún al subcontinente en los albores del siglo XXI.

Víctor Hugues, un aventurero marsellés, llega a Cuba con una mano delante y la otra atrás, y traba amistad con los herederos adolescentes de un comerciante habanero. Más adelante, tras ayudar a los jacobinos a consolidar su régimen del terror en Francia, es nombrado comisario para la Guadalupe. Junto con las ideas liberadoras de la Revolución Francesa, Hugues echa a andar sin descanso en la isla un pavoroso, reluciente instrumento de muerte: la guillotina.

A la postre, en nombre de esa misma Revolución mutante, Hugues acabará aboliendo una tras otra todas las libertades concedidas hasta cerrar el círculo vicioso revolucionario con una cruenta tentativa de reinstaurar la esclavitud en la Guayana Francesa, pasando por la represión sangrienta, la piratería, la corrupción, las purgas e intrigas políticas (él mismo es tronado), el desastre económico, el auge de la prostitución, la reconciliación con la Iglesia y el enemigo de clase. El colofón, donde aparecen sus discípulos cubanos combatiendo en España contra Napoleón, parece un añadido de última hora (recordar las dilaciones del autor para publicar la novela, que no ve la luz hasta 1962) para complacer a sus mecenas socialistas.

Post factum, todos vemos con claridad la semejanza evolutiva con la Revolución del 59. Carpentier, en cambio, a buen seguro debió de tener una fortísima impresión de estar asistiendo a una secuencia histórica ya narrada por él en dos libros. En efecto, cuando aparecieron las primeras señales de intolerancia oficial, se multiplicaron las caídas en desgracia y tronaron los fusiles en el Foso de los Laureles de La Cabaña, Carpentier debe de haber sufrido una angustiosa sensación de dejà écrit (ya escrito). Y él, que ya tenía en su haber un didáctico encierro durante el machadato, vio rojo en el doble simbolismo del color. Todo aquello debió de haber sido a sus ojos algo así como la fatal repetición de un guión que se sabía de memoria.

Pero, habiendo experimentado tiempo atrás en carne propia --aunque en versión atenuada-- a manos de los críticos marxistas y afrocubanos Ecué Yamba-Ó el anatema al uso contra los escritores "más amigos de la verdad que de Platón", veía ahora agigantarse en el horizonte una amenaza mucho más peligrosa que un nuevo mazmorrazo por tiempo indefinido o una súbita conversión en no persona bajo una nueva tiranía: el ostracismo internacional de la poderosa cofradía cultural de izquierda, sin cuyo apoyo consideraba perdido incluso al mejor escritor.

Evitando prudentemente lo uno y lo otro, opta por poner fin a cualquier veleidad contestataria y, tras el abrupto fin de la luna de miel entre el Gobierno Revolucionario y la intelectualidad, hace prudentemente mutis por el foro y se va a sentar sus reales en la embajada cubana en París. En lo adelante y hasta su muerte, se guardó muy bien de tomar partido contra el régimen. Lo cual, como hemos visto, no vaciló en hacer a favor.

Por una cruel ironía de la vida, el escritor afrancesado de origen y gustos exquisitamente burgueses, el genial apologista precoz de la contrarrevolución, pone en la vejez su pluma al servicio del totalitarismo castrista y muere en su querida Meca parisina con el carné del Partido en el bolsillo. Por contra, Cabrera Infante, su contraparte de estirpe proletaria y comunista, capaz de romper lanzas a lo Orwell sucesivamente contra la derecha autoritaria del capital y la izquierda totalitaria del "socialismo realmente existente", purgaría hasta la muerte su rebeldía y su coherencia ética allá en su gélido exilio londinense.

Los destinos contrapuestos de Carpentier y Cabrera Infante son una prueba inequívoca de que lo que cuenta para el castrismo no es la filiación clasista, la excelencia artística o la ética personal de los autores, sino única y exclusivamente su lealtad al régimen, sea ésta de corazón, circunstancial o comprada.

Carpentier declaró una vez que “el hombre es el mismo en diferentes edades y situarlo en un pasado puede ser situarlo en su presente”. Obviamente, en su caso se equivocaba de plano: la implacable realidad insular y su propia endeblez moral se encargaron de hacerle pasar sin transición del inconformismo a la mansedumbre. Pero el precio pagado por Cabrera Infante, legible en su talante casi siempre cáustico y amargo, sólo él y unos pocos lo saben.

Dicho sea sin pretensiones axiomáticas, puesto que sobran ejemplos que demuestren lo contrario, el precio de la incoherencia ética suele implicar para el escritor que se aferra a un escenario nacional adverso, la muerte por abandono oportunista de toda una poética anterior. Es el caso de Carpentier, cuyo esfuerzo por digerir literariamente una realidad revolucionaria que no era la suya burguesa, conducirá a dos bodrios narrativos: El recurso del método (1974) y La consagración de la primavera (1978).

Con todo, merced a su inmenso talento y al abandono de los temas de actualidad, todavía nos regalaría dos soberbias novelas apolíticas: Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1979, sin contar los fabulosos cuentos de Viaje a la semilla. El resto de su obra posterior, en particular La consagración de la primavera, aunque poéticamente irrisoria, tampoco es desdeñable desde el punto de vista estilístico.

El precio de la coherencia ética --que presupone el cambio de bando a riesgo por motivos de conciencia-- suele ser, como para el renegado Cabrera Infante, hombre enraizado en su hábitat nativo como pocos, aún más horrendo: Delito por bailar el chachachá (1995) y Ella cantaba boleros (1996) no serán más que un eco lejano de La Habana de ayer. Perdido para siempre en el exilio londinense, parece haberse agotado el otrora rico manantial del estro narrativo del autor. Al universo concentracionario del hombre nuevo, a la Isla en ruinas del castrismo, no podrá ni querrá acceder. Cortado de cuajo por fuerza mayor y férrea voluntad propia de su entorno narrativo, lo salvará su cáustica originalidad de ensayista resentido.

Intuyendo la magnitud del precio a pagar, buena parte de los escritores y artistas cubanos de la Diáspora han aprendido la lección implícita en el destino dramáticamente bifurcado de estos dos gigantes literarios. Han apretado los dientes para no moverse de su sitio o cruzado sin remilgos el puente de ambigüedad que les ha tendido la nomenclatura cultural de la Isla con una irresistible oferta: el exilio rosa.

No obstante, parece que la fórmula mágica del ministro de Cultura Abel Prieto no siempre funciona, porque ahora mismo han puesto en marcha una urgente campaña de descalificación de los autores tránsfugas. Argumento: la falacia de que la mercadotecnia de las editoriales occidentales favorece a los escritores del exilio que arremeten contra el régimen. (Ver el dossier de La Jiribilla de esta semana.) Sus razones tendrán para alarmarse.

Lo cierto es que Carpentier vivió mucho mejor, más protegido que Cabrera Infante, que sólo escapó del órdago material del éxilio a fuerza de prestigio previo y de redondear sus ingresos con otras ocupaciones. Otros autores contestatarios de la Diáspora, salvo muy contadas excepciones, sobreviven a duras penas. Entre otras cosas, porque no escriben para las masas. Ni siquiera las novelas de Zoé Valdés, blanco de las iras de todas las izquierdas europeas, son propiamente best-sellers.

El éxito de Zoé estriba en su talento natural para darle sabor un genuino sabor cubano a la crítica, en su peculiar visión de la cotidianidad insular. Su estilo y lenguaje propios la hacen tan atractiva al público nativo, que es siempre su destinatario, como al público foráneo de habla hispana, que más bien ha de esforzarse por aprender su jerga criolla. Algo más fácil de decir que de hacer para cualquier escritor. La envidia juega un papel determinante en la campaña contra la obra y persona de Zoé. Tanto como el chantaje disuasorio en los engañosos argumentos de La Jiribilla.

El escritor que se lance al albur del exilio debe hacerlo a sabiendas de que lo contrario es más bien lo cierto. Superar la barrera del idioma como Cabrera Infante no es tarea fácil. Ganar dinero por estos lares haciendo propaganda anticastrista es, a veces, posible en la política, sobre todo si se está dispuesto a hacer ciertas concesiones mínimas (embargo, antiamericanismo, socialismo democrático, etc.). Pero enriquecerse escribiendo sinceramente pestes contra el castrismo puede ser una ilusión fatal, incluso poseyendo talento literario. Si lo que el escritor descontento desea es sólo seguridad personal y bienestar material, lo mejor es quedarse y rendirle pleitesía a la alta nomenclatura del régimen o, en su defecto, nadar y guardar la ropa en el exilio rosa.

Durante el aquelarre electrónico contra la supuesta resurrección del Pavonato, los mimados miembros de la gerontocracia uneacista (UNEAC), aún en la Isla por lealtad, cobardía o inercia, dieron pruebas fehacientes de haber entendido al pie de la letra el sentido existencial de aquella lacónica frase con que, según Cabrera Infante en Mea Cuba (no estoy seguro de que haya sido ahí), Carpentier rehusara firmar la famosa carta abierta de los intelectuales en defensa de Heberto Padilla: "El escritor que se pelea con la izquierda está perdido".

Es, pues, admirable, no así aconsejable, arriesgarse a tener que pagar tan alto precio, sobre todo si uno ya peina canas --como el genial Carpentier en 1971 (67 años), que pudo dar el salto sin caer al vacío y no lo dio-- y no cuenta en su haber con la obra, el talento versátil y la bilis creativa de un Cabrera Infante. El precio ha sido cruel para tirios y troyanos. Y para la literatura progubernamental: la "novela de la Revolución", de la que tanto se ha hablado, si por ventura se edita alguna vez, será ya a lo sumo una novela histórica. Tal vez esté ya en la gaveta de algún escritor novel a la espera de los cambios. En tal caso, sin duda ya no será revolucionaria.

Si bien, sobre todo gracias a las nuevas generaciones, ha mejorado algo dentro y fuera de la Isla el papel de "cronista de su tiempo" atribuido por Carpentier al escritor, no es menos cierto que desde fines de los años 60 la mayoría de los consagrados de la vieja guardia literaria no ha vuelto a escribir obras capaces de soportar el paso de los años. Y los autores más jóvenes, salvo cuentistas y poetas malditos, apenas están dejando un testimonio inconcluso, morboso, de los aspectos más sórdidos del desastre nacional.

Es cosa sabida que las épocas turbulentas suelen ser escasas de obras de valía universal. La novelística es tan indiferente a la trascendencia histórica como al Bien y el Mal. La nuestra del período revolucionario, por desgracia, no ha dejado gran cosa en su haber. Peor aún, tan pronto se inicie la era poscastrista, contados textos de aquella cosecha tardorrepublicana de los años 60, que desde hace largo rato se apolillan en los libreros, escaparán a los molinos de las papeleras, como ha ocurrido en China y Europa Oriental.

O bien, continuarán pudriéndose en los estantes de las bibliotecas hasta que la mala calidad del papel las reduzca a polvo o, suerte mediante, algún investigador erudito hasta el masoquismo decida sacarlas del olvido. Muy distinto será el destino de las obras de Carpentier y Cabrera Infante. Sólo que las páginas del primero son una pésima crónica del pasado revolucionario, y las del segundo nunca más pudieron reflejar La Habana desde las riberas del Támesis. Triste balance.

*Este artículo, aquí aumentado y actualizado, apareció en Encuentro en la Reden (08-2002 bajo el título de "El precio a pagar".

Jorge A. Pomar
Colonia, 12-06-2007

4 comments:

lavenadelgusto said...

Es un material unico. Gracias .
Damian

Anonymous said...

Bueno, buenísimo. Me sorprendió sobre manera esta comparación entre Carpentier y Cabrera Infante, ni este último se lo hubiera imaginado ( hasta decia haber vistos pruebas de que carpentier no era na' cubano) y ha hecho que me siente ahora mismo frente a sus obras a redarme cuenta de porque para mi vivian en tan distintos barrios, como para ti, si me la llevé.
Ahora bien, y aclarando de antemano que me encanta Cabrera Infante y que disfruto con alevosía sus juegos de palabras y su habanería consumada, pero y creo que el mismo se encontraba asi, para mi Cabrera Infante es un gran contador de chismes, mi favorito, pero eso. Yo creo, con cierta pena que no trascendera a los anales de las letras porque no se ocupo de crear realidades diferentes y no fue mas alla de sus narices. No fue profeta. Y ahora, aunque me tildes de ignorante que tanto revuelo con el Nobel. A esta altura he llegado a pensar que esos viejos solo quieren llevarme la contraria porque nunca se lo dan a los que yo quiero. Por lo tanto no lo valoro, porque no me representa y si yo digo lo que pienso y a esta altura pienso lo que me da la gana. Y en fin, que pa' eso lo escribiste, o no?

Anonymous said...

Me alegro de que exista pomar!
Kubanin

Anonymous said...

(No para publicar)

Estimado Jorge:

Dos cosas:

1. Te agradecería me indicaras cómo puedo hallar en tu blog el comentario que escribí: "Ecuento ha muerto. ¡Que la entierren!" Quisiera extenderlo un poco más y publicarlo en mi sitio web, pero cometí el error de escribirlo aquí directamente, y no hice copia. Puedes comunicarte conmigo a:

servandoglez05@yahoo.com

2. Si me lo autorizas, me gustaría poner un link a tu blog en mi sitio web.

Saludos,

Servando.