Por Jorge A. Pomar, Colonia
Virgilio Piñera (1912-1979), dramaturgo, poeta y narrador cubano; colaborador de las míticas revistas literarias Orígenes y Ciclón, de la que fue cofundador. Entre sus obras destacan: los poemarios Las furias (1941) y La isla en peso (1943); las La carne de René (1952), Pequeñas maniobras (1963) y Presiones y diamantes (1967); y los dramas Falsa alarma (1948) y Electra Garrigó (1948), La boda (1958), Aire frío (1959), El flaco y el gordo (1959) y Dos viejos pánicos (Premio Casa de Las Américas 1968). En 1999 Alfaguara reeditó sus Cuentos completos.
Como la inmensa mayoría más uno de los escritores de su generación, Piñera saluda en estas dos crónicas el triunfo de la Revolución. Pero lo hace en su estilo característico, mezcla de humor negro, teatro del absurdo y pesimismo vital. Por desgracia, pronto empezarían a cumplirse los presagios sombríos que salpican este irónico relato de sus impresiones personales sobre las primeras horas de la era romántica del castrismo.
Homosexual tímido y compulsivamente irreverente a la vez, “el único y auténtico escritor popular que quedaba en Cuba”, al decir de su amigo Cabrera Infante, no encajaba en la mortal seriedad del nouveau régime, que enseguida se ensañó con él (tal vez también por haber sido empleado consular del Batistato en Argentina).
Tras escuchar a Fidel Castro pronunciar sus tremebundas “Palabras a los intelectuales” (junio de 1961), no pudo contenerse y soltó dos lapidarias frases que hasta hoy reflejan el sentir de todos sus colegas honestos en la Isla: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo, pero es eso todo lo que tengo que decir”.
Sensación opresiva que hasta entonces, a despecho de su maltratada existencia hasta entonces, jamás había experimentado de cara al Estado. Y es que Kein Vergleich!, “¡No hay comparación!”, como respondían invariablemente a sus interrogadores de Berlín Occidental los tránsfugas germanoorientales que, habiendo vivido ambas experiencias totalitarias, cruzaban el Muro. Desde luego, huelga decir que el el régimen batistiano distaba mucho de parecerse al nacionalsocialismo. Nuestro Muro --tan temprano como en 1942 lo presentía ya Virgilio en La isla en peso-- sería “la maldita circunstancia del agua por todas partes”.
El tragicómico balance de medio siglo de castrismo, y en particular la última opereta congresual de la UNEAC, le están dando la razón a gritos. Puesto que no creo que las versiones audiovisuales de piezas teatrales suyas aquí insertadas, al parecer únicas disponibles en la Red de Redes, le hagan justicia a su genialidad, y tempoco he encontrado grabaciones, incluyo al final (más bien para lectores sudamericanos), el poema La isla en peso (fragmento), así como los cuentos kafkianos Cómo viví y cómo morí, El cubo y Oficio de tinieblas.
Tanto me fascinó la evidente nota biográfica en el segundo relato (y el reciente descubrimiento, motivo de este homenaje fuera de efemérides, de que el autor, oriundo de Cárdenas, era paisano del Abicú) que --acompañado por el guitarrista Volker Höh, cultor de la música cubana-- leí la versión alemana (ad hoc por Ulli Hansele) en varias ciudades renanas en una actividad cultural llamada “Todos soñaban con Cuba”. El autor rinde ahí homenaje en 1956 a las cucarachas.
Pues, en efecto, inquilino permanente de pensiones baratas, esos repugnantes insectos lo acompañarían hasta su muerte, ocurrida en plena miseria y desprecio oficial en 1979. Finalmente, inserto el relato el documental Caín, donde Cabrera Infante menciona a su amigo Virgilio y traza un balance condenatorio de las relaciones del castrismo con la cultura.
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La inundación (I)
Por Virgilio Piñera
(Crónica publicada en Ciclón, Vol. 4, Nr. 1, La Habana, 1959)
Tomado del blog de Díaz Martínez, Las Palmas
La Habana era un cementerio la noche del treinta y uno de diciembre. Excluyendo a los bien enterados (no creo que muchos) el resto de la Capital no sospechó que Batista huía esa noche. La expectación, (sin duda, fue una noche expectante) no era el resultado de una corazonada, es decir, presuponer que el Gobierno “haría sus maletas”, mas por el contrario el resultado de una interrogación: ¿seguiríamos padeciendo a Batista a todo lo largo del año que ya se nos encimaba? Cinco minutos antes de las doce, dejamos el partido de canasta y abrimos la sidra. Digan lo que digan, el habanero no combatiente descorchó y brindó por el nuevo año. No por ello habrá que anatematizarlo.
El hecho de tomar una copa en circunstancia tan dramática contribuía a hacer más patente el drama que estábamos viviendo. Grité fuerte al hacer mi brindis: ¡Viva la Revolución! No lo hacía tanto por espíritu de bravata como porque en tal grito iban implícitos confianza y esperanza. Entre los que luchaban con exposición de su vida por la libertad de Cuba y los que anhelábamos dicha libertad había la íntima conexión de este grito ¡Viva la Revolución!, que hora más tarde se anunciaría triunfante.
Después, salimos a la calle. El reloj marcaba las doce y media. En 12 y 23 las gentes se mostraban silenciosas, a mil leguas del bullicio que significa una noche de Año Nuevo. Al pasar por la Avenida de los Presidentes, vimos pasar a gran velocidad varios autos del Gobierno. Dijimos: “Esta gente es la única que se divierte esta noche”. Ni por un momento sospechamos que ya estaban huyendo.
De esta huída desenfrenada hay docenas de anécdotas. Sean ciertas o inventadas (para el caso es lo mismo) hay una que con el decursar del tiempo será antológica. La escena tiene lugar en casa del Presidente del Tribunal de Cuentas. Este señor daba una gran fiesta para despedir el siniestro 1958 cubano. Cien parejas invitadas. Ríos de champán y, presumiblemente, pases de cocaína. Rumbas frenéticas y lánguidos calypsos. ¡Después de mí, el diluvio! Es decir, la Revolución. En efecto, a las cinco de la madrugada un amigo telefonea al dueño de la casa para confiarle que Batista acaba de huir.
Pero ocurre que el Presidente del Tribunal de Cuentas está tan borracho que toma la advertencia por broma, la tragedia por comedia. Y vuelve al salón y cuenta el chiste del amigo. Uno de los invitados, menos borracho no toma la cosa tan a broma. A su vez, llama por teléfono, confirma la noticia. “Mane, Theces, Phares” reaparece, al cabo de los siglos, en un palacete del Country. Desbandada general: las mujeres chillan, dejan olvidadas sus estolas y sus capas de visón; todos corren en busca de sus autos, y todo eso a las cinco de la madrugada, es decir, con los restos de la noche y la terrible claridad de un día ominoso para ellos.
Y comenzó la inundación. Al principio, y a pesar del ímpetu avasallador que llevaba en sí misma, se mostró como ese hilo de agua, rápido y zigzagueante, pero que al mismo tiempo el pie de un niño podría desviar de su curso. Cada cual, si no es inhumano, tendrá su opinión sobre las revoluciones. La gama es variadísima. Para éste habrán alcanzado su punto alto en el momento de la lucha clandestina; para aquél, cuando tengan cumplimiento las conquistas sociales por las cuales los hombres lucharon al precio de su vida. Para mí, que no puedo dejar de ser poeta, cuando el pueblo, como río desbordado se lanza a la calle con furia incontenible. A esto se podría llamar la “oportunidad del pueblo”.
Esta oportunidad se caracteriza, de un lado por la fraternización; del otro por el espíritu vindicativo. No bien la radio confirmó que Batista había soltado el Poder (es el verbo que conviene pues hubo que arrebatárselo de las manos) el pueblo se lanzó a la calle. Todo aquello que significó expoliación, es decir, parquímetros, casas de juego, vidrieras de apuntaciones; todo lo que traducía la opulencia insolente de los batistianos: residencias, clubes, fue tirado patas arriba, quemado. Cada treinta, cuarenta o cien años el pueblo es, por unas horas, el dueño absoluto de la ciudad. Durante esas horas el pueblo es amo omnímodo con plenos poderes, con derechos de horca y cuchillo.
Es un espectáculo grandioso por cuanto ve plasmarse inopinadamente ese sueño de Poder que él, también, quisiera detentar. Vi en la esquina de Carlos III e Infanta a dos hombres que desviaban los vehículos a su entero capricho. Había mucho de infantil en este juego pero también la añoranza en pequeño del gigantismo del Estado. Una mujer gritaba como poseída: “Yo hago lo que me sale del…”, y lucía tan majestuosa e imponente como Isabel I mandando a decapitar al Conde de Essex. En el bar “Rock and Roll”, (calzada de Ayestarán) vi a un nuevo Atlas coger la caja contadora y hacerla pedazos contra el suelo.
Billetes y monedas saltaron alocadamente, pero ninguno de esos dioses justicieros osó apropiárselos. He ahí la honradez de un minuto sagrado. Como el cubano no es solemne no pasó, por ejemplo, lo que en Argentina a la caída de Perón. Allí la gente se abrazaba y besaba ceremoniosamente en las calles. Acá la gente se quitó la losa del pecho a grito pelado y no tuvo que llegar al acto de abrazar y besar pues nuestro pueblo está continuamente abrazando y besando con la mirada.
Y de pronto surgieron los milicianos. En este sentido, tuvimos sorpresas que llegaron hasta la estupefacción. Un mecánico que vive en el apartamento contiguos al nuestro bajaba las escaleras con el brazalete del M.26.7 y un revólver al cinto; como siempre lo había visto con otra clase de hierros, no podía dar crédito a mis ojos. Después supe que había expuesto su vida cien veces, que en su casa se confeccionaban brazaletes, tenían lugar reuniones secretas. Yo estaba maravillado. No pasaba un minuto sin que éste u otro “inofensivo” vecino de mi barrio apareciera armado hasta los dientes.
He aquí la hora solemne del darse a conocer: “¿Pero tú también estabas metido en esto? Nunca lo hubiera sospechado… ¿Te acuerdas de mi hermano de quien te dije que estaba en Nueva York? Pues entérate ahora que estaba escondido en casa de mi sobrina…” Y así por este tenor. Como si hubiese llegado la hora del Juicio Final y todos nos reconociéramos. La gente más insospechada, ésa de la que pensábamos que se limitaba a soportar la dictadura con los brazos caídos, surgía de todas parte al conjuro de Revolución –palabra mágica. Se contaban estos milicianos por centenas. La noche del día primero me ocurrió una pequeña aventura con ellos.
Debido a la huelga general, declarada en horas de la mañana, me vi obligado a caminar desde mi casa en Ayestarán hasta el Parque Central. Al llegar a la esquina de San Rafael y Amistad, un miliciano me pone su fusil en las manos y me ruega que tome su lugar hasta tanto el pueda regresar. Me ha confundido con uno de sus compañeros, pues llevo una camisa negra con adornos en rojo. Maquinalmente tomo el fusil y hago mi posta de veinte minutos.
Como parece que las acciones bélicas no están escritas en el libro de mi vida, estos veinte minutos transcurren plácidamente. Sin embargo, yo me sentía en “situación”. Me vino [sic] a la mente los paseos que Hugo cuenta en su Journal con ocasión de la Comuna de París de 1871. Aquí también, en la ciudad de La Habana, en una isla del Caribe, salía a respirar, a pleno pulmón, el aire de la libertad, y por supuesto, el olor de la pólvora.
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La inundación (II)
En La Habana había tanta expectación por ver a los barbudos como aquélla de los siboneyes cuando el desembarco de Colón. ¿Qué es un barbudo? –se preguntaban los habaneros con la misma curiosidad con que un romano de la decadencia se preguntaba: ¿qué es un bárbaro? El día dos de enero La Habana esperaba a sus barbudos, pero a diferencia de la atribulada Roma los esperaba con los brazos abiertos.

En un siglo de guerras nucleares, los grandes capitanes no son concebibles. Sin embargo, Fidel Castro y sus lugartenientes, aunque parezcan anacrónicos, resultan tan reales y efectivos como la bomba atómica. Fidel, desembarcando en las playas de Oriente es Napoleón mismo desembarcando en el golfo Juan, es decir, el águila, “volando de campanario en campanario hasta París”.
Al mismo tiempo, los barbudos concentran sobre ellos la atención mundial. Para empezar, relegan el yulbrinismo a un plano muy secundario. Abundancia capilar, condottieri, César Borgia, Renacimiento… A propósito de esto: edades del mundo y cuadros de grandes pintores deambulaban por las calles habaneras. Los tiempos bíblicos con Jesús y sus doce apóstoles, juntos o desperdigados, podremos verlos en la esquina del Hilton. Hay también Botticelli, Ticiano, Andrea del Sarto, Piero de la Francesca, Rembrandt y Durero… He visto en San Lázaro e Infanta a uno de los músicos del “Concierto Campestre” de Giorgione; un barbudo que frisa en la cincuentena puede ser perfectamente el autorretrato de Leonardo y ese otro “barbudo” lampiño de apenas quince abriles el de Rafael. Y todo esto al estado puro, sin afectación, con maneras encantadoras y sin nada de la insolencia del “Miles Gloriosus”.
Como era de esperar, esta inundación trajo la otra. Visto la circunstancia en que se produce (y de hecho se produce con cada cambio de gobierno) yo la llamaría la “inundación patética”. Me refiero a los burócratas –posesionados o sin posesionar. Patetismo en los que tratan de retener su cargo; patetismo en los que luchan por encajarse. Común denominador de ambas falanges: guerra de nervios. De paso diré que uno de los “Doce trabajos de Hércules” de la Revolución será el exterminio del monstruo de la Burocracia. Porque sucede que todos esperan todo del presupuesto nacional. Esta guerra de nervios se significa por intrigas, por bajezas, por lo que en lenguaje popular se denomina “empujadera”, y también por humillación, por fracasos y por terrores ante el desempleo.
En sus aguas revueltas la gran inundación burocrática trae la fauna más variada: peces grandes y chicos, pulpos; pirañas devoradoras y ávidos tiburones. También tipos que nos recuerdan personajes célebres: el “Judío Errante”, “Falstaff”, “Tartufo”, “El Buscón”, “El Lazarillo de Tormes”; Juanas de Arco a granel, Madame de Maintenon a medio la docena, Saras Berhnardt a tres por un centavo y Marylines Monroe regaladas. Este el aspecto cómico. El trágico se da en diálogos como el siguiente: “¿Desde cuándo viene usted al Ministerio? Pues vengo desde el primero de febrero”. “¡Qué diré yo entonces, que vengo desde el 10 de enero!” “¿Tiene esperanzas? No crea, las estoy perdiendo: todos los días lo mismo, es decir: “vuelva mañana, lo suyo camina…
¿Y qué decir de las caras? Reflejan atroces sufrimientos. Ese mismo sufrimiento de quien estando en un barco a punto de hundirse, no cuenta entre los elegidos a ocupar un espacio en los botes. Un viejo burócrata acostumbra pararse horas enteras debajo del arco de una escalera. Como el arco es demasiado bajo, el pobre viejo debe mantenerse encorvado, y esta posición parece la definición de la culpabilidad. Se comprenderá que altas razones de estrategia lo fuerzan: frente al arco de la escalera se ve una puertecita por la que saldrá, en el momento oportuno (Dios mío, ¿cuándo es el momento oportuno?) el personaje que tiene en sus manos (o que el pobre viejo se figura que está en ellas) su salvación. También escucho cuando una jovencita dice con cara despavorida a una amiga: “Te juro que hoy es el último día que piso este Ministerio”.
Y todo este juramento y otros mil para volver al día siguiente, a las mismas sonrisas serviles, a las mismas puertas, a las misma desesperación. Este ejército encogido, este ejército con el arma precaria de la imploración defiende una causa, que las más de las veces, está perdida de antemano. Y detrás de todo esto: de la pulcritud de las ropas, lograda, Dios sabe a qué precio; de la falsa sensación de seguridad; de la obstinación de no darse por vencido, está el Hambre, el desamparo, la frustración y a veces, hasta el suicidio.
En estos días del triunfo revolucionario –mitad paradisíacos, mitad infernales– no podían faltar en la gran inundación los escritores. Me sorprendió grandemente que en vez de una gota de agua aportaran Nilos y Amazonas… No podía dar crédito a mis ojos. ¡Cómo! ¿Donde yo contaba diez o doce habría que contar doscientos, acaso quinientos o quién sabe si mil? La inundación ilustrada (o la ilustración inundada, léase como se quiera) anegó en su mar de tinta las planas de los periódicos: en estos días se ha hecho más “literatura” en Cuba que en una década, ¡qué digo! que en cincuenta años de República.
No hay que aclarar que estos escritores son poetas de la Revolución o prosistas de ella, y la clandestinidad de sus escritos (salvo contadas excepciones) data del primero de enero. Y como es de esperar, también son ellos los que más ruido hacen, los que más exigen y los que más poder tienen. Este tipo de escritor, que de hecho es toda una fauna singular, lo es de pasada. Su verdadera personalidad habría que buscarla en el periodista o en el profesor. Dedicación máxima a lo uno o lo otro, y mínima al ejercicio de la literatura.
En tal sentido hemos visto, en estos días de inundación, hechos memorables. En una asamblea tenida en la Sociedad Lyceum llevaron la voz cantante, poniendo de manifiesto que en Cuba significa la misma cosa el escritor con obra hecha que el escritor sin ella; que la audacia es factor decisivo sobre la calidad; que ser escritor y nada más que escritor, es la negación de todo crédito, y que los empeñados en serlo tendrán la más amarga de las muertes: la muerte civil. Y tanto el verdadero escritor no significa nada en nuestro país que en una Mesa Redonda, promoteada (el adjetivo es atroz, pero hay que estar a tono) por el Canal Doce, sus integrantes eran: un profesor, una profesora y cuatro periodistas.
El tema a discutir: Defensa de la Cultura. Revelador, ¿no es cierto? ¿Así que ningún escritor? ¿Pero ni uno solo? Sin embargo, como tenemos fe en esta Revolución pensamos que ella no es niveladora de un plano único, y que las cosas, en el literario se pondrán en su punto. El buen escritor es, por lo menos, tan eficaz para la Revolución como el soldado, el obrero o el campesino. Sépase, pues, de una vez por todas.
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Por Virgilio Piñera
Pues viví, salvo algunas satisfacciones de tono menor, como un miserable. Un miserable es un ser humano cuyo trasero se encuentra a la disposición de todos los pies; absolutamente de todos los pies, comprendidos los mismos pies de los miserables.
Un detalle curioso: si un juez o un periodista me preguntase qué animal he visto más en mi vida, le diría sin vacilación que la cucaracha. Más que perros y gatos, animales que siempre ganarían en un concurso de compañeros del hombre. Y juré, en uno de esos raros días en que mi estómago estaba repleto, que si por un vuelco de la fortuna llegaba a ennoblecer mi vida, en mi escudo aparecería una magnífica cucaracha de oro en campo de azul...
Caín I
Sin embargo, odio profundo, reconcentrado; odio hecho de quejidos y suspiros debería tener por estos animales. Así como en un año más de vida la miseria progresaba, al igual las cucarachas se hacían más numerosas en torno de mÍ. Y como algunos, al final del año, son gratificados con dinero, con acciones, con regalos, con palacios y hasta con mujeres, mi regalo, mis acciones, mis dividendos eran cucarachas.
Recuerdo especialmente un final de año, más miserable si cabe que otros, en que al entrar en mi cuarto, desfallecido hasta la extenuación (venía de una de esas reuniones pascuales de empleados de quinta categoría), una bandada de cucarachas, al encender yo la luz, salió revoloteando en todas direcciones, como ese público que estalla en aplausos al paso de su querido soberano ... Perdón, pero no puedo dejar de mencionar a estos animales.
Además, si no hablo de las cucarachas, ¿de qué hablaría? De mis lamentaciones, de mi hambre, de mis fracasos, de mis terrores, han sido las cucarachas mudos testigos. Porque uno sale y puede encontrarse a un amigo y contarle su hambre; ver a un primo y pedirle un peso prestado; llegar, después de tribulaciones sin cuento, hasta la mesa de un ministro e implorar unas migajas, pero ni el amigo, el primo o el ministro son testigos mudos de nuestra vida. Ellos son del momento, y las cucarachas son de siempre.
Caín II
Al principio, quiero decir, en esos años en que todavía el alma espera algo, trataba de exterminadas; después de un fatigoso asalto contra estos insectos, me decía que todo iba a cambiar, que la fortuna tendría que sonreírme: si no existía una sola cucaracha en mi cuarto, tampoco mi vida podría tener el ínfimo valor de una cucaracha.Alguien, seguramente, ya se acercaba a mi puerta para ofrecerme la sabrosa pulpa de la abundancia; oía claramente sus pasos y hasta veía su mano tendida, plena de dones.
Mas fueron llegando, en cambio, esos años en que sólo se escuchan los ruidos siniestros de un estómago vacío; entonces ya dejé de exterminadas, comprendí que eran parte de mí mismo, que el resto del mundo me resultaba pura apariencia y ellas la única realidad.Todo me escapaba menos las cucarachas; se impusieron tan férreamente que comencé a ver alas de cucarachas en los brazos de las gentes y patas en sus piernas.
La cosa se resolvió en catástrofe el día que dije a un señor que acababa de regalarme un traje usado: "Dios se lo pague, cucaracha..." Me sumí en abismos. Corrí a mi cuarto y me encerré. Decidí no salir más a la calle. Estaba perdido: si yo veía al mundo como una enorme cucaracha, ¿qué podía esperar de mis semejantes? No se sabe de ninguna cucaracha que haya hecho algo constructivo; por el contrario, devoran todo lo que se pone a su alcance. Entonces, para qué seguir luchando ... A los pocos días me estaba muriendo.
No hubo cambio alguno en esto: las cucarachas prosiguieron fielmente yendo y viniendo, revoloteando, despidiendo su olor nauseabundo, haciendo ese ruido horrendo con sus alas, y como mi postración se acentuaba cada vez más, comenzaron a posarse en mi propio cuerpo; al principio, tímidas, después más audaces, devorando pedacitos de tela en espera de algo mejor; una falange avisaba a la otra, y, en una breve iluminación de mis sentidos, percibí su peso tremendo, como una armadura encima de mis huesos.
¿Será aventurado pensar que la justicia, echando abajo mi puerta, lanza un grito de asombro al contemplar a la cucaracha más grande sobre la faz de la tierra?
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Por Virgilio Piñera
(Versión completa en Lycos)
La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar [Foto: Virgilio con Lezama Lima.]
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?
La eterna miseria que es el acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin el agua,
me la bebería toda para escupir al cielo.
Pero he visto la música detenida en las caderas,
he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.
Hay que saltar del lecho con la firme convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por la boca.
Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol,
las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras,
las eternas historias de los negros que fueron,
y de los blancos que no fueron,
o al revés o como os parezca mejor,
las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules,
—toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza en llamas—,
la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo
llegado para apretar las tetas de mi madre.
La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,
la noche es un árbol frente a otro árbol sin mover sus ramas,
la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;
una noche esterilizada. una noche sin almas en pena,
sin memoria, sin historia, una noche antillana;
una noche interrumpida por el europeo,
el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche antillana,
una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.
¡No importa que sea una procesión, una conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y todos quieren copular.
El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,
sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No hay que ganar el cielo para gozarlo,
dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,
la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas.
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus. espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla,
el peso de una isla en el amor de un pueblo.
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El cubo (1954)
Por Virgilio Piñera
Cuando Juan cumplió dieciocho años y se graduó de enfermero, una señora obtuvo para él una plaza en el Hospital Municipal. Con este acto, quiso la señora darle importancia a la vida de Juan, y al mismo tiempo, engrandecer la suya propia con algo edificante.
Pero esta misma vida, sin ninguna importancia, resultó también muy extraña: Juan hizo sus primeras armas como enfermero en el cuerpo de su benefactora. La dama, con sus virtudes, murió aplastada al pasar bajo un balcón ruinoso. Juan llenó ese día su primer cubo de algodones ensangrentados.
Consideró horrible la muerte de su benefactora, y no menos horrible la casualidad que le ponía sus despojos por delante. Pensó renunciar a su puesto, que le pareció un receptáculo de vidas aplastadas, y era tanta su necesidad y tanto su deseo de defender la vida (no olviden, por favor, que no tiene ninguna importancia), que se vio obligado a llenar un segundo cubo.
Así, desde ese momento, organizó sus cubos ensangrentados. De vez en cuando iba al cine o a la playa, se compraba un par de zapatos nuevos o se acostaba con su mujer, pero sentía que resultaban como accidentes: el fundamento de su existencia era el cubo.
A los treinta años seguía desempeñándose como enfermero en la sala de accidentados del Hospital Municipal. Entre tanto, crecía y se transformaba la ciudad. Fueron demolidas viejas casas y otras nuevas y altísimas fueron edificadas. Visitó la ciudad el famoso ayunador Burko y debutó en el teatro de la ópera la celebérrima cantatriz Olga Nolo. Juan, día a día, cumplía con sus funciones. Cosa singular: ni Olga Nolo, ni antes tampoco Burko pudieron evitar que el cubo fuera llenado.
Como a todos, le llegó a Juan la jubilación. Recibió la suya un día después de cumplir sus sesenta años -término prescrito por la ley para dejarlo todo de la mano, incluso el cubo.
Ese mismo día, el notabilísimo patinador Niro comenzó su actuación en el Palacio del Hielo. Patinaba sobre la helada pista con el inmenso coraje de tener el trasero al descubierto. Aunque un patinador con el trasero al descubierto es un acontecimiento importante (vista la poca importancia que tienen las vidas), Juan no pudo verlo.
Cuando salía del Hospital con su jubilación en el bolsillo y dispuesto a asistir a la actuación de un patinador tan original, se detuvo y contempló largo rato la fachada del Hospital, lamió las paredes con la mirada, y acto seguido, al cruzar la calle, se tiró bajo las ruedas de un camión que pasaba.
Al fin estaba en la sala de accidentados. Iba a morir y oyó murmullos sin importancia. Hizo señas al médico de turno y expresó su última voluntad. El médico abrió tamaños ojos, tendió la vista buscando y se agachó. Descubrió el cubo debajo de la mesa de curaciones. Se lo puso a Juan en los brazos.
Con maestría consumada, Juan empezó, sin ninguna importancia, a meter en el cubo los algodones ensangrentados. Bastaba su desasosiego para darse cuenta de que su única aspiración, en los poco minutos que le quedaban, era llenar el enorme cubo hasta los bordes.
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Oficio de tinieblas (1961)
Por Virgilio Piñera
Papá se ha guedado ciego sin remedio. El oculista ha sido terminante: su edad avanzada no permite una operación. Arriesgaría la vida. Por tanto, papá es un ciego más. Un ciego con la respetable edad de ochenta anos. Una amiga de la casa (famosa por su «franqueza») le dice: «Viejo, saque la cuenta ... Ochenta años con un par de ojos que han visto lo bueno; cinco o diez para no ver lo peor. Usted es un hombre de suerte».
Papá no se consuela con semejante cálculo, pero se distrae ejercitando a mi madre en el arte de la ceguera. Desde mi cuarto oigo su risa si mi madre tropieza con un mueble si derrama el café que mi hermana ha puesto sobre la mesa. Oigo que le dice: «Nunca serás una buena ciega».
Y, en efecto, mi madre, que pone la mejor voluntad en ese aprendizaje, no logra acomodarse a la nueva situación. Además, hace trampas. Al principio, le permitía desplazarse por la casa con los ojos simplemente cerrados. Pronto se dio cuenta de que mi madre lo engañaba. Se enojó. Mi madre se echó a llorar y prometió enmendarse, pero papá, desconfiado, le puso una tupida venda. «Ahora tropiezas --le decía-- y hasta rompes el búcaro que te regalé el día de nuestra boda. No hace todavía una semana gritaste a los cuatro vientos que jamás lo romperías. No, no, María, nunca serás una buena ciega».
En cambio, papá esta encantado con su nieta. ¡Esa sí que es la «ciega» perfecta! Hay que ver sus manos: palpan, tantean las paredes como abriendo camino al resto del cuerpo, que, victoriosamente, atraviesa el dédalo de cuartos, seguida de muy cerca por las manos temblorosas y el cuerpo vacilante de mi padre.
Hoy, finalmente, hemos tenido una pequeña fiesta. Papa cumplía su primer año de ciego. Vinieron familiares y vecinos. Papa distribuyó anteojeras. La reunión quedó animadísima, y lo que es más singular: los invitados no hicieron torpezas. Papá apagó dieciséis velas de las ochenta y una puestas en el cake. Después se brindó con champaña y hasta se bailó.
¿Podría decirse que la pérdida de la vista es una desgracia irreparable?