...cómo desde entonces he hecho de todo para no serlo
Por Julio César Mendívil Trelles, un abicú peruano (nac. Ayacucho, 1963) sui géneris en Colonia
…Aunque ya de otra forma, las asociaciones de Derechos Humanos también ejercieron la censura para mantener mi perfil de exiliado en las entrevistas que realizaron conmigo. Dispuestas a señalar con dedo acusador la podredumbre moral de los regímenes represivos, ninguna de ellas se dignó reproducir mi gratitud a la corrupción de las autoridades peruanas, esa especie de varita mágica nacional que me había permitido, como a muchos otros presos peruanos, recuperar antidemocráticamente los derechos democráticos que “democráticamente” me habían sido arrebatados. Tal como un miembro de la Cruz Roja Internacional me lo anunciara en mis días de detenido, concluí después de una semana en los calabozos de la DINCOTE que la corrupción termina siendo la única posibilidad de alcanzar beneficios para un preso político y que sólo ella hace de la administración de justicia un acto comercial cuasi-democrático en el cual puede negociarse el derecho a ropa limpia y a comida como si se tratara de un tubo de pasta de dientes o cualquier otra mercancía.
Muchos de mis conocidos esperaron en vano durante meses una versión literaria de mi aventura política. Mas, quien como yo, ha optado por subvertir la realidad en sus textos, sabe que el panfleto y la literatura fantástica se toleran tanto como Bush y Fidel Castro. Creo, por lo demás, que sólo un exceso de ingenuidad podría alimentar la esperanza de conmover con la literatura espíritus que permanecen indemnes frente a la realidad misma. Por tanto una escritura política me resultaría algo tan sospechoso como un programa político literario por parte de un gobierno.
Hay en esa terquedad de no ser un escritor perseguido, por supuesto, una convicción política ajena al tópico del exilio. El discurso del escritor y del exilio literario es el de la nostalgia por principio. Por eso su musa se alimenta de una doble pérdida: la del país de origen y la anticipada pérdida de la patria postiza. Czesław Miłosz ha resumido dicha desazón con estas palabras: “En el país del que viene, el escritor estaba consciente de su tarea y la gente esperaba sus palabras, pero se le había prohibido hablar. Ahora donde vive es libre de hablar, pero nadie lo escucha y lo que es peor, él mismo ha olvidado lo que tenía que decir.” Y así es por lo común. Sea como pérdida de la patria, como soporte ontológico o como condición originaria, el exilio siempre se remonta a la lucha contra una injusticia casi omnipotente.
Puede tratarse de una subjetividad social, como en el caso chileno o argentino, o de una subjetividad sexual, como en el caso de los exiliados cubanos de los años noventa, puede referirse el exilio a una dimensión psicológica, como en el caso del alienado de Artaud, a un destierro lingüístico como el de la disyunción del significante con el significado, o uno teológico como el del paraíso terrenal en el Antiguo Testamento o a cualquier otra cosa entre todas las cosas serias y aburridas que acostumbramos a escribir los escritores que vivimos en el exilio, pero siempre es la represión en última instancia la que determina el destierro y por consiguiente el desarraigo y los impone como espacio social desde el cual el sujeto exiliado se escribe, extraña, conjura, se emborracha, putea y se reconstituye como ente social y literario.
Expulsado de la patria geográfica o de la lengua materna –“La ley de lo foráneo en que se vive en el exilio, es ante todo la ley de un idioma ajeno”, ha escrito Bernhard Schlink– el escritor exiliado se mueve a tientas como Adán fuera del edén con más temor frente al Dios que lo ha expulsado que alegría de saberse por fin libre de morder cuanto fruto le venga en gana. Yo, humildemente, me he inclinado por los nuevos frutos.
“Exiliado --dice Bierce en su Diccionario del diablo--: el que sirve a su país viviendo en el extranjero, sin ser un embajador”. Esta definición, pese a la evidente ironía que pretende contener, se funda también en una fidelidad a un estado originario que me recuerda el credo del génesis, del evolucionismo y aquel del discurso patriotero de los estados nacionales. Quiero sugerir ahora, un tanto de manera provocativa, que el tópico del exilio no sería posible sin un discurso mayor que lo sustente: el de las identidades nacionales y las fidelidades que éstas exigen. Pero para quien, como yo, sólo ve en los estados nacionales una construcción histórica, el chauvinismo es una falta de coherencia.
Perdí mi orgullo nacional en 1978 durante el mundial de fútbol en Argentina. La selección brasileña había vencido a la peruana y puesto un pie en la final, interponiéndose de esa forma en los planes de la dictadura gaucha para conseguir el título y limpiar un poco su harto desgastada imagen. Los anfitriones, que esperaban a los peruanos como próximos rivales, urgían más de una goleada que de una victoria. Los expertos deportivos afirmaron entonces que sólo con un milagro Argentina lograría derrotar al excelente equipo peruano con la abultada diferencia de cinco goles que necesitaba para descalificar a los brasileños y poder disputar el título.
Cuando sonó el silbato final con un marcador de 6 a 0 a favor de los dueños de casa y el dictador militar peruano corrió a felicitar a su homólogo argentino, no pensé que los milagros eran posibles, por el contrario, comprendí con el dolor de mi alma que, más allá de los sentimientos y las fronteras nacionales, existen lealtades más contundentes y duraderas. Desde entonces mi afición a los sentimientos patrios ha sido más endeble que nuestras posteriores selecciones de fútbol.
Más que una idea abstracta de nación lo que me une al Perú es un sentimiento de pertenencia cultural, una afinidad con todo aquello que el estado peruano se empeña en negar, reprimir o manipular: lo indígena, la producción popular y los sistemas de significación cultural que niegan al Perú como estado nacional unitario. No creo por ende que exista una manera auténtica de ser peruano ni mucho menos que uno experimente una enajenación cultural progresiva a medida que se aleja espacial o temporalmente del territorio nacional, a no ser que ésta se construya discursivamente como parte de la subjetividad literaria.
En estos tiempos radicales de la modernidad puede afirmarse sin temor a equivocarse que las culturas no se circunscriben más a territorios concretos, ni los territorios a determinadas culturas. Hay miles de peruanísimos peruanos en la diáspora como miles de desadaptados que no han salido jamás de su pequeño pueblito andino con su Rita de junco y capulí. La peruana es por el contrario una literatura del in-xilio. No es difícil llegar a tan extraño espacio literario. A lo largo del siglo XX todo proyecto político en el Perú vio en el ideal mestizo de una identidad sincrética el modelo más adecuado para la nación peruana. Y así, todos, tanto los de izquierda como los de derecha, excluyeron a cuanto proyecto alternativo encontraron en el camino.
Ni Guaman Poma ni el Vallejo de Trilce ni Martín Adán ni Arguedas sufrieron el destierro, sin embargo sus obras están marcadas por un desarraigo cultural que ni el más osado psicoanalista hallaría en la tumultuosa prosa del auto-exiliado Vargas Llosa; la enajenación que alimenta esas obras no es el producto de la separación involuntaria, del divorcio abrupto y doloroso, sino de un mal mucho más terrible y cotidiano: el de la convivencia.
Durante el tiempo que viví en el Perú tuve para mí la certeza de que ese sentirme fuera de sitio en mi propia patria, como en Arguedas o en Guaman Poma, era consecuencia directa de mi condición de artista u observador. ¡Tremenda blasfemia! Ashaninkas, aguaruna, machigüengas, chancas, huancas y aymaras se sienten tan distantes del estado peruano como quienes crecimos oyendo los ejercicios de Czerny y los cuentos de Hans Christian Andersen en camas acolchadas, tan desplazados a la periferia como los eufóricos partidarios del Mc Donald y de MTV.
Hoy que han pasado los años debo reconocer en esa individualización forzada del destierro social apenas un triste hedonismo pequeño-burgués, una arrogancia igual a la que nos lleva a preguntarnos en simposios y ediciones por qué las dictaduras nos persiguen, como si no supiéramos que éstas no distinguen entre opositores con estilo literario propio y pobres obreros o campesinos analfabetos.
Después de las “comunidades imaginarias” de Anderson y de las “tradiciones inventadas” de Hobsbawm, la nación ha perdido todo sentido ontológico para mí. Para mí la nación es un bolero, una construcción semejante a las maquetas de Lego, susceptible de ser modificada según el gusto y las necesidades del que la constituye.
No quiero negar con ello las identidades colectivas, pero lejos de ser esa instancia metafísica que proponen los estados nacionales, las naciones son, en mi humilde opinión, una mercancía tan mudable como la política económica del gobierno y tan negociable como la pasta de dientes o un almuerzo en una cárcel peruana. En mi caso, que no tiene por qué ser paradigma alguno, la nación existe sólo a un nivel personal, en una esfera familiar y amical que no corresponde necesariamente a lo que Pablo Macera alguna vez definiera como un exceso semántico para el Perú. A falta de verdades colectivas que compartir, como el poeta, yo construyo mi país con palabras. Y con palabrotas.
De igual modo construyo cada día el país del exilio en el que vivo. Ni siquiera el truco del destierro lingüístico podría excusarme ahora. ¿Cómo ignorar sino la triste verdad destapada por Derrida de que hasta la lengua materna no fuera posible si no como una imposición social, si no como la naturalización de un proceso construido socialmente? El desprendimiento entre espacio y tiempo que ha impuesto la era de la globalización y su expansión vertiginosa por el mundo entero se interponen a la nostalgia que alimentara la pluma de los escritores del exilio en las décadas pasadas.
Gracias a la red y a la telecomunicación no tenemos que extrañar las mentiras de los políticos, las metidas de pata de una primera dama con una lengua más larga que sus faldas, los casos de corrupción de los jueces anticorrupción del gobierno ni las consecutivas derrotas del once nacional, de modo que la tecnología ha terminado por arrebatarnos los últimos recodos de memoria selectiva que nos permitían idealizar la tierra y recordar, en vez de las bombas y de la discriminación diaria que se vive en sus calles, las “chelas” en la cantina, los domingos en la playa y el aroma de los anticuchos [foto de arriba] en las noche de verano.
Quizás porque a diferencia de los exiliados no se me ha prohibido el retorno a mi país y puedo ingresar al Perú y ser detenido cuántas veces me venga en gana, el sentirme bien o mal en Alemania tiene mucho más que ver con mi forma de ver el mundo que con el triste destino de ser peruano. Es cierto que soy un inadaptado en tierras germanas, pero lo soy tanto como lo he sido en mi propia patria.
De todo ese conglomerado de cosas que conforman oficialmente la nacionalidad peruana: Francisco Pizarro, el pasado señorial, San Martín y Bolívar, un absurdo orgullo por un himno nacional que es tan horrible como cualquier otro, la pendejada o viveza criolla, lo único que me queda es mi amor al ceviche y al rocoto relleno, entre otras delicias.
Mientras otros discuten si Tenochtitlan es más paja que Macchu Picchu, si Vallejo es más universal que Borges, si el pisco es peruano o chileno, o si Chumpitaz fue mejor que Beckenbauer, yo he concentrado mis fuerzas en ejercer el nacionalismo culinario. El ceviche, la papa a la huancaína, el arroz con pato, los chicharrones y la jalea de mariscos son lo más universal que puede ofrecer país alguno y poseen más poder de congregación que cualquier otro discurso literario o político. El mundo sería posible sin Macchu Picchu aunque tal vez menos maravilloso, menos mustio sin Vallejo y, de hecho menos, divertido sin el pisco, pero ¿quién podría conjeturar la existencia de un mundo sin palomitas de maíz, sin su ajicito y sin papas fritas?
Pese a los buenos momentos, pese a la falta de un discurso nacionalista, por supuesto, uno sigue sintiéndose ajeno en la tierra prometida. Jamás entenderé a los alemanes. El año 2000, en Bogotá, mientras esperaba que la suerte y la burocracia colombiana me dejaran partir para los Llanos Orientales para una excursión etnográfica, salí una noche a comer con miembros de la comunidad alemana. Durante el tiempo que les conté mis peripecias en el país vecino sentí que, además del idioma, una filiación a patrones de comportamiento occidentales nos hermanaba terriblemente. Hasta que nos sirvieron las corvinas en salsa de culantro:
--¡Dios mío --exclamaron los alemanes al unísono al probar la salsa--, esto sabe a detergente!
Desde entonces una pregunta me atormenta: ¿Cómo así he llegado a vivir entre gente que toma detergente? Alemania no ha sido para mí una nueva patria. Si le debo algo es sin duda haberme deparado lo que Miłosz ha denominado una “enajenación privilegiada”, pues en comparación a la que vivía en mi propia patria, la del exilio tiende a parecerme una natural; sí, a mí que no resisto el presupuesto de arquetipos divinos o tectónicos.
Por supuesto, la integración de los inmigrantes sigue siendo un problema no resuelto en Alemania, pero quiero ser optimista y pensar que en pocos años la República Federal terminará integrándose a nosotros, como Lima ha terminado por volverse una ciudad chola. Como en el Perú, aquí en Alemania no he partido de mi nacionalidad para establecer vínculos y alianzas con otros sujetos sociales, sino de cosas más subjetivas y determinantes como afinidades políticas o intereses académicos comunes. Por lo demás, no diferencio entre peruanos, latinos o alemanes, a no ser para repartir los platos con o sin picante en las fiestas.
Quizás porque mi dominio del alemán sigue siendo tan precario que mis chistes suenan solemnes y mis frases solemnes absurdamente chistosas, quizás por esa incapacidad de someterlo de manera similar al español, mi lengua de trabajo, el alemán como lengua literaria no me ha atraído más que el chucrut o la ensalada de patatas. Sigo escribiendo en español con excepción de los artículos académicos que por razones pragmáticas --para mis editores en alemán-- publico en la lengua de Nietzsche. Aunque leo regularmente en alemán, ningún nombre literario alemán nuevo, fuera de Bernhard Schlink, ha pasado a mi terna de escritores queridos y sobre la cabecera de mi cama, si tuviese una cama con cabecera, seguirían descansando los mismos autores que ya en el Perú me habían cautivado: Rilke, Novalis, Hölderlin, Hoffmann, Hesse y, sobre todo, el filósofo de la ciencia gaya.
La odisea de la migración, la alteridad, la multiculturalidad y la situación de los latinos en Alemania ocupan las plumas de numerosos colegas latinoamericanos y han propiciado algunas novelas y cuentos de alto valor literario. Tal vez porque mi historia de inmigrante sea más adecuada para una novela de esas aburridamente cerebrales que escribe Javier Marías que para una trama fantástica o de suspenso, me he mantenido alejado de cuanto suene a testimonio. Por lo demás mi fantasía es tan pobre que no logra idear ni remotamente una trama realista. Así que me quedo en lo fantástico, en lo que, no sin cierto desdén, alguien ha tildado de literatura para literatos, suponiendo erradamente que la literatura social tiene un público semejante al de los salsódromos.
Al igual que las tramas poco han cambiado mis escenarios. Pese a los años trascurridos aquí mis historias siguen sucediendo en el Perú, mas no en el de ahora, ni en el de antaño, sino en ese Perú literario que yo me he inventado y que gracias a la casi nula circulación de mi libro en mi país –mi editor español temía que los libreros peruanos lo arruinaran y terminó desmantelado por sus compatriotas– mis desafortunados lectores no pueden comparar con ese real, en el cual una dictadura nefasta tuvo la mala idea de perseguirme e intentar hacer de mí un escritor político. ¡Qué desfachatez sin nombre!
“He conocido prisiones diversas” --escribí alguna vez--. “Unas eran de piedra, otras del barro que envilece al hombre; otras de cemento y en ellas el uliginoso frío resquebrajaba el ánimo y el cuerpo; no olvido las del papel: las poblaban, junto a mí, las palabras y el olor agonizante de la tinta, las hubo también de madera: eran frágiles, aunque pavorosas; otras carecían de fábrica y sus muros se erigían a fuerza de voces y lamentos sin deparar descanso al confinado. De muchas desconozco el material que las constituía pues la podredumbre cubría sus paredes con una exasperante perfección que robustecía la incógnita. Pero ante todas ellas, señores, es sólo ante una, ante la cual me doblego: ante la del silencio.”
Este fragmento de “La soledad de Naymlap”, un cuento que formara parte del libro La agonía del condenado, fue publicado en 1998, un año antes de que entregara mi pasaporte al oficial de frontera en Santa Rosa de Tacna. Como el Quijote de Menard a la obra cumbre de Cervantes, mi detención ha trastocado el significado de estos renglones y del título de mi libro convirtiendo las prisiones internas del alma en calabozos horribles y a los arrojados al infierno en miserables sentenciados por una dictadura de pacotilla. Pero ni aún en ello veo una derrota, sino nuevamente una mala jugada del destino para recordarme que a mí las cosas siempre me salen de manera diametralmente opuesta a lo que espero.
Mas si hoy todavía puedo reír del empeño de algunos miembros de mi familia en negar la existencia de mi libro durante las investigaciones que emprendió la policía en 1999 --“¡Van a pensar que ya has estado preso, van a creer que estás defendiendo a los presos de Sendero!”--, si puedo entender el pánico con que ocultaron mis artículos en la revista ILA (Infostelle-Lateinamerika) porque dicho nombre coincidía increíblemente con las siglas con que Sendero celebraba el Inicio de su Lucha Armada, si aún puedo convocar las risas de mis amigos al referir los nombres de los corruptos custodios que desembolsaron sistemáticamente a mi familia con repetidas coimas --Joya y Chunga, este último sorprendentemente el nombre de una prostituta en una obra teatral de Vargas Llosa--, si aún puedo sonreír por esa dualidad de sistemas de significación que mi detención ha impuesto a cosas escritas por mí convirtiendo inocentes y abstractas líneas en presupuestos políticos...
...en fin, si puedo reír aún de una situación tan horrorosa como aquella que me tocó vivir injustamente, quiero creer que ello se debe a que la dimensión política de mi detención no ha vencido todavía el halo personal con que matizo y justifico todo cuanto me pasa e incluso cuanto me pesa, desde el irremediable hecho de ser peruano hasta los golpes sangrientos que hicieron tan patéticos los versos de Vallejo. A ausencia de versos no me queda más que anteponerles a esos golpes una sonrisa, más no una de paz ni condescendencia, sino una sarcástica, semejante a aquella que acaso no entendió el oficial de aduanas de Fráncfort que me recibió tras abandonar la nave que en septiembre de 1999 me traía de Lima:
--Y, ¿qué tal las vacaciones en familia? --me preguntó amablemente mientras tomaba mi pasaporte peruano y buscaba mi visa.
--Inolvidables --le respondí--, inolvidables...