Monday 2 April 2007

La socialdemocracia europea en crisis (2)

¿Se salva o perece el estado del bienestar social?

Por Jorge A. Pomar, Colonia


Especulaciones sobre las causas del triunfo de la Tercera Vía

La crisis del estado del bienestar, analizada aquí en el paradigma del laborismo británico, remite, en primer lugar, a la contracción demográfica de la clase obrera y sus efectos concomitantes. Lejos de multiplicarse, el obrero industrial es hoy una especie en extinción. Cada nueva inversión tecnológica reduce cada vez más su número. Al extremo de que los obreros industriales representan hoy alrededor de un cuarto de una población activa en la que prevalece el sector de los servicios. El protagonismo del aprietatuercas chaplinesco en las fábricas modernas corresponde desde hace rato a una nueva aristocracia laboral: la tecnocracia.

Siendo la clase obrera la base del poder de las trade unions y del Labour, de todos modos éstos acabarían perdiendo influencia a medida que el número de aquella continuase decreciendo. Los sindicatos británicos no perdieron influencia sólo porque la Dama de Hierro les apretara las tuercas jurídicas. La Thatcher no hizo otra cosa que forzar al desbocado liderazgo sindical a resignarse a un status configurado por el desarrollo tecnológico. Otros poderosos sindicatos europeos han corrido la misma suerte: el total de afiliados ronda el 25%.

No en balde la crisis socialdemócrata a fines de los 70 coincide con la boga del “eurocomunismo”, un acercamiento tardío a las tesis revisionistas de Eduard Bernstein por parte de los jefes de los grandes partidos marxistas europeos. La apostasía de Georges Marchais, Enrico Berlinguer y Santiago Carrillo no funcionó: en apenas treinta años los otrora poderosos partidos comunistas de Francia, Italia y España quedaron reducidos a insignificantes minorías recicladas que a duras penas se empatan con algún que otro escaño en el parlamento.

Significativamente, sus homólogos socialdemócratas no se han beneficiado en absoluto de esas deserciones masivas entre los adeptos a la hoz y el martillo. Al contrario, aunque en menor cuantía, ellos también han visto mermar bastante su membrecía. El fallo de la “misión histórica del proletariado” por escasez de obreros explica también, en última instancia, la crisis general del estado del bienestar. Veamos los porqués.

En primer lugar, la inmensa popularidad de ambos experimentos totalitarios indica a las claras que el proletariado, como cualquier otra clase social, sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Su tendencia a cambiar libertad por seguridad, bienestar por responsabilidad, llevó a las masas populares alemanas a firmar sendos pactos fáusticos con nazis y estalinistas; y a su homóloga británica a poner en peligro, por desmesura clasista, al estado del bienestar. Actitud observable también entre el proletariado francés.

Pero la clase obrera --que por lo demás siempre ha sido un estamento social estratificado y complejo-- no ha cambiado solo cuantitativa sino también cualitativamente. Buena parte de la mano de obra industrial del Reino Unido clasifica hoy, por salario y nivel profesional, como aristocracia obrera. Esa nueva tecnocracia, que gana bien y a menudo posee acciones de sus empresas, se interesa por la buena marcha de las mismas. Juega aquí otro factor que afecta al movimiento sindical y a la socialdemocracia: la ambigüedad social del obrero calificado, que ahora suele ser empleado y, a la vez, pequeño copropietario de su fábrica.

Para expresarlo en terminología marxista: por un lado, los obreros siguen interesándose por el aumento de la parte de la plusvalía correspondiente al salario; por el otro, en la medida en que adquieren acciones, crece su interés por la ganancia capitalista y la “reproducción ampliada” (inversiones de capital). Aumenta a la par su aversión a las huelgas. Este fenómeno de socialización del capital presenta una arista que escapa al análisis: el hecho de que todos los asalariados cobren aquí por giro a cuenta corriente --y no por sobre, como aún ocurre en Cuba-- no sólo estimula el ahorro de parte el salario a interés sino que, ya sin eso, los inserta en el negocio bancario. Es decir, el salario, ya sea alto o bajo, entra en el flujo crediticio e inversionista desde el momento en que es depositado en el banco.

La movilidad de personas, mercancías y capitales en el mercado interno; la rápida expansión hacia el Este; la caída de las barreras comerciales externas de la UE; y la espada de Damocles del outsourcing (deslocalización) --una opción que la gerencia guarda siempre en la manga en la era de la globalización-- hacen el resto para que el recurso a la huelga y el sindicalismo político hayan caído en desuso.

Antes de parar las máquinas, se negocia hasta el cansancio en el consejo de administración, pues no todas las firmas pueden darse el lujo de incumplir compromisos con sus clientes: la competencia nunca duerme y es ubicua, pudiendo surgir como deus ex machina de dentro o fuera del país. Por su parte, el estado reduce el sector público a la mínima expresión, y es cada vez más remiso a subvencionar empresas deficitarias. Por todas esas razones, sumadas a las contingencias coyunturales, la “paz social” deja escaso margen a los enfoques clasistas de la vieja guardia socialdemócrata. La Tercera Vía se perfila, pues, como la única alternativa capaz de sacar adelante al estado del bienestar en los tiempos que corren.

Tras haber perdido tres elecciones al hilo ((1979, 1983 y 1987) a manos de la Dama de Hierro, el Partido Laborista admitió la irreversibilidad de la revolución thacheriana. Sus líderes ya habían implementado la profunda revisión organizativa y político-ideológica del Partido Laborista conocida como New Labour o “Nuevo Laborismo”, cuyo eje fue un replanteamiento a fondo de las relaciones entre el partido y las trade unions (sindicatos).

Los laboristas encajarían aún una cuarta derrota en las urnas en 1992 frente al primer ministro conservador John Major (1990-1997), quien había sustituido a la Thatcher dos años antes. Cuando al fin retornaron a Downing Street con Tony Blair cinco años después, éste ya venía con el firme propósito de restablecer la consensus politics (política de consenso) interpartidista, rota por la Thatcher en 1979. El resultado de esta continuidad laborista de las reformas neoliberales thatcherianas sería la llamada Third Way o “Tercera Vía”. Desde entonces ambos partidos coincidirán en el medio: los conservadores ocupando el centro-derecha y los laboristas el centro-izquierda.

Anthony Giddens, padre del New Labour

Para el sociólogo británico Anthony Giddens, director de la London School of Economics y autor del ensayo La tercera vía: la renovación de la socialdemocracia (1998), el Nuevo Laborismo “se halla en una línea de continuidad con el desarrollo a largo plazo del pensamiento socialdemócrata y también con varios períodos del revisionismo socialdemócrata”. A su entender, “el gran cambio de la vieja izquierda a la nueva izquierda consiste en que ahora hay mucha más sensibilidad para las conexiones entre política social y política económica”.

El consejero número uno de Tony Blair aduce que “a veces es preferible bajar los impuestos a fin de estimular el desarrollo económico y el florecimiento de las empresas”. El ablativo deja abierta la alternativa contraria, es decir, que en ciertas coyunturas conviene hacer lo contrario en un mundo en el que las decisiones nacionales dependen cada vez más del contexto internacional.

Giddens estima, sin embargo, que la mayoría de las veces conviene bajarlos, pues con ello “podría obtenerse una recaudación mayor que insistiendo en un sistema impositivo rígidamente demarcado”. Giddens añade: “Si Usted consigue eso, puede recaudar dinero suficiente tanto para gastar en las instituciones públicas como para gastar dónde sea necesario en términos de redistribución a través de transferencias de ingresos y recursos”.

Siguiendo esta pauta, Giddens persuadió al liderazgo laborista de que, para conseguir los mismos objetivos sociales, debía hacerse todo lo contrario de lo que se había hecho hasta entonces: reducir del gasto público, adelgazar el aparato administrativo y bajar las prestaciones de la seguridad social (obligación de trabajar por salarios equivalentes al subsidio de desempleo); privatizar lo que quedaba del sector estatal (incluido el Metro de Londres); dejar de subsidiar a empresas en quiebra; buscar a toda costa el equilibrio presupuestario y la estabilidad monetaria; modernizar la industria, apostando resueltamente a las nuevas tecnologías; y sobre todo restablecer la división de poderes entre sindicato, patronal y gobierno.

Frente al aluvión de quejas de la izquierda contra su replanteo de los objetivos de la fiscalidad, que parecía favorecer a los sectores de mayor ingreso en detrimento de los trabajadores, respondió con un argumento aparentemente paradójico: “Contra lo que piensan muchos, si el actual gobierno laborista mantiene el rumbo, será más redistributivo que cualquier otro gobierno laborista de posguerra”. Por lo demás, para aumentar los beneficios sociales es preciso subir los impuestos, lo que da lugar a la fuga de capitales.

Tony Blair y El capital

La discrepancia con el enfoque socialdemócrata ortodoxo no es, por ende, de fondo sino de método. La política tributaria de la Tercera Vía es más pragmática, pero igual concibe al fisco como instrumento redistribuidor de la riqueza social. Por esa cuerda, Tony Blair refuta los reproches de “liberalismo recalentado”, “laissez-faire”, “neoliberalismo con un toque social”, etc., alegando que la Tercera Vía no es “un tercer camino entre la filosofía conservadora y la socialdemócrata, sino socialdemocracia renovada”.

A pesar de su éxito, el concepto sigue siendo objeto de controversias. Pero, en resumen, la Tercera Vía difiere del laborismo (y la socialdemocracia europea) tradicional al menos por siete rasgos distintivos: (1) No pretende asegurar al individuo “desde la cuna hasta la tumba”, generando por un lado “trabajo para los que puedan trabajar” y, por el otro, limitando la seguridad social a “aquellos que no puedan costeársela”. (2) Prioriza la iniciativa individual frente a la colectiva o, lo que viene a ser lo mismo, la igualdad de oportunidades frente al igualitarismo. (3) Socializa el capital, privatizando pensiones y viviendas, por un lado, y fomentando por el otro la compra de acciones bursátiles por los obreros. (4) Concede una importancia decisiva a los índices macroeconómicos, a través de los cuales el estado ejerce una fuerte acción reguladora. (5) Apuesta más a investigación y desarrollo, know how, informática, nuevas tecnologías, finanzas, formación profesional y universitaria. (6) Desideologiza la gestión gubernamental, confinando a las trade unions a su función gremial y desentendiéndose del antagonismo tradicional entre izquierda y derecha. (7) Redefine el concepto de patria al reconocer a la nación como una “identidad compleja” cuyas fronteras se difuminan en el contexto de la globalización. Lo cual se concreta en la renuncia al proteccionismo comercial y financiero, pero tiene su contrapartida monetarista en la autoexclusión del Reino Unido de la zona del euro.

Vista desde esa óptica, más que “socialdemocracia renovada”, como la ha definido Blair, la Tercera Vía sería una amalgama de socialdemocracia y neoliberalismo. O sea, una revisión pragmática del estado del bienestar a fin de conferirle al modelo la flexibilidad necesaria para ir adaptándose sobre la marcha a las cambiantes exigencias de la globalización. Por otra parte, el afán despolitizador de Blair se corresponde con la obsolescencia de los sistemas filosóficos omnímodos en la era postmoderna.

Para reducir el desempleo, efecto forzoso del componente neoliberal del modelo, el consejero de Blair estima que la Tercera Vía exige “invertir en las habilidades tanto de los que están fuera como de los que están dentro del mercado laboral”, debiendo darles a las personas “la oportunidad de desarrollar sus potencialidades a lo largo de toda su vida”. La formación profesional permanente, si bien no consigue realizar la quimera del pleno empleo, reduciría el paro, al asegurar un reciclaje laboral óptimo frente a los constantes cambios tecnológicos en la esfera de la producción y los servicios. (No existe una correspondencia obligada entre cantidad de puestos de trabajo y población activa. Aparte del que, aunque parezca maquiavélico afirmarlo, se sabe que el pleno empleo afecta la relación entre oferta y demanda de mano de obra y, por ende, la competitividad.)

Esta estrategia ocupacional se complementa con otra que no solo apunta al futuro sino que trastorna por completo la ortodoxia socialdemócrata. Blair la resume en una sola frase: “Nuestra política es que los empleados pasen a ser miembros de sus compañías por medio de fondos fiduciarios creados a su nombre que les permitan ejercer su derecho individual a votar [en el Consejo de Administración de sus empresas] de acuerdo con el número de acciones que represente su interés en dichos fondos fiduciarios”.

Si bien, le preocupa que “el énfasis en el rol del sector voluntario [sociedades anónimas] y privado” induzca al estado a descuidar sus responsabilidades respecto a la cohesión social y, como buen socialdemócrata, defiende los mecanismos de regulación estatal de la economía y el papel redistributivo del fisco, plantea dos preguntas de cuyas respuestas depende si un gobierno aplica o no los postulados de la Tercera Vía: “Primero, ¿conducen sus políticas a que la posesión de propiedad y riqueza se expanda entre la población? Segundo, ¿estimulan sus políticas una ciudadanía más activa y una devolución de las decisiones políticas al nivel más bajo posible?”

La respuesta a la segunda pregunta ha conducido a Blair a hablar de “democracia directa”, un concepto ciertamente grávido de resonancias totalitarias. La democracia sólo puede ser representativa, a no ser que toda la población del país quepa en el ágora como en los tiempos tribales de la Grecia clásica. De lo contrario, se convierte en una farsa. Lo sabemos los cubanos por experiencia propia. Anotémosle el desliz a la conocida labia populista de este líder laborista de centro-izquierda.

A la primera pregunta, Blair responde que la Tercera Vía consiste “...en contribuir a crear una Europa próspera y competitiva económicamente a la vez que se garantiza un nivel alto de justicia social”. ¿Por cuál vía? Aquí echa mano de un recurso tabú para la izquierda, a saber: la “socialización del capital” por medio de la proliferación de pequeños accionistas que, contraviniendo el eslogan marxista de la “expropiación de los expropiadores”, aumenta los fondos de inversión de las empresas colectivas.

He ahí el aspecto más novedoso de la Tercera Vía que, paradójicamente, se apoya en cierta tesis descartada del tercer tomo de El capital, la obra cumbre de Carlos Marx, donde el profeta del comunismo afirma:

En las sociedades anónimas la función está separada de la propiedad del capital. Por tanto, también el trabajo está totalmente separado de la propiedad sobre los medios de producción y del plustrabajo. Este resultado de la última fase de desarrollo de la producción capitalista constituye un punto de viraje necesario hacia la reconversión del capital en propiedad de los productores. Pero ya no más como propiedad privada de productores aislados, sino como propiedad suya en tanto que asociados, como propiedad social directa.

Aumento del nivel de vida en el Reino Unido

Apenas estrenado en el cargo, Blair dio un primer paso más allá incluso de los planes neoliberales más osados de la Thatcher: autorizó al Bank of England a fijar los tipos de interés --lo que equivale a dejar el precio del dinero a merced de la ley de la oferta y la demanda-- sin consultar al gobierno. Con rotundo éxito: a pesar de la alharaca de la galería izquierdista y de la alarma de los conservadores, la City londinense, sede de la bolsa británica, se codea hoy con Wall Street.

A modo de comparación: los cien principales bancos y consorcios de la Bolsa de Londres juntos cotizaban en 1986 para un total de 92 mil millardos de libras esterlinas. En cambio, tras fuertes procesos de fusión, hoy el valor de una sola de las 31 firmas restantes, asciende a 116 millardos. Y la media de las transacciones diarias casi duplica la de Nueva York.
En fin, la economía inglesa se ha a mundializado a una escala superior a la del inmenso British Empire de la época victoriana.

Todo esto ha generado un aumento sostenido del consumo y una bajada de los indicadores de pobreza a alrededor del 17%. Cierto, se ha ampliado la brecha entre los que ganan más y los que ganan menos, pero todos ganan más que antes. Además, el costo de la vida es más alto en el Reino Unido que en otros países comunitarios, lo cual se debe mayormente a los onerosos gravámenes que pesan sobre algunos productos (artículos suntuarios, bebidas alcohólicas, tabaco, restaurantes, gasolina, etc.).

El Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA), que hace recaer sobre los precios al consumidor final el mayor impuesto indirecto del fisco, es del 17,5%. Los británicos, qué duda cabe, han tenido que ajustarse el cinturón. Entre otras cosas, porque ahora costean de su bolsillo sus pensiones de retiro, que han sido privatizadas, e invierten en la compra de acciones, lo que supone desembolsos adicionales.

Por contra, el precio de la canasta alimenticia básica para un núcleo familiar de tres o cuatro miembros no pasa de 200 £ (el Reino Unido no se integró a la zona del euro; una libra esterlina = 1,4 € o 1,9 dólares); las facturas de luz eléctrica, gas, agua y licencias de radiotelevisión juntas, otras 200 £. Admitiendo un amplio margen de error, no son egresos excesivos, si se tiene en cuenta que el sueldo medio del Reino Unido es también el más alto de la UE: 3.607 euros al cambio, contra 3.061 en Alemania, 2.615 en Francia, 1.236 en España y apenas 662 en Polonia.

Desde luego, los promedios engañan, pero las desigualdades sociales, hoy más extremas que nunca antes en el Reino Unido, son comunes para todos los países, capitalistas o no. (Incluido nuestro mal llamado “estado socialista”: en la última feria del habano, para no ir más lejos, uno de los hijos de Fidel Castro aparece fumándose el sueldo de un profesional cubano en un solo Cohíba.) Tienen que ver también con el pago de elevados bonos al personal de la bolsa. Por otro lado, el poder adquisitivo de los salarios británicos creció un 20% entre 1997 y 2006, contra sólo 0,4% en España, por ejemplo.

Aparte de eso, la duración de los contratos temporales en el Reino Unido supera con creces la media comunitaria, y el costo social de la mano de obra asciende al 11% del salario, contra 55% en Bélgica, 47,4 en Francia, 41,6 en Italia y 30.1% en España. Sumemos a todas estas ventajas el hecho de que los británicos pagan menos impuestos (22%). Sin contar que, gracias a la política de privatización de viviendas estatales iniciada por la Thatcher y continuada por Blair, sólo el 10% de la población vive aún en régimen de alquiler.

Por lo demás, la inflación se mantiene estable por debajo del 3%. Y gracias al boom de los servicios, que aportan tres de cada cuatro puestos de trabajo, el desempleo ronda el 5% de la población activa, contra una media comunitaria de 8-10% en el mismo período. Un indicador en rojo: la productividad. Aquí, si bien las cifras han experimentado una leve baja con respecto al período anterior, todavía se mantienen por debajo de las de Alemania, Irlanda o los países nórdicos. En compensación, ha surgido un poderoso núcleo de industrias de alta tecnología capaces de medirse con las más competitivas del planeta.

Amén de que el descenso de la productividad no es un índice negativo per se sino un correlato del descenso del desempleo, puesto que la incorporación al trabajo de gran cantidad de personas de menor calificación baja la eficiencia general de la industria y, en particular, la calidad de los servicios, que en general dejan mucho que desear en el Reino Unido. En contrapartida, al bajar el monto de los subsidios por paro, se reducen en igual medida los desembolsos del estado por concepto de seguridad social.

En suma, aunque nadie lo ha bautizado con este epíteto, cabe hablar de un discreto milagro económico neolaborista sobre la senda trazada por la Dama de Hierro. El que no ha sido nada discreto es el milagro irlandés, más sorprendente aún que el alemán o el japonés por haber ocurrido en tiempo récord y en uno de los países más pobres del planeta.

El milagro irlandés

Cierto, a diferencia de su pequeño vecino del Oeste, el Reino Unido contaba con estimables ventajas de partida: había sido cuna de la Revolución Industrial y segunda potencia económica del mundo, disponía de sus propios yacimientos de hidrocarburos en el Mar del Norte y era un país protestante, es decir, con un ethos religioso favorable al esfuerzo y al ahorro. Contaba, además, con una sólida tradición evolucionista, dialogante, y poco dada a las polarizaciones extremas del espectro político.

En cambio, Irlanda del Sur (Eire), atrasada, importadora de energía, agrícola y católica, con una clase dominante corrupta y una mentalidad rural más bien propensa a vivir de la mano a la boca, amén de un país de emigrantes poco poblado (4 millones de habitantes en 70.285 km2, aprox. Un tercio menos que Cuba), es la mejor prueba de que la Tercera Vía funciona también en el Tercer Mundo. Irlanda arrastraba también una larga historia de dependencia colonial, revueltas nacionalistas e inestabilidad social, además de terrorismo. Tenía, pues, en contra todos los handicaps habidos y por haber.

Hasta 1986 el Eire era una de las naciones más pobres de la UE de los 15, superada sólo por Grecia y Portugal. Pero poco a poco la clase política irlandesa en su conjunto había tomado conciencia del atolladero en que hallaba la nación. En 1973, tras acalorados debates internos, ingresó en la Comunidad Europea, hecho que sin duda la benefició materialmente y contribuyó a abrir la mentalidad de cajón de todos los isleños.

Antes de ingresar a la UE, laboristas (Labour Party) y conservadores (Fine Gael y Fiana Fáil), integrados en un gobierno de coalición, debieron sofocar el descontento en sus propias filas: los laboristas disuadir a los partidarios del proteccionismo; los conservadores, persuadir a los adversarios del cambio. Al mismo tiempo, aunaron fuerzas para doblegar al poderoso Irish Congress of Trade Unions (Congreso Sindical Irlandés, ICTU), temeroso de que la apertura arruinase a las industrias locales, como en efecto sucedió. Con el tiempo, se fue operando un cambio gradual de mentalidad. Finalmente, los irlandeses empezaron a votar por coaliciones de partidos proclives a las reformas.

Aquí intervino una circunstancia favorable: las trade unions irlandesas escarmentaron por cabeza ajena mirándose en el espejo de sus homólogas británicas, cuya enfrentamiento a cara de perro con la Thatcher les había costado la pérdida de influencia entre los obreros y el descrédito ante el resto del país. En 1987 el ICTU y otros gremios firmaron con el gobierno y la patronal el llamado Programme for National Recovery, un “Programa de Recuperación Nacional” que preveía, entre otras medidas afines, bajar los impuestos, garantizar unos niveles de seguridad social aceptables y congelar salarios y nuevos puestos de trabajo por tres años consecutivos.

El éxito fue espectacular: la tasa de desempleo ha caído del 18 a una media del 4%; el PIB per cápita, que en 1973 ascendía al 40% de la media europea, se situaba en 2006 en punta en la UE con 42.889 dólares, muy por encima del de la antigua metrópoli inglesa y sólo superado por Luxemburgo (72.855) y Noruega (44.342), un ducado liliputiense y un país nórdico petrolero, respectivamente. Más de un millar de transnacionales de la industria farmacéutica y electrónica (incluidas Microsoft e Intel) se suman a la minería y la industria turística para convertir a la otrora empobrecida isla en el “Tigre Céltico”.

Los irlandeses cuentan hoy con una eficiente red mixta de seguridad social que alcanza a toda la población. El sistema educativo, mayormente confesional, se adecua a las exigencias de la meritocracia. Desde los años 90 el otrora paupérrimo Eire logró equipararse al industrializado Reino Unido y al Ulster (Irlanda del Norte) y, en breve, los sobrepujó a ambos, dejando de ser un país de emigrantes para atraer crecientes cantidades de mano de obra calificada, sobre todo, norteamericanos de origen irlandés que aportan su know how, su dinero y sus hábitos democráticos. Un esquema que sacó del subdesarrollo también a Chile en un lapso similar y que, si navegamos con suerte, podría repetirse en Cuba al final de la era castrista.

Se corrobora así un viejo axioma: el vector decisivo en el desarrollo de un país no es la lucha de clases y partidos sino el consenso social y la calidad del capital humano. De ahí que, al apostar a un sano egoísmo más a tono con la naturaleza humana y, consecuentemente, basar la solidaridad en la igualdad de oportunidades y no en un igualitarismo ramplón, la Tercera Vía haya sido capaz de consolidar al descalabrado estado del bienestar en un país altamente industrializado (Gran Bretaña) y de fundarlo en apenas 20 años en un pequeño país del Tercer Mundo (Irlanda), todo ello en plena era de la globalización.

Bruno Kreisky y la ortodoxia socialdemócrata a modo de comparación

Para captar la trascendencia del viraje laborista, vale la pena citar a Bruno Kreisky, canciller federal austriaco (1974-1983) durante el período de esplendor del estado del bienestar europeo y uno de sus teóricos socialdemócratas más escuchados en la época. En su discurso “Las tareas del socialismo democrático en nuestra época”, Kreisky declara categóricamente de 1967:

Sabemos que la industria estatalizada abarca casi en su totalidad el enorme e importante complejo de la industria pesada. La industria pesada austriaca, la industria siderúrgica austriaca, así como gran parte de la industria química, pertenecen hoy, no a capitalistas individuales o grupos de capitalistas, sino al estado, y por tanto al pueblo austriaco. Ése es, sí señor, uno de los más grandes progresos en el camino hacia la humanización de la sociedad industrial moderna.

A juzgar por las palabras de Kreisky, la ortodoxia socialdemócrata incurre en el craso error marxista de equiparar propiedad estatal y propiedad del pueblo. El mantenimiento de un sector estatal dominante se da de narices con el objetivo de reducir el gasto público, conduce a la exuberancia del aparato burocrático-administrativo y lastra la macroeconomía. Como hemos visto en la crisis laborista, lejos de “humanizar a la sociedad industrial moderna”, la arruina y, de paso, convierte al proletariado en clientela electoral de los partidos que controlan el aparato del estado.

El huelgo no puede ser mayor con respecto a la Tercera Vía que, siguiendo la máxima de “eliminar a los pobres y no a los ricos”, busca cualificar profesionalmente al británico de a pie e insertarlo en la gestión económica en calidad de accionista con el fin de liberarlo de la tutela del gobierno. Leamos, a modo de cotejo, como definía Bruno Kreisky el dogma financiero socialdemócrata en la citada antología (pág. 130-131):

Es posible que, aquí y allá, en una empresa comercial o en otra empresa sean concebibles desplazamientos menores de propiedades. Pero no por ello podemos tolerar cambios en el hecho de que los bancos estatalizados austriacos controlen y financien una parte tan grande de la economía austriaca, porque realmente eso significaría que estaríamos entregando la economía austriaca al capital extranjero.

El modelo de Kreisky encajaba bien en los esquemas proteccionistas de preguerra, cuando el mundo se componía de un reducido núcleo de potencias industriales rodeado por un vasto entorno exportador de materias primas e importador de productos elaborados. Pero es incompatible con la concepción de la UE como un espacio económico abierto. En la aldea global de hoy se revela anacrónico.

Llama la atención el abuso del gentilicio, que destaca el afán nacionalista. Al abroquelarse frente al capital extranjero, el modelo socialdemócrata clásico --al que en última instancia aspira la corriente socialista democrática actual--, es inviable en la actualidad, puesto que presupone el proteccionismo. Conlleva la subvención masiva a la economía. A la larga, reduce la competitividad de la industria local. Lejos de “humanizar a la sociedad industrial moderna”, la arruina en su conjunto, empobreciendo material y espiritualmente a las masas populares. En ese sentido, Francia, donde persiste inalterado el modelo caro a Kreisky, es el mejor ejemplo de la crisis del estado del bienestar europeo.

El malestar francés

En el caso de Francia, damos por sentado que el lector ya conoce los indicadores en rojo de esa nación. Si no, baste con decir que la deuda pública asciende al 68% del PIB; el desempleo, al 9,9% de la población activa; y el costo social de la mano de obra al 47,4 del salario. Los impuestos están a la par de los beneficios sociales, que figuran entre los más generosos de la UE; la agricultura sobrevive a base de subsidios; y alrededor de un 15% de los ingenieros e investigadores se marchan cada año al extranjero. En 1980 el poder de adquisición promedio de los irlandeses era igual al 40% del de los franceses. Hoy aquellos pueden comprar con sus ingresos un 20% más que éstos. Hecha la aclaración, nos concentraremos en los aspectos subjetivos de la crisis, que son determinantes para romper la inercia social.

El resultado del inmovilismo francés es esa perniciosa degradación del estado del bienestar conocida como “asistanato, o sea, un sistema providencialista en el que las masas populares se envician a esperarlo todo de las arcas del estado. Veintiséis años de estancamiento acumulados entre el presidente socialista François Mitterrand (1981-1995) y el conservador Jacques Chirac (1995-2007) cementaron una mentalidad inmovilista que ha engendrado el bien llamado “malestar francés”. El ensayista galo Nicolas Baverez, experto en economía, atribuye esta anomalía de la psiquis colectiva a la naturaleza del establishment, al que define en términos que recuerdan la crisis británica:

La república francesa es un gobierno de los funcionarios, por los funcionarios y para los funcionarios. […] Hace falta denunciar el carácter incestuoso del condominio constituido por la clase política, el alto funcionariado y los sindicatos. Ese sistema es un sistema cerrado. Refiérase Usted a la izquierda o la derecha, ese sistema funciona en los dos campos. Por tanto, hay que romperlo.

Esta deformación, que se añade al exceso de centralismo de un país macrocéfalo en el que todo se decide en L’Île-de-France (París y los departamentos circundantes), se explica también en buena medida por la circunstancia de que casi toda la clase política ha egresado de una misma universidad de elite: la famosa
École Superieure d’Administration (ENA). Los “enarcas” controlan el aparato estatal y dirigen Medef (Mouvement des Entreprises de France), la mayor federación patronal, además de todo cuanto vale y brilla en la política francesa. Al extremo de que los franceses describen al sistema como una “enarquía”. Según el ensayista Nicolás Baverez, experto en economía, “Francia es el único país desarrollado donde los funcionarios estatales ganan más que los ejecutivos del sector privado”.

En
Los franceses. Reflexiones sobre el destino de un pueblo (editorial Plon, 2000, pp. 158-159, 219), el ex presidente Valérie Giscard d’Estaing (1974-1981), extendiendo el reproche a toda nación, se pregunta: “¿Cómo explicar esa paradoja que quiere que los franceses sean unánimes en reclamar reformas, pero que se las ingenien para hacerlas imposible?” Su respuesta triza el mito de la vocación jacobina de la Grande Nation:

La resistencia a la reforma viene menos de la resistencia de los intereses amenazados que de una suerte de repugnancia colectiva al cambio. Los franceses no aceptan decirse conservadores y, en embargo, entre los pueblos europeos son ellos los que oponen la mayor resistencia al cambio.

D’Estaing nos aporta una segunda clave que ilustra la secuela más dañina del igualitarismo a ultranza entre las masas populares francesas:

A medida que Francia se encaminaba hacia una sociedad de clases medias, esa concepción de la igualdad se ha hecho extensiva al conjunto del país […]: la igualdad concebida como la aversión al éxito ajeno. Ya no se trata de proponer iguales oportunidades para todos, sino ante todo de impedir o reducir el éxito de los demás.

Un estado mental lamentable en el que tiene mucho que ver el discurso errático de la intelectualidad progresista, predominante en la Grande Nation y en todo el mundo occidental. No en balde un Eric Conan se quejaba en su ensayo “El fin de los intelectuales franceses” (L’Express, 30-11-2000) de la terquedad de sus colegas al “preferir equivocarse con [Jean-Paul] Sartre a tener razón [Raymond] Aron”, un filósofo liberal quien pagó con el boicot literario la mala suerte de haber acertado siempre en el mano a mano que sostuvo entre 1950 y 1980 con su celebérrimo coetáneo existencialista. Dice allí Conan, refiriéndose a la extemporánea boga sartreana:

Cuatro biografías acaban de ser consagradas a quien sigue siendo el símbolo del compromiso erróneo por haber puesto demasiado a menudo su inmenso genio literario al servicio de un cretinismo político equívoco. Como si muchos intelectuales persistieran hoy en día en pensar que decididamente era preferible equivocarse con Sastre a tener razón con Aron. Como si continuaran privilegiando el estilo, el talento, la brillantez sobre la pertinencia.

Va de suyo que simpatizar a estas alturas con Sastre y sus epígonos equivale a compartir sus fobias contra el capitalismo, el liberalismo, la economía de mercado, la sociedad de consumo --sin la cual, por cierto, los índices de desempleo superarían a los de empleo--, la democracia representativa, el parlamentarismo burgués, los fundamentos judeocristianos de la cultura occidental, Estados Unidos, Israel, etc.

Ese imaginario tiene su correlato explícito en el mito sartreano del engagement intellectuel (compromiso de los intelectuales) y el culto a la violencia revolucionaria. Remite a la Revolución Francesa de 1789 y al tercermundismo del movimiento estudiantil del 68, para culminar carnavalescamente en las revueltas nihilistas de los suburbios de París y otras ciudades, cuyo último episodio fueron los recientes disturbios en la
Gare du Nord (Estación Ferroviaria del Norte) parisina.

De ahí también que Francia detente el récord comunitario en --escribe D’Estaing (ibídem, p. 215)-- “huelgas salvajes, bloqueos de medios de transporte, ocupación de pistas de aviación, destrucción de inmuebles comerciales, etc.” Sirva la cita siguiente para sacar de su error a más de un lector de periódicos viejos en la Isla y la Diáspora, que sigue aferrado a la imagen literaria de Francia hasta la II Guerra Mundial:

...cuando se habla en el extranjero de la contribución de Francia a la conquista de la libertad, para rendirle homenaje, se hace siempre referencia a la Revolución Francesa, y no a la manera cómo concebimos nuestra libertad hoy en día.

No es de extrañar, pues, que los franceses de a pie, que reciben en directo el barraje mixtificador de su intelectualidad y se agarran con dientes y uñas a la ubre del estado providencial, se muestren renuentes a un cambio. No se resignarán a él hasta que la economía haya tocado fondo. A modo de botón de muestra, la semana laboral de 35 horas, prometida por Miterrand e incumplida hasta la fecha, persiste increíblemente en la mente popular como una meta realizable a corto plazo. Según una encuesta fiable, el 53% de los franceses prefiere “una jornada laboral garantizada por la ley”, contra un 45% dispuesto a “trabajar más para ganar más”. La realidad, sin embargo, es que Francia está al borde de la bancarrota.

Así las cosas, la reforma británica e irlandesa confirma al menos cuatro constantes de carácter subjetivo ausentes en Francia: (1) la voluntad común de la elite política de ponerle coto a la crisis; (2) un consenso suprapartidista que desideologice la gestión administrativa, económica, y asistencial; (3) el replanteo de los nexos entre sindicatos, patronal y gobierno; y (4) la necesidad de perseverar en las reformas durante un lapso suficiente para que se opere un cambio de mentalidad en la población.

Las presidenciales francesas de 2007

Conciencia de la crisis la hay, no así una voluntad consensuada entre los cuatro partidos que se disputan la vacante de Jacques Chirac, con lo que se caen automáticamente los otros tres puntos. Los candidatos presidenciables en los comicios de 2007 son: la gobernante
Union pour un Mouvement Populaire (UMP, conservadores), con Nicolás Sarkozy; el Parti Socialiste (PS, populistas de izquierda), con Ségolène Royal; la Union pour la Démocratie Française (UDF, centristas), con François Bayrou; y el Front Nationale (FN, ultraconservadores), con Jean-Marie Le Pen. No siendo partidos sino frágiles coaliciones medianas formadas por diversas microfamilias políticas, hasta el consenso intrapartidista se hace difícil.

Los barones de cada facción, claves en un país donde amistades y rencores personales se sobreponen a las filiaciones ideológicas, suelen ser imprevisibles hasta el último momento. Para colmo, las discordias se extienden al seno del gobierno saliente, donde las rencillas personales entre el presidente Jacques Chirac y el primer ministro Dominique de Villepin, por un lado, y el ex ministro del Interior, jefe y candidato presidencial del partido gubernamental, trascendieron a los tribunales.

Los cuatro candidatos se declaran nacionalistas y resueltos a proteger a la industria y a la agricultura francesa, masivamente subvencionadas. En cuanto al contenido de sus programas electorales, todos prometen soluciones al alcance de la mano. Pues los electores castigan sin piedad a todo el que les hable de sacrificios o beneficios a largo plazo. En consecuencia, hay que leer entre líneas lo que dicen los candidatos. Cuestión de matices. El riesgo es que luego, cuando el candidato victorioso se quita el antifaz electoral, arranca descalificado de entrada como embustero.

Según los últimos sondeos, Sarkozy y Ségolène encabezan las intenciones de voto con 26,5 y 24%, seguidos por el eléctrico Bayrou --que podría dar la sorpresa si llega a la segunda vuelta (6 de mayo)-- y Le Pen, con 19,5 y 15%. Los porcentajes bajan y suben todos los días, difiriendo según la fuente demoscópica. La mayoría de los analistas coinciden en que, si en la primera vuelta (21 de abril) se imponen Sarkozy y Ségolène, el primero accedería al Palacio del Elíseo en la segunda vuelta. El futuro gobierno conservador intentaría echar a andar la Tercera Vía y el eje franco-alemán saldría fortalecido, pero antes tendría que negociar duro unos apoyos más o menos leales entre las fracciones rivales de la Asamblea Nacional.

Si, por el contrario, gana la populista Ségolêne, el Palacio del Elíseo seguiría la línea esperpéntica de la Moncloa zapaterista, hundiéndose aún más en la inercia económica. Ni siquiera la coincidencia de sexo le valdría a Ségolène para cuadrar con la tecnócrata Angela Merkel, hostil a la retórica populista. Se da por descontado que un inesperado pase del cascarrabias Le Pen a la segunda vuelta, como ya ocurrió en 2002, movilizaría en masa a los electores a favor del contrincante, sea éste cual fuere. La incógnita es Bayrou, a quien, de conseguir pasar a la segunda vuelta frente a Sarkozy o Ségolène, algunos expertos dan por seguro vencedor. No sin razón, por cierto, dada la tirria izquierdista contra Sarkozy. Su triunfo no debilitaría al eje franco-alemán, pero igual lo tendría difícil con la izquierda.

Como es ya habitual, ningún partido alcanzará mayoría absoluta en la Asamblea Nacional, cualquiera de ellos que se lleve el pato al agua y decida emprender reformas radicales, aun si alcanzara la mayoría absoluta, tendrá que contar con el apoyo de rivales, cuyas coyundas y forcejeos por carteras mediatizarían a buen seguro el proyecto gubernamental, retrotrayéndolo casi infaliblemente al statu quo anterior.

Francia es un régimen semipresidencial. El presidente, electo por sufragio universal, es la figura más poderosa del ejecutivo. Mientras que el primer ministro, jefe del gobierno, es electo por la Asamblea Nacional, no siempre controlada por el partido gobernante. Una contradicción, puesto que, al representar a la fracción mayoritaria, este último puede relegar al presidente a sus funciones representativas y de emergencia en caso de guerra. Son los inconvenientes de la llamada cohabitation, de las que ha habido varias durante esta Quinta República.

¿Cohabitación?

Esto pone sobre la mesa la probabilidad de una “cohabitación”, que es como se ha dado en llamar la situación sui generis francesa en que el presidente pertenece a un partido y el primer ministro a otro. En esa eventualidad, sólo un reparto de magistraturas entre Sarkozy y Bayrou le daría al gobierno entrante el poder necesario para arriesgarse a acometer las reformas pendientes con moderadas perspectivas de éxito.

Le Pen, quien acusa a ambos candidatos de haberle robado iniciativas, tal vez tolere a regañadientes un gobierno así compuesto. Al fin y al cabo, tiene 79 años en el costillar y no le queda tiempo para volver a postularse en el 2012. Pero, demagogo de siete suelas como es, sería siempre un caballo de Troya difícil de cabalgar para Sarkozy, pues arrojaría sobre él --que ya sin eso pasa por reaccionario y neoliberal a los ojos de la izquierda-- el anatema del colaboracionismo con la ultraderecha.

Pero las falanges encabezadas por Ségolène y los barones del Partido Socialista se la pondrían desde el principio cuesta arriba al tándem Sarkozy-Bayrou, o Bayrou-Sarkozy, agitando contra el de por sí frágil gobierno a las volátiles masas populares francesas tan pronto amague con imitar a Tony Blair. Ya ensayaron con éxito el año pasado cuando boicotearon el referéndum sobre el proyecto de Constitución Europea.

La Tercera Vía es tabú para la izquierda francesa que, además, culpa demagógicamente al ex ministro del Interior Sarkozy de haber reprimido con excesiva dureza las revueltas de los suburbios. Un barril de pólvora susceptible de estallar en cualquier momento que Ségolène --si sobrevive a la derrota, algo improbable, dado que no cuenta con el respaldo unánime de la tribu progresista--, o su sucesor al frente del Partido Socialista, pueden manipular a su antojo. Así las cosas, si por fin Bayrou o Sarkozy se instalan en el Palacio del Elíseo después del 21 de mayo, tendrán que andar con pie de plomo y ser en extremo cautelosos en materia de cambios. La estabilidad francesa está en peligro. Y el avance, si es que se produce, sería a paso de caracol.

De modo que el panorama francés, que anuncia fuertes turbulencias internas en la caldera de la segunda locomotora comunitaria, no se presenta nada halagüeño para la Unión Europea. Francia tirará a lo sumo lentamente hacia delante, caso de triunfar el tándem Sarkozy-Bayrou, que plantea más bien congelar los planes de expansión territorial y limitar la UE a la idea original de un espacio económico común en el que cada nación conserve su soberanía. O bien, si por azar triunfa Ségolène, quien sugiere un fantasioso proyecto de “Europa Social”, seguirá tirando con más fuerza aún hacia atrás, con riesgo de implosión comunitaria.

Conclusiones

Además de incosteable y contra natura, el hipotético proyecto de una Europa social defendido por la izquierda es inviable, ya que --por poner un ejemplo-- la implantación de un salario mínimo obligatorio en los 27 países de la UE surtiría el efecto de encarecer la mano de obra, frenando el intenso flujo de capitales hacia Europa Oriental. Con lo cual la UE dejaría de tener sentido para los países de esa región, que ya de por sí desconfían de Bruselas en caso de agresión rusa. Sin contar con la enorme inflación que generaría semejante medida.

Prueba de lo dicho es el rotundo fracaso de una medida de menor calado: la directiva “Bolkenstein”, que preveía que los servicios prestados por una firma extranjera se pagaran por la tarifa de país de origen. De modo que, digamos, un trabajador polaco cobrara en Francia lo mismo que en Polonia. Lo que equivalía a un dumping laboral. Los franceses --y no sólo ellos—la denunciaron como una forma de “capitalismo salvaje”. Y lo era.

Incosteable es también la iniciativa unilateral de una “Europa ecológica”, recién lanzada por la Merkel, tal vez con la intención de ganar tiempo, confiriéndole al menos una primacía simbólica a una UE en crisis crónica cuyos mandatarios ni siquiera se pusieron de acuerdo a la hora de redactar una declaración de mínimos para celebrar su 50 aniversario. Tan mal andas las cosas.

La realidad es que Europa ha tocado su techo institucional. No tanto porque, como dice Sarkozy en el exergo de la primera parte de este trabajo, la crisis comunitaria sea la responsable del rechazo franco-holandés a la Constitución Europea, sino más bien debido a la aberrante combinación del nacionalismo europeo --que, significativamente, amenaza la integridad de un país tan viejo como España-- con la persistencia de la utopía socialista. Dos fenómenos subjetivos demasiado arraigados en el imaginario europeo que perpetúan los conflictos.

Por otra parte, al no poder existir una política exterior y de defensa única, a causa del soberanismo y de las peculiaridades geopolíticas de cada país, carece de sentido tanto imponer una Carta Magna común como mantener una costosa Eurocámara que, al tratar de conciliar lo inconciliable, ata a los gobiernos con una inextricable red jurídica que complica la gestión estatal y escapa a la comprensión de la ciudadanía. De ahí el escaso interés que ésta le presta a las elecciones parlamentarias de la UE.

De hecho, la única posibilidad real de materializar el sueño comunitario en un plazo relativamente breve pasa por --manteniendo, desde luego, los mecanismos existentes de solidaridad de los países más ricos hacia los más pobres—la estrategia común de facilitar al máximo el libre flujo de personas, mercancías y capitales. O sea, en lo económico, salvar el estado del bienestar mediante el recurso de extender a todo el ámbito comunitario el modelo de la Tercera Vía, que contribuye “...a crear una Europa próspera y competitiva económicamente a la vez que se garantiza un nivel alto de justicia social” (Blair).

En lo político-ideológico, visto que es imposible hacerlo en literatura, habría que al menos contrarrestar el monopolio de la progresía sobre los medios de difusión y los centros de enseñanza media y superior para paliar o poner fin a la esquizofrenia entre el modo de vivir y la manera de pensar en Europa Occidental. Con lo cual eurooccidentales --y estadounidenses, que igual cojean fuerte de esa pata--.le harían un gran favor al Tercer Mundo, que copia sus errores sin disfrutar de sus ventajas. En fin, como aconseja a los alemanes Claus Christian Malzahn en
Spiegel-Online (29-03-07), It's high time for a new round of re-education. Traducido: “Ya va siendo hora de iniciar una nueva ronda de reeducación”. Sabio consejo, para Europa y el resto del mundo civilizado.